Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, traemos nueva entrada. Lleva por título: Ilustración y moralidad femenina, del profesor y filósofo Tomás Moreno.
ILUSTRACIÓN Y
MORALIDAD FEMENINA
Este cliché de la inferioridad moral femenina y del peligro moral
que significa como tentadora y como incitadora al pecado, se mantendrá
invariable a lo largo del Renacimiento, de la Contrarreforma y del Barroco
hasta llegar al siglo de las Luces. La Ilustración ofrecía a todos los seres
dotados de la luz de la razón, a todos los hombres (varones y mujeres) una
esperanza cierta y anhelada de liberación de la ignorancia y de superación del
oscurantismo al que prejuicios y creencias irracionales los habían esclavizado
durante interminables siglos. Al finalizar la Ilustración las mujeres habían
logrado iniciar el largo y proceloso camino de su emancipación. Al margen de
esa revolución cultural no habría sido posible transitar esa esperanzada ruta:
“Fuera de la Ilustración –escribe Cristina Molina Petit- no hay más que el
llanto y crujir de dientes”[1].
Y todo ello se produjo a pesar de que la Ilustración no cumplió “sus promesas
(universalizadoras y emancipatorias)” y la mujer quedó al principio de la misma
“fuera de ella como aquel sector que las luces no quieren iluminar”[2].
Como nos recuerda Celia Amorós[3]
hubo, por consiguiente, “otra Ilustración”, no dirigida hegemónicamente
por varones sino protagonizada por
mujeres, pensadoras y teóricas políticas como Olympe de Gouges, Theroigne de
Mericourt, Madame Lambert, Madame d’Epinay y por algún varón pro feminista como
D’Alembert o Condorcet, entre otros[4].
J. J. Rousseau fue sin duda el adalid
más característico de ese movimiento cultural que anunciaba las Luces, y el
introductor, en ese contexto prerrevolucionario, de la ideología de la domesticidad burguesa que se impondría como
hegemónica y dominante durante toda la modernidad a través del estereotipo de
la Mujer-Madre, encerrada en el
reducto familiar y hogareño. Para Rousseau la mujer es el ser de la pasión,
de la imaginación, no del concepto.
La mujer parece, en su opinión, haber quedado en su evolución intelectual
fijada en la etapa de la imaginación.
Pero no se refiere a esa imaginación
que contribuye genéticamente al conocimiento, sino a esa otra que, siempre
engañosa, nos hace tomar los deseos por realidades, la que nos lleva sin cesar
al extravío y hace surgir los fantasmas, los monstruos de la razón, que diría
ilustraría, un poco más tarde, Goya en un célebre grabado.
Dueña
del error y de la falsedad, la imaginación está marcada por el sello de la
infancia. Ésa es la razón por la cual la fijación del espíritu femenino al
estadio imaginativo explica que se mantenga siempre niña, frágil,
incontrolable, infantilizada. Según Rousseau, la mujer está por todo ello
permanente y perpetuamente anclada en el
estadio de la infancia, incapaz de
ver nada que esté fuera del mundo cerrado de la vida doméstica, que la
naturaleza -¡no la sociedad!- les ha dejado en herencia. Aparte de la relativa
a sus deberes (que, en realidad, conoce por intuición), la única ciencia que
debe conocer es la que, sobre la base del sentimiento, tiene por objeto a los
hombres que la rodean, y, sobre todo, a su esposo.
Por
lo que se refiere a su educación moral y religiosa Rousseau, considera que la
moral femenina -centrada en la castidad, la obediencia, la paciencia y la
resignación- se corresponde con una religiosidad incluida también en las
estructuras del principio de la subordinación femenina. Mientras que para la
formación religiosa del joven Emilio (en el libro III, del que Sofía está
ausente) fue necesaria la larga Profesión
de fe del Vicario
saboyano, que se considera que eleva el alma de Emilio al conocimiento intuitivo
del autor supremo de la naturaleza, Dios justo y bueno, garantía del orden del
mundo y de las virtudes humanas, Sofía no tiene derecho a este discurso
racional. Tendrá que contentarse, en el libro V, con un catecismo elemental
hecho de preguntas que formula su ama de llaves y de respuestas que se reducen
a unas pocas palabras.
Este
catecismo enseña, sin duda, rudimentos muy útiles para la vida: es suficiente
con unas pocas preguntas, encaminadas a demostrar que todo el mundo nace, crece, envejece y muere, para prepararla a la
auténtica y verdadera educación religiosa, que consiste en enseñarle las pocas
cosa fundamentales en las que se debe creer y, sobre todo, en darle a conocer
los principios de la moral.
No hace falta mucho más, porque la religión de una
mujer es la del padre o la del marido: “Por el mismo hecho de que la conducta
de la mujer está sujeta a la opinión pública, su fe religiosa está sujeta a la
autoridad”[5].
Kant, por su parte, situaba a las mujeres en un estadio pre-moral. El filósofo de Königsberg
dejó a la mitad de la humanidad (la femenina) al margen de lo que constituye
los dos pilares fundamentales de su ética: la universalidad y la autonomía,
considerando a las mujeres incapaces de actuar por principios, y distinguiendo
entre un estatuto ético para varones –o ética
racional de principios- y otro pre-ético para mujeres –o estética del bien. Para el filósofo de
Königsberg el principio de la moral masculina es la virtud y el de la femenina la belleza
y entre las cualidades morales sólo la verdadera virtud es sublime. El bello
sexo “elige el bien por su belleza”, mientras que género masculino lo hace “por
su nobleza”: “La virtud de la mujer es
una virtud bella, en tanto que la del género masculino debe ser una virtud
noble. Evitarán el mal no por injusto, sino por feo, y actos virtuosos son para
ellas los moralmente bellos” (OBS,
II, 231).
Para
concluir, Kant considera que sólo los varones podían tener virtudes auténticas, mientras que las de las
mujeres eran adoptadas. La inmadurez
moral de las mujeres es para Kant algo incuestionable: “Me parece difícil que
el bello sexo sea capaz de principios, y espero no ofender con esto; también
son extremadamente raros en el masculino” (OBS,
ídem). En definitiva, Kant excluye a las mujeres del ámbito ético, niega su
actuación por el deber y las convierte en una “bella” irracionalidad, cuya
única vía de participación en los elevados fines de la humanidad emancipada por
la razón, pasa por su sometimiento al entendimiento y a la virtud sublime del
sexo masculino[6].
(Cont.).
TOMÁS MORENO
[1] Cristina Molina Petit, Dialéctica
feminista de la Ilustración, Anthropos, Barcelona, 1994
[2]
Ibid.
[3]
“El legado de la Ilustración: de las iguales a las idénticas”, en Alicia H.
Puleo (Ed), El reto de la igualdad de
género. Nuevas perspectivas en ética y filosofía política, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2008, pp. 45-46 y ss.
[4]
Cf. Alicia H. Puleo, La Ilustración
olvidada, la polémica de los sexos en
el siglo XVIII, Anthropos, Madrid, 1993. Reúne esta antología escritos de
filósofos, literatos y escritores de ambos sexos y de orientación feminista más
o menos explícita y, por contraste, algunos autores antifeministas cuyos
escritos esbozan el nuevo paradigma patriarcal que va a imponerse con J. J.
Rousseau –ideología de la domesticidad burguesa- que terminará imponiéndose con
la figura de J. J. Rousseau y su estereotipo de la Mujer-Madre encerrada en el ámbito hogareño y familiar.
[5] La incapacidad para razonar como
el hombre se traduce, pues, –entre otros rasgos- en la imposibilidad de las
mujeres para comprender “razones” para creer en materia religiosa. Éste es el
motivo por el cual la hija debe seguir y tener la religión de su madre, y toda
mujer la de su marido. Incapaces de juzgar por sí mismas, deben aceptar la
decisión de los padres y de los maridos como de la Iglesia. La autoridad, no la
razón, que ha llevado a Emilio a admirar en la naturaleza la obra del Ser
supremo, es lo que regula la religión de las mujeres. Igual que en otros
aspectos, también en materia de religión las mujeres están sometidas a la
autoridad de los padres y de los maridos, así como a la de los hombres de
Iglesia (Cf. Amelia Valcárcel, “La memoria colectiva y los retos del
feminismo”, en Amelia Valcárcel, Mª Dolores Renal, Rosalía Romero (eds.), Los desafíos del feminismo ante el siglo XXI,
Hypatia, Instituto Andaluz de la Mujer, Sevilla, 2000, p. 021. Cf. también Rosa Cobo, Fundamentos del Patriarcado Moderno: J. J. Rousseau, Cátedra,
Madrid, 1995.
[6] Cf. Luisa Posada Kubissa, “Cuando la razón práctica
no es tan pura. (Aportaciones e implicaciones de la hermenéutica feminista
alemana actual a propósito de Kant)”, Isegoría,
6, 1992, p. 21.
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