Para la sección, Narrativa, del blog Ancile, traemos otro relato de nuestro
querido amigo y narrador espléndido Pastor Aguiar, y bajo el título: Y el
primero fue el último.
Y EL PRIMERO FUE EL ÚLTIMO
Como el trabajo decayó en el laboratorio de sueño,
decidí conseguirme una noche extra en otro lugar. Sinencio me ayudó gracias a
sus relaciones con los pulmonólogos.
_ Te resolví el problema, salvaje. Mañana a las diez
preséntate en esta dirección y dile a la jefa Marina que eres el técnico de
quien le hablé. Pórtate bien, que te puse por los cielos_ Me aseguró Sinencio.
El lugar era una casona rodeada de parqueos y árboles,
a unos escasos cinco kilómetros del hospital donde tenía mis cuatro noches
programadas.
En una hora completé los formularios y Marina me
asignó los miércoles. Debía firmar el libro de entrada a las siete PM. El
estudio durarías hasta las cinco de la madrugada, así que con buena suerte a
las seis estaría iniciando el regreso a casa.
El miércoles llegué a las cinco y media, dejé el auto
debajo de un enorme flamboyán y me puse a revisar los datos de mi primer
paciente. Se trataba de un hombre de sesenta y dos años y 340 libras de peso,
para colmo bipolar.
La puerta de entrada del laboratorio daba paso a un
saloncito con par de butacas y un televisor. Después una especie de escritorio
con los papeles, el teléfono y otros equipos de oficina. Detrás un pasillo
rumbo al cuarto. En realidad eran dos cuartos, uno frente al otro y numerados.
Pero aquella vez usaría el primero, así que fui a revisarlo. La cama era bien
grande, con el baño cerca de la
cabecera, apenas a tres pasos. Por el ángulo
opuesto una mesita baja sobre la cual reposaba la máquina del CPAP, que en caso
necesario se conectaba al paciente para suministrarle aire a presión positiva
constante.
Al pie de la cama descubrí una mesa rectangular
custodiada por un porta sueros del que colgaba la caja con los sensores que
debía colocarle al paciente para grabar su sueño.
Regresé al salón justo cuando escuché el timbre.
_ Adelante, caballero; yo soy el técnico.
_ Atanasio Higinio de Rodríguez, para servirle a usted
y a todos los santos.
Era un anciano sin un pelo en la cabeza y de volúmenes
desmesurados, sobre todo el abdomen que lo precedía tipo montaña que temblaba
peligrosamente con cada paso. Su expresión era alegre, en fase eufórica según
mi primera impresión.
_ Siéntese en cualquiera de las butacas, que voy a
tomarle unos datos. ¿No lleva equipaje?
_ Para dormir no hace falta, me quedo con esta misma
ropa. Afuera dejé mi silla eléctrica junto a la pared, atada a un tubo, porque
soy discapacitado, no puedo caminar más de quince o veinte metros sin que me
desmaye. Antes de salir tomé todos los medicamentos. Y hablando de tomar, ¿no
tiene un traguito de aguardiente por ahí?
_ Eso sí que no lo tenemos, Atanasio…
_ Es que si no me doy par de buches antes de ir a la
cama me desvelo, ya sabe, y el médico me lo recomienda para la circulación. Ah,
y cuando diga mi nombre, no olvide Higinio de Rodríguez, que eso me
tranquiliza.
En media hora los papeles estuvieron listos, aunque
incompletos, porque él olvidó la mayoría de las enfermedades y medicamentos;
menos trabajo para mí.
_ Déjeme acompañarlo a su cuarto, allí le iré
colocando una serie de sensores para que el médico pueda ver cada detalle de su
sueño.
_ ¿Y va a enterarse de lo que sueño?
_ No, no se preocupe, por suerte la ciencia no ha
llegado a ese punto. Si sueña con algún número para jugar la lotería me lo
puede confesar por la mañana.
_ Ja ja, ésa es buena doctor, muy buena. ¡Ojalá!
_ Bueno, no soy el doctor, solo técnico en
polisomnografía.
_ Como le dé la gana. Pare de hablar y haga lo que
tenga que hacer, que aquí hay un hombre.
Me sorprendió su brusquedad, aunque seguía mostrando
aquella sonrisita juguetona.
No pude quejarme, Atanasio ni chistó durante los
treinta minutos que me tomó la preparación. Después lo ayudé hasta su cama y
quedó allí boca arriba con el televisor a todo volumen.
Hice las calibraciones en la computadora que estaba en
un pequeño recinto al otro lado de la pared de su cuarto. A tal altura
comenzaron a llegarme sus ronquidos por el altavoz.
Alrededor de las tres de la madrugada un sopor
irresistible me invadió, el cansancio de tantos desvelos, la hora misma.
Coloqué los zapatos sobre el borde de la mesita y me estiré hacia atrás en la
silla. Si el hombre llamaba me despertaría. Y así fue, a las cinco y media su
vozarrón me hizo caer a la larga con la silla encima.
_ ¡Necesito ayuda, coño, corra que me meo!
A duras penas salí del enredo y casi a gatas llegué al
lado de Atanasio que ya se había arrancado tres o cuatro sensores tratando de
incorporarse.
_ Espere un segundo, que lo ayudo. Ya pasaron las
cinco. Cuando regrese del baño le quito el resto de los alambres.
_ ¡Te he estado dando gritos como una hora, cabrón!
¿Por dónde andabas?
_ Toca la casualidad que había ido al inodoro, mi
próstata no vale un centavo. Discúlpeme.
_ Bueno, mientras no hayas estado haciéndote pajas,
bandolero, porque de lo contrario habrás meado el océano pacífico. Ah, mientras
voy a lo mío, hazme el favor de traer mi carro eléctrico hasta el salón, pásalo
por la puerta. Aquí tienes la llave.
Salí al patio y vi el vehículo cerca de la entrada,
era una de esas sillas de motor que ya había visto hasta en los mercados dando
vueltas. Yo estaba medio aletargado aún, y jamás había conducido uno de
aquellos equipos.
Me senté lo mejor que pude sobre el amplio cojín y
arranqué el motor que apenas hacía ruido. Desenganché lo que supuse la palanca
y la cosa salió a millón hacia delante. Lo que no tuve en cuenta fue que la
silla estaba enganchada con cadena de una argolla empotrada en la pared,
imagina, primero el rugido de la maquinaria, después el trozo de concreto
desprendido y yo a tremenda velocidad rumbo a la avenida cercana. Lo único que
atiné fue hacer un giro y enfilar hacia la puerta del laboratorio, que por
suerte había dejado de par en par.
Entré al salón con los ojos cerrados, como bola por
tronera. Por puro instinto conduje hasta el cuarto y me llevé la puerta en
claro, viniendo a estrellarme contra la cama para caer a la larga sobre la
barriga de Atanasio, que increíblemente se moría de risa.
Así fue mi primera y última jornada en aquel
laboratorio.
Pastor Aguiar
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