Para la sección de Microensayos, del blog Ancile, y a tenor del torpe e injustificable desinterés y descrito hacia la filosofía por parte de instituciones educativas y sectores ideológicos interesados que en muchos casos pasan por científicos, ofrecemos una serie de post dedicados por parte del profesor y filósofo Tomás Moreno, a la necesidad de estudio y constante revisión de la filosofía, si es que en verdad pretendemos construir un humanismo cierto en una sociedad cada vez más interesada en la supuesta cultura de la imagen y de la indiferencia a la introspección y el raciocinio. Esta primera entrega porta el título: ¿Por qué los griegos? Aproximación al origen de la filosofía.
NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA
I. ¿POR QUÉ LOS GRIEGOS? APROXIMACIÓN
AL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA.
La cultura occidental es –como todos sabemos- el
resultado de tres grandes aportaciones o corrientes civilizadoras: la racionalidad
filosófica, científica y política Griega; el derecho (ius) Romano y el mensaje religioso
de salvación mesiánico‑profética judeo‑cristiano. Los conceptos de hombre, ciudadano y persona, que de esas tres
corrientes se derivan, representan los pilares sobre los que se asienta nuestra
civilización occidental.
Pero de ellos, tal vez
sea el aporte griego el que haya marcado, desde el punto de vista teórico-epistémico y
estético, una impronta más determinante en el espíritu de Occidente. En este sentido
podemos afirmar, con X. Zubiri, (en su Naturaleza, historia, Dios), que “los
griegos somos nosotros” porque, efectivamente, nosotros somos sus herederos y
beneficiarios. Ellos, en efecto, fijaron los cimientos mismos de nuestra
cultura; los rasgos paradigmáticos que definen el perfil esencial de la misma: lo
apolíneo, la pulsión por la belleza, la racionalidad crítica y la
conceptualización o problematización de lo real, y, al mismo tiempo, lo
dionisíaco, la exaltación de la vida de la sensualidad y del instinto, se
incoan y enraízan en suelo griego.
Luciano De Crescenzo, al inicio de su
Historia de la Filosofía Griega[1]se
preguntaba como nosotros ahora: ¿Por qué los griegos? Y se respondía
invitándonos a reflexionar sobre un verbo existente en la lengua griega que, no
teniendo equivalentes en ninguna otra -es de hecho intraducible,
a menos que se
recurra a oraciones complejas- puede darnos una clave para responder
adecuadamente a la pregunta planteada. Este verbo es agorazein, esto es: “ir a
la plaza para ver lo que se dice” y, por lo tanto, significa hablar, comprar y vender
y verse con los amigos. Pero también significa salir de casa sin una idea
precisa, deambular por sus calles, holgazanear al sol a la espera de que llegue
la hora de la comida; en otras palabras, “intalliarsi”, como se dice entre italianos,
es decir, rezagarse hasta formar parte integrante de un magma humano hecho de
gestos, miradas y ruidos.
Agorazonta, en particular, es el
participio de este verbo y describe la forma particular de caminar de aquel que
practica el agarozein: el avanzar lento, con las manos detrás de la espalda y
siguiendo un recorrido casi nunca rectilíneo. El extranjero que por razones de
trabajo o de turismo se encontrase en la actualidad de paso por un pueblo griego, ya fuese Corinto
o Pozzuoli, -o hace unos pocos decenios en cualquier pueblito o ciudad
andaluza- se quedaría muy asombrado al ver un grupo tan nutrido de ciudadanos
caminando arriba y abajo por la calle, deteniéndose cada tres pasos,
discutiendo en voz alta y volviendo a andar para volverse a parar de nuevo.
Esto le llevaría a creer que había llegado en un día especial de fiesta,
cuando, en realidad, estaría asistiendo a una escena normal de agorazein. Pues
bien, aseguraba De Crescendo, la filosofía griega debe mucho a esta costumbre
peripatética de los meridionales. (”Peripatos”: “paseo cubierto” en donde se
instaló el Liceo, también, por extensión, “conversar paseando”).
-“Querido Fedro”, dice Sócrates, “¿a dónde vas
y de dónde vienes? -“Estaba con Lisias, el hijo de Céfalo, oh Sócrates”,
responde Fedro, “y ahora me voy de paseo fuera de la muralla. Así, por consejo
de nuestro común amigo Acumeno, me doy una vuelta al aire libre porque, dice,
fortalece más que pasear bajo los pórticos”.
Así empieza uno de los más bellos
diálogos de Platón: Fedro. La verdad es que estos atenienses no hacían nada
productivo: paseaban, conversaban, se preguntaban que era el bien y el mal,
pero en cuanto a trabajar, a construir algo práctico que se pudiera vender o
usar, ni siquiera hablaban de ello. Por otro lado, no olvidemos que en aquélla
época Atenas tenía unos doscientos cincuenta mil habitantes, de los cuales la
friolera de doscientos mil individuos de serie B, entre esclavos y metecos.
Había, por lo tanto, quien pensaba en trabajar y llevar adelante el “negocio”.
En compensación, ellos, los atenienses, no contagiados todavía por el virus del
consumo, se contentaban con poco y se podían dedicar a los placeres del
espíritu y de la conversación[2].
Se ha dicho que fueron
dos los principios
que inspiraron y dinamizaron el asombroso decurso de la cultura griega: el principio
de la belleza como medio y como fin, y el principio de la búsqueda del
conocimiento también como meta u objetivo irrenunciable a alcanzar. Homero dio
a estos dos dinámicos y transformadores principios su propia y peculiar
expresión, destinada a gobernar la mente popular a través de toda la era de
Pericles y aun de Alejandro Magno. John Collier nos recuerda que uno de ellos
era el ideal de Aquiles, siempre orientado a la búsqueda de una belleza formal,
armónica y equilibrada; el otro fue el ideal de Ulises, un ideal itinerante,
viajero que comportaba “seguir al conocimiento como a una estrella fugaz, que
se hunde más allá del más lejano margen del pensamiento humano”[3].
El impulso de Aquiles por la belleza
vivida con entusiasmo y pasión, llevó a la juventud y a la vejez helenas a una armónica
confluencia a través de toda la historia griega. El impulso de Ulises incitó al
grupo social primario a salir al mundo (para regresar despúes a la Ítaca que
siglos más tarde
rememorara Konstantin Kavafis); fertilizó al grupo nativo con
influencias de todo el mundo accesible; estableció el dominio mercantil de
Grecia; sistematizó el descubrimiento en conocimiento, y basó la acción interna
y externa en el cultivo de ese mismo descubrimiento. Fue Aquiles, más que Ulises,
quien encontró su expresión más idónea en la frase protagórica que afirmaba que
“el hombre es la medida de todas las cosas”. Y fue, sobre todo, en las últimas
palabras de Sócrates poco antes de su muerte -“La vida que no es examinada
(zétesis) no merece ser vivida”- en donde podemos encontrar el intento más
lúcido de conectar y unir ambos ideales.
¿Qué mecanismos sociales creados por
ellos les sirvieron de instrumentos (instituciones, disciplinas, hábitos,
costumbres) y fueron decisivos para conformar el arte supremo de Grecia y para
acceder a una forma de sabiduría inédita hasta entonces y que superaba las
explicaciones míticas a la hora de respondernos acerca del misterio de lo real?
Sin duda, uno de ellos fue el entrenamiento
gimnástico griego que iba a la par del entrenamiento
retórico y estaba controlado por la prueba de la belleza. Esencialmente era
un entrenamiento para y a través de la danza y en consecuencia un entrenamiento
por medio de la danza del grupo. Durante más de quinientos años este doble
entrenamiento en gimnasia y en retórica preparó el camino de la Gran Era de
Atenas.
En efecto, la fundación del más alto
arte griego se basaba (casi mil años antes de Cristo) en el cultivo del cuerpo
humano. El sentimiento de belleza se muestra en bailes y juegos, en las
carreras de corredores desnudos, en procesiones rítmicas y en la celebración de
ritos religiosos. La raza entera vivía su pintura y su escultura ensayaba, por
así decirlo, las grandes obras de Fidias y Polignoto a través del ejercicio
físico, antes de aprender a expresarse en mármol por medio del color”. Era una
gimnasia que, bajo las felices condiciones de la época, reunía seguramente los
principios que preconizaba Platón, basados en la justa proporción entre el
cuerpo y el espíritu, o en la identificación del espíritu consigo mismo,
alcanzables a través la adecuada educación del alma o mediante la gimnasia musical.
El otro, fue su innata curiosidad, su natural tendencia a asombrarse por el espectáculo que les
ofrecían la naturaleza y sus manifestaciones
(o fenómenos), a preguntarse por las causas de los mismos
y a tratar de dialogar, debatir y discutir acerca de ellas, tratando de
ofrecer respuestas racionales, lo más
alejadas posible de las proporcionadas por los mitos o las religiones de su
tiempo, y fundamentadas exclusivamente desde el Logos, desde el lenguaje, la razón y la palabra. Esto es: desde el dia-logos con el que -evocando el Fedro platónico- iniciábamos este
artículo o microensayo.
La Edad de Oro ateniense llegó a su fin porque la
sinergia o integración ática entre ambos principios fue interrumpida por una
variedad de causas, que ya intentaremos explicar. Desde la antigua Atenas, no
ha habido tan perfecta integración de cuerpo, espíritu y sociedad en el seno de
los pueblos civilizados de Occidente. Nietzsche
ya nos lo dijo: Sócrates y Platón habían
quebrado, y roto, el equilibrio dionisíaco-apolíneo y convertido la filosofía
en discurso humanista, fundado en los principios del ascetismo y del
intelectualismo más nihilistas y antivitales. La Cristiandad, los neoplatónicos
y los epicúreos profundizaron en el divorcio entre el cuerpo y el espíritu. Se perdió la
integración apolíneo-dionisíaca, o de los principios de Ulises y de Aquiles. No
podemos adivinar lo que Atenas hubiera hecho si este milagro ateniense hubiera
persistido y evolucionado, desde Pericles hasta ahora. (Continuará).
Tomás Moreno
[3]John Collier, “La plenitud de la
vida a través del ocio”, Revista de Occidente, nº 143-144, pp. 171-200.
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