CUANDO LA
REALIDAD ES BELLEZA,
Y LA BELLEZA REALIDAD
En los parámetros de la divina
proporción (proporción áurea) se nos describe medidas cuya correspondencia y
disposición muestran un equilibrio grato no sólo a los sentidos, también en
conformidad con principios de armonía lógico matemática que ponen en evidencia
la ponderación de su extensión, cantidad y providencia de su estructura y
disposición. Es el ojo (sensorial e interno) el que pone dicha realidad
proporcionada como algo bello susceptible de ser perturbado por la misma
observación (en cuanto que estará sujeta a múltiples interpretaciones, según
quien lo mire. Acaso lo más extraordinario es que la conciencia de lo bello no
sólo cambia las proporciones en otras que aspiran a la misma belleza, sino que
son capaces de producirla ex nihilo.
Como buen soñador
(acaso muy ingenuo) visionaba yo un cierto paralelismo entre la percepción,
reconocimiento o creación de lo bello
con la manifestación de la realidad en lo más íntimo de la materia. Hablamos del
experimento cuántico arquetípico[1]
mediante el que se dice que las observaciones no sólo perturban lo que se mide,
sino que lo producen[2].
La atención a lo
bello (y su búsqueda y su entendimiento) nos depara una forma acaso más
completa por integradora e imaginativa del mundo. La exigencia de lo bello en
el mundo manifiesta una realidad propia de un universo que en modo alguno se
explica mediante los resortes de relojería justificado por lo razonable de su
mecánica clásica a la hora de interpretar el mundo. Que el poeta (el artista) y
su observador intérprete (lector) sea capaz de recrear o crear el mundo de lo
bello es perfectamente aceptado cuando esto es referido a los paraísos
artificiales o de ficción que pudieran obtenerse en su ejercicio. Cuestión más
difícil de aceptar sería que esas ficciones pudiesen ser integrantes de nuestra
realidad (no literaria), sino de nuestras vidas y de lo que estas puedan
influir en la realidad material del mundo.
Que la ética y la
estética sean concebidas como meras estructuras de valor carentes de realidad
objetiva por parte de la ciencia, acaso se están mostrando en la actualidad
como nunca antes, el prejuicio sobre su realidad. Aquello que emane de la
subjetividad individual no es digno de atención científica, sólo aquellos
preceptos, leyes y principios que sean susceptibles de ser independientes de
nuestra propia naturaleza merecen crédito, aunque en verdad traten de hechos
objetivamente reconocibles (conductas, emociones, sensibilidades… ciertas), despreciando algo que
incluso en una de las ciencias positivas más rigurosas y austeras de
subjetividades como es la física, empieza a tener una valor sustancial: la
conciencia, ya que ella no sólo nos ayuda a la distinción de preferencias e
ideales transitorios de aquellos que son comparativamente permanentes y
universales[3],
también nos habla de la propia sustancialidad de la materia y de su necesidad
para conformarla.
Se desprecia
soberanamente que el objeto de manifestación de belleza puede abarcar
principios universales que pueden acabar conformándose en la riquísima
significación –consciente e inconsciente- de los símbolos. Si una vez la
belleza fue considerada una singular manifestación de la divinidad a los
sentidos y a la inteligencia, y esto por mor de la idea de perfección y
elevación que nos suscita. En verdad que la vivencia de lo bello en lo ideal
que puede mostrarnos el arte, la poesía o la misma naturaleza encierra un
potencial inspirador y creativo de una importancia que acaso no puede
compararse ninguna otra forma de conocimiento y expresión científica, sobre
todo si queremos extraer de la misma ciencia las potenciales verdades de
belleza que pueden encerrar aunque no se puedan constatar empíricamente, y es
que la belleza acabará por ser la conciencia moral de cualquier actividad que
aspire a lo sublime que la verdad encierra.
La cuestión
capital radica en que en el momento que lo más íntimo de la materia (átomos) se
considere casi entidad fantasmagórica, la incuestionable solidez sobre los
que se construye y estructura como entidades materiales lo ordinario de aquella: montañas, casas,
valles, nosotros mismos… sean a su vez aceptados como realidades tan tangibles como incuestionables; mucho
tiene que decir sobre esto la idea de lo bello y sus imperativos de valor para
nuestra conciencia de la belleza y lo que esta supone en la constatación de la realidad.
Sugerentes
posibilidades nos abre la no menos incuestionable realidad de la belleza sobre
la propia naturaleza de la realidad, de ello trataremos en nuevas entradas de
este blog.
Francisco Acuyo
[1] Nos referimos al experimento de la doble
rendija, realizado por el físico Thomas Young en 1801, mediante la que se
postula la realidad dual de onda corpúsculo de la luz, y que a la sazón, será característica
fundamental para la teoría de la mecánica cuántica.
[2] Rosenblum, B. y Kutner, F.: El enigma cuántico, Tusquet, Barcelona,
2010, p. 97.
No hay comentarios:
Publicar un comentario