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domingo, 1 de noviembre de 2015

NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA

Para la sección de Microensayos, del blog Ancile, y a tenor del torpe e injustificable desinterés y descrito hacia la filosofía por parte de instituciones educativas y sectores ideológicos interesados que en muchos casos pasan por científicos, ofrecemos una serie de post dedicados por parte del profesor y filósofo Tomás Moreno, a la necesidad de estudio y constante revisión de la filosofía, si es que en verdad pretendemos construir un humanismo cierto en una sociedad cada vez más interesada en la supuesta cultura de la imagen y de la indiferencia a la introspección y el raciocinio. Esta primera entrega porta el título: ¿Por qué los griegos? Aproximación al origen de la filosofía.





Necesidad de la filosofía, Tomás Moreno




NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA

 

I. ¿POR QUÉ LOS GRIEGOS? APROXIMACIÓN 

AL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA.



Necesidad de la filosofía, Tomás Moreno





La cultura occidental es –como todos sabemos- el resultado de tres grandes aportaciones o corrientes civilizadoras: la racionalidad filosófica, científica y política Griega; el derecho (ius) Romano y el mensaje religioso de salvación mesiánico‑profética judeo‑cristiano. Los conceptos de  hombre, ciudadano y persona, que de esas tres corrientes se derivan, representan los pilares sobre los que se asienta nuestra civilización occidental.
            Pero de ellos, tal vez sea el aporte griego el que haya marcado,  desde el punto de vista teórico-epistémico y estético, una impronta más determinante en el espíritu de Occidente. En este sentido podemos afirmar, con X. Zubiri, (en su Naturaleza, historia, Dios), que “los griegos somos nosotros” porque, efectivamente, nosotros somos sus herederos y beneficiarios. Ellos, en efecto, fijaron los cimientos mismos de nuestra cultura; los rasgos paradigmáticos que definen el perfil esencial de la misma: lo apolíneo, la pulsión por la belleza, la racionalidad crítica y la conceptualización o problematización de lo real, y, al mismo tiempo, lo dionisíaco, la exaltación de la vida de la sensualidad y del instinto, se incoan y enraízan en suelo griego.
            Luciano De Crescenzo, al inicio de su Historia de la Filosofía Griega[1]se preguntaba como nosotros ahora: ¿Por qué los griegos? Y se respondía invitándonos a reflexionar sobre un verbo existente en la lengua griega que, no teniendo equivalentes en ninguna otra -es de hecho intraducible,
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a menos que se recurra a oraciones complejas- puede darnos una clave para responder adecuadamente a la pregunta planteada. Este verbo es agorazein, esto es: “ir a la plaza para ver lo que se dice” y, por lo tanto, significa hablar, comprar y vender y verse con los amigos. Pero también significa salir de casa sin una idea precisa, deambular por sus calles, holgazanear al sol a la espera de que llegue la hora de la comida; en otras palabras, “intalliarsi”, como se dice entre italianos, es decir, rezagarse hasta formar parte integrante de un magma humano hecho de gestos, miradas y ruidos.
            Agorazonta, en particular, es el participio de este verbo y describe la forma particular de caminar de aquel que practica el agarozein: el avanzar lento, con las manos detrás de la espalda y siguiendo un recorrido casi nunca rectilíneo. El extranjero que por razones de trabajo o de turismo se encontrase en la actualidad  de paso por un pueblo griego, ya fuese Corinto o Pozzuoli, -o hace unos pocos decenios en cualquier pueblito o ciudad andaluza- se quedaría muy asombrado al ver un grupo tan nutrido de ciudadanos caminando arriba y abajo por la calle, deteniéndose cada tres pasos, discutiendo en voz alta y volviendo a andar para volverse a parar de nuevo. Esto le llevaría a creer que había llegado en un día especial de fiesta, cuando, en realidad, estaría asistiendo a una escena normal de agorazein. Pues bien, aseguraba De Crescendo, la filosofía griega debe mucho a esta costumbre peripatética de los meridionales. (”Peripatos”: “paseo cubierto” en donde se instaló el Liceo, también, por extensión, “conversar paseando”).
             -“Querido Fedro”, dice Sócrates, “¿a dónde vas y de dónde vienes? -“Estaba con Lisias, el hijo de Céfalo, oh Sócrates”, responde Fedro, “y ahora me voy de paseo fuera de la muralla. Así, por consejo de nuestro común amigo Acumeno, me doy una vuelta al aire libre porque, dice, fortalece más que pasear bajo los pórticos”.
            Así empieza uno de los más bellos diálogos de Platón: Fedro. La verdad es que estos atenienses no hacían nada productivo: paseaban, conversaban, se preguntaban que era el bien y el mal, pero en cuanto a trabajar, a construir algo práctico que se pudiera vender o usar, ni siquiera hablaban de ello. Por otro lado, no olvidemos que en aquélla época Atenas tenía unos doscientos cincuenta mil habitantes, de los cuales la friolera de doscientos mil individuos de serie B, entre esclavos y metecos. Había, por lo tanto, quien pensaba en trabajar y llevar adelante el “negocio”. En compensación, ellos, los atenienses, no contagiados todavía por el virus del consumo, se contentaban con poco y se podían dedicar a los placeres del espíritu y de la conversación[2].          
            Se ha dicho que fueron dos los principios que inspiraron y dinamizaron el asombroso decurso de la cultura griega: el principio de la belleza como medio y como fin, y el principio de la búsqueda del conocimiento también como meta u objetivo irrenunciable a alcanzar. Homero dio a estos dos dinámicos y transformadores principios su propia y peculiar expresión, destinada a gobernar la mente popular a través de toda la era de Pericles y aun de Alejandro Magno. John Collier nos recuerda que uno de ellos era el ideal de Aquiles, siempre orientado a la búsqueda de una belleza formal, armónica y equilibrada; el otro fue el ideal de Ulises, un ideal itinerante, viajero que comportaba “seguir al conocimiento como a una estrella fugaz, que se hunde más allá del más lejano margen del pensamiento humano”[3].
            El impulso de Aquiles por la belleza vivida con entusiasmo y pasión, llevó a la juventud y a la vejez helenas a una armónica confluencia a través de toda la historia griega. El impulso de Ulises incitó al grupo social primario a salir al mundo (para regresar despúes a la Ítaca que siglos más tarde
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rememorara Konstantin Kavafis); fertilizó al grupo nativo con influencias de todo el mundo accesible; estableció el dominio mercantil de Grecia; sistematizó el descubrimiento en conocimiento, y basó la acción interna y externa en el cultivo de ese mismo descubrimiento. Fue Aquiles, más que Ulises, quien encontró su expresión más idónea en la frase protagórica que afirmaba que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Y fue, sobre todo, en las últimas palabras de Sócrates poco antes de su muerte -“La vida que no es examinada (zétesis) no merece ser vivida”- en donde podemos encontrar el intento más lúcido de conectar y unir ambos ideales.
            ¿Qué mecanismos sociales creados por ellos les sirvieron de instrumentos (instituciones, disciplinas, hábitos, costumbres) y fueron decisivos para conformar el arte supremo de Grecia y para acceder a una forma de sabiduría inédita hasta entonces y que superaba las explicaciones míticas a la hora de respondernos acerca del misterio de lo real?  Sin duda, uno de ellos fue el entrenamiento gimnástico griego que iba a la par del entrenamiento retórico y estaba controlado por la prueba de la belleza. Esencialmente era un entrenamiento para y a través de la danza y en consecuencia un entrenamiento por medio de la danza del grupo. Durante más de quinientos años este doble entrenamiento en gimnasia y en retórica preparó el camino de la Gran Era de Atenas.
            En efecto, la fundación del más alto arte griego se basaba (casi mil años antes de Cristo) en el cultivo del cuerpo humano. El sentimiento de belleza se muestra en bailes y juegos, en las carreras de corredores desnudos, en procesiones rítmicas y en la celebración de ritos religiosos. La raza entera vivía su pintura y su escultura ensayaba, por así decirlo, las grandes obras de Fidias y Polignoto a través del ejercicio físico, antes de aprender a expresarse en mármol por medio del color”. Era una gimnasia que, bajo las felices condiciones de la época, reunía seguramente los principios que preconizaba Platón, basados en la justa proporción entre el cuerpo y el espíritu, o en la identificación del espíritu consigo mismo, alcanzables a través la adecuada educación del alma o mediante la gimnasia musical.
            El otro, fue su innata curiosidad, su natural tendencia a asombrarse por el espectáculo que les
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ofrecían la naturaleza y sus manifestaciones  (o fenómenos), a preguntarse por las causas de los mismos y a tratar de dialogar, debatir y discutir acerca de ellas, tratando de ofrecer  respuestas racionales, lo más alejadas posible de las proporcionadas por los mitos o las religiones de su tiempo, y fundamentadas exclusivamente desde el Logos, desde el lenguaje, la razón y la palabra. Esto es: desde el dia-logos con el que -evocando el Fedro platónico- iniciábamos este artículo o microensayo.
            La Edad de Oro ateniense llegó a su fin porque la sinergia o integración ática entre ambos principios fue interrumpida por una variedad de causas, que ya intentaremos explicar. Desde la antigua Atenas, no ha habido tan perfecta integración de cuerpo, espíritu y sociedad en el seno de los pueblos civilizados de Occidente. Nietzsche ya nos lo dijo: Sócrates y Platón  habían quebrado, y roto, el equilibrio dionisíaco-apolíneo y convertido la filosofía en discurso humanista, fundado en los principios del ascetismo y del intelectualismo más nihilistas y antivitales. La Cristiandad, los neoplatónicos y los epicúreos profundizaron en el divorcio entre  el cuerpo y el espíritu. Se perdió la integración apolíneo-dionisíaca, o de los principios de Ulises y de Aquiles. No podemos adivinar lo que Atenas hubiera hecho si este milagro ateniense hubiera persistido y evolucionado, desde Pericles hasta ahora. (Continuará).



                                                                                                                  Tomás Moreno 




[1] Tomo I. Seix Barral, Barcelona, 1986
[2] Ibíd., p. 9.
[3]John Collier, “La plenitud de la vida a través del ocio”, Revista de Occidente, nº 143-144, pp. 171-200.




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