Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, traemos la siguiente entrada de la serie dedicada a la misoginia, por el filósofo Tomás Moreno, esta vez bajo el título: Inferioridad de las mujeres.
LA MISOGINIA COMO CONSTRUCCIÓN IDEOLÓGICA.
INFERIORIDAD INTELECTUAL DE LAS MUJERES
Mientras que el extendido terror sexual a las
mujeres empezaba a desaparecer, se alimentó y cultivó otro peligroso mito: que
el cerebro de las mujeres era tan débil como se suponía que eran sus cuerpos.
No se trataba verdaderamente de una idea nueva, sino que era el complemento y
corolario lógico de la creencia que defendía que la mujer fue creada únicamente
como mera vasija corporal –una especie de incubadora que no está equipada con
ningún poder para pensar. La mujer era intelectualmente deficitaria.
En efecto, una de las ideas más tenazmente mantenidas por los hombres a
través de los siglos a fin de fortalecer su propio sentimiento de superioridad
es la de que las mujeres son
intelectualmente inferiores. Prejuicio muy incorrectamente asumido por
muchos pensadores/escritores influyentes (desde Aristóteles a Milton y desde Strindberg
a Otto Weininger, etc.) que ni siquiera han admitido la eventualidad de tener
que demostrar semejante aserto. “Dada por supuesta por clérigos, pensadores y
por toda una muchedumbre de periodistas, y educadores, políticos y simples
maridos que despreocupadamente repiten ese prejuicio”, escribe Eva Figes[1].
2. 1. Acerca de la cuestión del alma femenina
Aunque ahora nos sorprenda y repugne, la supuesta cortedad
intelectual de la mujer ha sido una evidencia
científica y empírica para el
patriarcalismo, tanto el religioso como el profano, durante la mayor parte
de nuestra milenaria historia. Emilio García Estébanez nos recuerda en Contra Eva, cómo teólogos, filósofos y “científicos”
estaban convencidos de esta menor capacidad de la razón femenina y de ella
trataron de aportar todo tipo de pruebas (no fundamentadas). Durante siglos,
hasta la aparición de la ciencia moderna, valieron las de Aristóteles, que
veía, como decíamos en el anterior capítulo/epígrafe, en la blandura del cuerpo
femenino una señal o indicio de la blandura de su carácter, de su entendimiento
y de su inferioridad intelectual y emocional. Para el Estagirita una
prueba de ello es la más reducida
dimensión de su cerebro.
En efecto, para Aristóteles al ser el alma inseparable del cuerpo -pues la forma no puede existir
separada de la materia y el alma es
la forma del cuerpo (Sobre el alma
II. 1)[2], ésta determina no sólo su configuración corporal
sino sus rasgos afectivos, emocionales, y, por supuesto, sus capacidades
intelectuales. En el discurso ontológico aristotélico
la oposición materia/forma corresponde a los dualismos mujer/hombre,
naturaleza/razón. De este modo, el varón queda identificado con la forma y la
razón, y la mujer con la materia y la naturaleza.
Los
textos filosóficos y literarios medievales y renacentistas sobre el tema
presentan planteamientos patriarcales que son reflejo de la fusión entre las
concepciones aristotélica y bíblica de la mujer: a ésta se la considera como un
hombre mutilado (un varón truncado o fallido), cuyo castigo tras el pecado, única forma de purificación,
regeneración y redención, es el sufrimiento físico. La mujer es considerada
como pecadora, como incitadora de Adán y como naturalmente inclinada al mal, lo
que exige su necesaria domesticación a través del castigo corporal. Su
naturaleza inferior es destacada en numerosos discursos de diversa índole tanto
en la Edad Media como en el Renacimiento. El prejuicio anti-femenino tuvo sus efectos también en el plano
teológico: el hecho de que fuera creada después de Adán, y a partir de él, hace
que se la presente, en términos bíblicos, como imperfecta, subordinada y al
servicio del hombre, aspecto que aparece realzado en uno de los textos más
influyentes en ambas épocas como la Primera
Epístola a los Corintios de San Pablo. Que la mujer no fuera creada, como
el hombre, a imagen y semejanza divina, situaba al varón como espiritualmente
superior a ella y planteaba incluso la cuestión de si poseía alma.
En la Edad Media numerosos concilios recuerdan que
las mujeres debían permanecer en su lugar a la espera de que el sacerdote se acercase a ellas para darles
la comunión. En efecto, considerada la racionalidad como propiedad del alma
humana, si ésta se ponía en duda, se cuestionaba igualmente su capacidad
intelectual o mental. Muchos atribuían la (supuesta) tendencia femenina hacia
el mal a un carácter en el que la pasión dominaba sobre la razón, a una
“imbecilidad congénita” o natural[3].
Era inevitable, pues, que terminara
por preguntarse si tenía alguna relación con la racionalidad, iniciándose así
un auténtico proceso social de la exclusión femenina
en nombre de la Razón, que llevaría al confinamiento de la mujer en el mundo
exangüe y enfermo de la irracionalidad y de la imbecillitas.
Pero si la mujer y la razón se excluyen entre sí, era
lógico preguntarse ¿sigue siendo la mujer un ser humano? Se ha dicho que en
el segundo sínodo de Mâcon de 585[4],
se deliberó sobre si las mujeres poseían alma y que sólo se dijo que sí por una
mayoría de tres votos. La teóloga Uta Ranke-
Heinemann aun reconociendo lo
nefasta que fue esta denigración de la mujer por la Iglesia, sostiene que no es
cierto que ella llegara realmente a dudar en algún momento de que las mujeres tuviesen
alma o de que fuesen seres humanos. No es exacto, afirma la teóloga alemana,
que se llegara a discutir tal extremo (si la mujer tenía alma). En realidad en
dicho sínodo no se habló sobre el alma. Gregorio de Tours, que asistió al mismo, relata que un obispo planteó la pregunta de
“si la mujer puede ser designada como “homo”. Se trataba simplemente de una
cuestión filológica suscitada por la valoración más alta que los hombres se
habían atribuido a sí mismos: “homo” significa (en léxico misógino) tanto hombre
(ser humano) como “varón”[5].
Da toda la
impresión, sostiene M. Perrot, de tratarse de un mito, forjado durante los siglos XVI y XVII –sobre todo por
Pierre Bayle- y luego retomado una y otra vez como (falaz) prueba de la
barbarie de la Iglesia durante los siglos de hierro[6].
Precisamente la novedad del cristianismo consistía en la afirmación de la
semejanza espiritual de hombres y mujeres, exactamente iguales y desnudos el
día del Juicio Final[7].
Con el paso de los siglos, la polémica se reabrió en distintos momentos, asumiendo distintas versiones y
planteamientos: las polémicas acerca del genio
de las mujeres o del espíritu de las
mujeres, por ejemplo, no fueron más que nuevas formas de plantear el viejo
debate sobre “el alma de la mujer”. (Cont.)
TOMÁS MORENO
[1]
Eva Figes, Actitudes Patriarcales: Las
mujeres en la sociedad, Alianza
Editorial, Madrid, 1972., p. 22.
[2] Aristóteles divide las facultades del alma en cinco partes. De menos
perfecta a más perfecta serían: la nutritiva, la sensible, la apetitiva, la
motora y la intelectual. Aunque creía que todos los seres vivos tenían alma, no
creía que todos tuvieran todas estas facultades. La mujer sí tiene las cinco
partes del alma, pero no en los mismos grados que el hombre. Considera que el
hombre al tener más calor, tiene más intelecto, y que la mujer, al tener menos
calor, tiene el intelecto imperfectamente desarrollado (La reproducción de los animales 744 a 29-30 y Partes de los animales 648 a 9-14).
[3] Ese prejuicio infame aún persiste. Leamos para
comprobarlo, este texto de una gran historiadora feminista francesa
“Recordémoslo una vez más: la idea de que “la” mujer no piensa no es exclusiva
de los filósofos, todavía menos de los filósofos que han tenido alguna
importancia o que son reconocidos en la actualidad. Quien tuviera el valor de
sumergirse en el cuarto subsuelo de cualquier vasta biblioteca encontraría una multitud
densa y polvorienta de libros, en rústica a menudo, que tratarían de la
imbecilidad congénita de la mujer” (Michèle Le Doeuff, El
estudio y la rueca. De las mujeres, de la filosofía etc. Cátedra, Madrid,
1993, p 85).
[4] El socialista Fourier (Théorie des quatre mouvements) recuerda el concilio de Mâcon,
“auténtico concilio de vándalos”.
[5] Informa Gregorio de Tours que los restantes obispos remitieron al
interpelante al relato de la creación, según el cual Dios creó al ser humano
(“homo”) como varón y mujer, así como también a la denominación de Jesús como
Hijo del Hombre (“filius hominis”), a pesar de que él es, sin duda, “Hijo de la
Virgen”, es decir, hijo de una mujer. Mediante estas clarificaciones se
dilucidó la pregunta: el término “homo” debe aplicarse también a las mujeres.
Significa, junto al concepto de varón, también el de ser humano (Gregorio de
Tours, Historia Francorum 8, 20).
Todavía hoy es idéntico en todas las lenguas románicas y también en el inglés
el término para hombre y varón. Si los varones acaparan para sí el término
hombre, ¿qué queda para la mujer? ¿Es también ella un hombre-varón, un varón
–hombre? Es claro que no se la puede designar como varón.
Citado en Uta Ranke-Heinemann, pp. 174-175.
[6] Michelle Perrot,
‘Mi’ historia de las mujeres, F. C. E., Buenos Aires, 2008,
p. 105.
[7] Émeline Aubert, La
femme a-t-elle une âme?Histoire d’un mythe, du concile de Mâcon à nos tours,
en La Religión et les femmes, actas
de coloquio reunidas por Gérard Cholvy, Montpellier, 2002, pp. 18-34.
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