Prosiguiendo con la temática sobre la misoginia, publicamos el post titulado: De la "imbecillitas" femenina a su (paradójico y peligrosos) deseo de saber, del profesor Tomás Moreno, para la sección del blog Ancile, Microensayos.
DE LA IMBECILLITAS FEMENINA
A SU (PARADÓJICO Y
PELIGROSO) DESEO DE SABER
Más allá de esta polémica sobre el alma femenina,
con santo Tomás las tesis aristotélicas de la inferioridad física e intelectual
de la mujer reaparecen. Para el Aquinate al referirnos a la mujer deberían tenerse
presentes su feminidad y la debilidad e
imbecilidad propia de su sexo (Santo Tomás, In Metaphysicam Aristotelis Comentario, liber X, lectio XI)[1].
Esta instrucción, renovada muchas veces, tenía una base teórica puesta de
manifiesto en la obra del Aquinate. Aunque considere que la diferencia entre el
hombre y la mujer no es específica sino accidental y que esa diferencia -comparable
a la que separa el hombre blanco del hombre negro- se da dentro de una misma
especie, la humana, y sostenga asimismo que, desde la perspectiva cristiana, la
mujer tiene tanto derecho como el hombre al bautismo y a la salvación, el
doctor Angélico se esfuerza en establecer su inferioridad corporal, biológica y
mental por todos los medios posibles, “científicos” o teológicos.
Es
inferior en cuanto al alma, esto es, en el nivel espiritual, o intelectual, y
por ello ha de obedecer al varón “porque naturalmente en el hombre abundan más
el discernimiento y la razón” (Sum.Theo., I, q. 92, art. I, ad. 2; q. 93, art. 4, ad I, y In II sent., dist. 21, 2, 1, ad. 2). El
varón tiene “una razón más perfecta” (las percepciones sensibles de la mujer
“son menos vivas; en consecuencia, su actividad intelectual -que depende en el
aristotelismo de la calidad de las sensaciones- es inferior a la de su
compañero”) y una fuerza o “virtud más robusta” que la mujer (Sum. contra Gentes, III, 123)[2]. La imbecillitas de la naturaleza femenina exige
que se la mantenga bajo tutela. Uno de sus más conspicuos seguidores, también
aristotélico, Gil de Roma vuelve a las andadas al
sustraer de nuevo a la mujer su alma y afirmar que la mujer es deficitaria o carente de alma: “el alma sigue la complexión del cuerpo”. Y “las
mujeres tienen un cuerpo blando e inestable”[3].
Sin embargo, a
pesar de todos esos infundios relativos a la deficiente inteligencia de las
mujeres, éstas no cejaban en querer saber, en su deseo de acopiar
conocimientos. Silvia Federici, en su ya clásico ensayo Caliban y la bruja[4], ha probado cómo a finales del siglo
XV, en Europa, las mujeres poseían todo un corpus de conocimientos que
resultaban sospechosos y peligrosos en extremo para los varones. ¿Qué perseguían las mujeres, en realidad, cuando perseguían la
sabiduría? Podemos preguntarnos, con García Estébanez. Los expertos tratadistas
de la época se apresuraban a desvirtuar ese natural y legítimo deseo de saber de las mujeres, alegando
que los conocimientos que pretendían eran ilícitos, pues se referían a la magia
y otras artes de este tipo de las que quería servirse para cumplir sus
ambiciones y adivinar el futuro, por eso se las entendió con el diablo para que
le proporcionara esos saberes. El conocimiento que recogían las artes mágicas
de la mujer en sus pócimas y conjuros, etc., era, en su opinión, esencialmente
el conocimiento de plantas y otros recursos de naturaleza medicinal, al que las
mujeres recurrían para aliviar y curar enfermedades específicas, y que al
transmitírselo unas a otras a lo largo de los siglos y acumularse, llegó a
constituir un recetario de probada eficacia. Los autores del
Martillo de brujas (1486) nos ponen
sobre la pista de por qué estas curanderas y parteras se erigían con su saber
en adversarias del plan divino de la creación y suponían un peligro auténtico
para la vida: conocían propiedades
específicas de las plantas de índole afrodisíaco, venenoso o abortivo,
lo que se prestaba a descalificar globalmente esos conocimientos. “Va más gente”,
se quejan con amargura Sprenger y
Kramer, “a la casa de estas brujas a pedir la salud que a los santuarios de la
Virgen”[5].
Persistió
sin embargo el prejuicio antifemenino. En 1595, a finales del
Renacimiento, se publicaba en
Alemania, y de manera anónima, con el título de Nueva disputa contra las mujeres, en la que se prueba que no son seres
humanos un tratado, en el que como su título indica, se negaba la humanidad
de las mujeres, y contra el que inmediatamente reaccionó Simon Gedicke
publicando otro En defensa de las mujeres,
de 1595, en el que se le restituía[6].
Ello no afectaba para nada al hecho de seguir
manteniendo su inferioridad intelectual como consecuencia directa de su
evidente deficiencia físico-corporal. Para Jean Bodin, por ejemplo, también en
el siglo XVI, “las cabezas de los
hombres son mucho más gruesas y en consecuencia tienen más cerebro y prudencia
que las mujeres” (De la démonomanie des sorcieres, París, 1594). (Cont.)
TOMÁS MORENO
[1] “Memores esse debent foemina infirmitatis suae et sexos imbecillitatis”).
Citado en Catherine Capelle Thomas d’Aquin féministe?, París, Vrin,
1982, p. 43.
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, 2 vols., BAC (2ª Edición), Madrid, 1968. Por
eso cabe la posibilidad de verter el término latino “virtus” (de “vir”= varón) con los vocablos virtud, fuerza o,
sencillamente, virilidad, pues ya en tiempo de los romanos la virtud tenía su
origen conceptual en la fortaleza viril. Existen buenas razones para pensar que
la primera nobleza que emergió entre los hombres, que reservó un privilegio a
unos sobre otros, a los varones sobre las mujeres, y a los varones de Iglesia
sobre las mujeres de Iglesia, fue aquella con la que los más fuertes se
asentaron como señores de los más débiles, granjeándose así fuerza y honor. De
ese modo, la fuerza y la valentía (virtus)
masculinas en la guerra se convirtieron en sinónimo de virtud.
[3] M. Le Bras-Chopard, El zoo de los filósofos, op. cit., pp. 238-240.
[4] Silvia Federici, Calibán
y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de
sueños, Madrid, 2010.
[5] Citado en E. García Estébanez, Contra Eva, pp.47-51 y 22 y 31 passim.
[6] Concha Roldán, “Mujer y Razón
práctica en la Ilustración Alemana”,
en A. H. Puleo (Ed.) El reto de la
igualdad. Nuevas perspectivas en ética y filosofía política, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2008, pp. 228 y ss.
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