Siguiendo con la temática de la misoginia, traemos una nueva entrada del profesor y filósofo Tomás Moreno para la sección, Microensayos, del blog Ancile; esta vez bajo el título La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad.
LA “FIERECILLA DOMADA”
EN LOS PRÓDROMOS DE LA
MODERNIDAD
Silvia
Federici[1] ha investigado magistralmente la emergencia de ese estereotipo en la época
de transición del feudalismo al capitalismo mercantil. Nos permitimos a
continuación seguir el desarrollo de su interesantísima reflexión al respecto en
un apretado resumen. El proceso de devaluación del trabajo y de la condición
social de las mujeres a lo largo de los siglos XVI y XVII en Francia y Alemania,
comportó, sobre todo, una pérdida significativa de las mujeres en todas las
áreas de la vida social, económica, política y jurídica y al mismo tiempo
significó el inicio de un proceso de insubordinación y rebeldía por parte de
ellas. No hay que sorprenderse, entonces, de que tal insubordinación de las
mujeres y los métodos utilizados por los varones para poder “domesticarlas” se
encontrasen entre los principales temas de la literatura y de la política
social de la “transición”.
La
nueva división social del trabajo y la consiguiente redefinición ideológica de
las relaciones entre hombres y mujeres en la transición al capitalismo, reconfiguraron, efectivamente, las relaciones de
género como puede constatarse a partir del amplio debate o “querelle” que tuvo
lugar en la literatura culta y popular acerca de la naturaleza de las virtudes
y los vicios femeninos. Conocida desde muy pronto como la querelle des femmes, ésta mostró cómo las viejas normas estaban
cambiando y el público estaba cayendo en la cuenta de que los elementos básicos
de la política sexual estaban siendo reconstruidos.
Dos
tendencias podían identificarse dentro de este conflicto teórico. Por un lado,
se construyeron nuevos cánones culturales que maximizaban las diferencias entre
las mujeres y los hombres, siempre a favor de los hombres. Por el otro, se
estableció que las mujeres eran inherentemente inferiores a los hombres
-excesivamente emocionales y lujuriosas, incapaces de manejarse a sí
mismas- y tenían, en consecuencia, que
ser puestas bajo control masculino. Las mujeres fueron acusadas de ser poco
razonables, vanidosas, salvajes, despilfarradoras. La lengua femenina, era especialmente culpable, considerada como un instrumento de insubordinación. Pero la
villana principal era la esposa desobediente, que junto con la “regañona”, la
“bruja”, y la “puta” era el blanco favorito de dramaturgos, escritores
populares y moralistas. Desde el púlpito o desde los escritos de humanistas,
reformadores y católicos de la Contrarreforma, todos cooperaron en vilipendiar
a las mujeres, siempre de forma constante y obsesiva.
Como
ha recordado S. Federici el castigo
de la insubordinación femenina a la autoridad patriarcal fue evocado y
celebrado en incontables obras de teatro y tratados breves[2].
La literatura inglesa de los periodos isabelino y jacobino se dio un festín con
estos temas. En este sentido, La
fierecilla domada (Taming of the Shrew 1592) de William Shakespeare era un manifiesto
de la época. Marta Cerezo nos
ofrece, en una sugestiva investigación, el fragmento más conocido y ampliamente
debatido de esta obra, que sintetiza magistralmente la historia de la guerra entre sexos que nos cuenta
Shakespeare en su comedia. Es el que contiene el mensaje final que Katherina,
la fierecilla, ya domada, transmite al final de la obra a su hermana Bianca y a
la mujer de Hortensio:
Kath.-“Tu esposo es tu señor, tu
vida, tu guardián, tu cabeza, tu soberano. Uno que se ocupa de ti, y por tu
subsistencia somete su cuerpo a penosos trabajos por tierra y por mar; se
expone de noche a las tempestades, de día a los rigores del frío, mientras que
tú, en tu casa, duermes abrigada, segura y sin temor, y te pide como tributo,
sólo tu amor, buena cara y verdadera obediencia; pago, en verdad, bien pequeño
para tan gran deuda. La misma sumisión que debe el vasallo al monarca, la debe
la mujer a su marido; y cuando es testaruda, caprichosa, cazurra y desabrida, y
no obedece a sus honestas órdenes ¿qué es sino una criatura rebelde y culpable,
traidora e indigna de perdón para con su señor que la ama? Me avergüenza que
las mujeres sean tan simples que declaren la guerra, cuando deberían pedir paz
de rodillas; y que aspiren al mundo, a la supremacía y al imperio, cuando
deberían servir, amar y obedecer”[3].
Desgraciadamente,
concluye Marta Cerezo, “el mensaje final de Katherina ha traspasado fronteras y
perdurado durante más de cuatro siglos hasta hacer necesaria su crítica en
discursos sociales y políticos del siglo XXI. Es un claro antecedente de la
ideología misógina que sustenta la violencia de género de todos los tiempos y
de la actualidad” y que incluso se refleja y perdura en muchos clásicos del
cine de nuestro tiempo. Otra obra típica del género es Lástima que sea una puta (1633), de John Ford, que termina con el
asesinato, la ejecución y el homicidio aleccionadores de tres de las cuatro
protagonistas femeninas[4].
Mientras tanto, se introdujeron nuevas leyes y nuevas formas de tortura dirigidas a controlar el comportamiento de
las mujeres dentro y fuera de la casa, lo que confirma que la denigración
literaria de las mujeres expresaba un proyecto político preciso que apuntaba a
dejarlas sin autonomía ni poder social, en la Europa de la Edad de la Razón.
Como escribe Silvia Federici[5]:
A las mujeres acusadas de
“regañonas” se les ponían bozales como a los perros y eran paseadas por las
calles; las prostitutas eran azotadas o enjauladas y sometidas a simulacros de
ahogamientos, mientras se instauraba la pena de muerte para las mujeres
condenadas por adulterio. No es exagerado decir que las mujeres fueron tratadas
con la misma hostilidad y sentido de distanciamiento que se concedía a los
“salvajes indios” en la literatura que se produjo después de la conquista. El
paralelismo no es casual. En ambos casos la denigración literaria y cultural estaba
al servicio de un proyecto de expropiación. Como veremos, la demonización de
los aborígenes americanos sirvió para justificar su esclavización y el saqueo
de sus recursos. En Europa, el ataque librado contra las mujeres justificaba la
apropiación de su trabajo por parte de los hombres y la criminalización de su
control sobre la reproducción. Siempre, el precio de la resistencia era el
exterminio.
Ninguna
de las tácticas desplegadas contra las mujeres europeas y los súbditos
coloniales, considera Silvia Federici, habría podido tener éxito si no hubieran
estado apoyadas por una campaña de terror. En el caso de las mujeres europeas,
la caza de brujas jugó el papel principal en la construcción de su nueva
función social y en la degradación de su propia identidad cívica, pues destruyó
todo un mundo de prácticas femeninas, relaciones colectivas y sistemas de
conocimiento que habían sido la base del poder de las mujeres en la Europa
precapitalista. A partir de esa derrota de las mujeres europeas a finales del
XVIII surgió, como apunta Silvia Federici, un nuevo modelo de feminidad: la
mujer y esposa ideal –casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y
siempre ocupada con sus tareas. La
imagen de la feminidad construida en la “transición” fue descartada como una
herramienta innecesaria y una nueva, domesticada imagen de mujer, ocupó su
lugar:
Mientras que en la época de la
caza de brujas las mujeres habían sido retratadas como seres salvajes,
mentalmente débiles, de apetitos inestables, rebeldes, insubordinadas,
incapaces de controlarse a sí mismas, a finales del XVIII el canon se había
revertido. Las mujeres eran ahora retratadas como seres pasivos, asexuados, más
obedientes y moralmente mejores que los hombres, capaces de ejercer una influencia
positiva sobre ellos[6].
Pero
para qué seguir con más testimonios, volvamos al tema de la taciturnidad
impuesta, a veces con violencia –como acabamos de ver- a las mujeres. Durante
milenios, nos recuerda Le Bras-Chopard,
las mujeres se han visto privadas de la
palabra, lo más propio del ser humano. Cuando comienzan a tomarla –hecho
bastante reciente- o no se las escucha o, cuando se las escucha, comienzan a
dar miedo y hay que cerrarles el pico. Los revolucionarios franceses se olieron
el peligro que comportaba no ya la calidez y dulzura de la voz femenina sino
el uso libre de la palabra por parte
de ellas, así como su libertad de expresión y de participación en el mundo de
la cultura y en 1793 decidieron prohibir, mediante decreto, los clubes y
sociedades de mujeres. “Pero como éstas se pusieron a charlar de nuevo, en el
siglo XIX el discurso de los hombres, frente a aquellas que estaban invadiendo
su humanidad […], se endureció hasta llegar a la caricatura. Es imperativo
recordarles su naturaleza y reforzar los barrotes de sus jaulas”[7].
Durante
todo ese tiempo la prohibición de la palabra femenina y su coactiva sofocación estuvo
indisolublemente y estrechamente vinculada –como hemos tratado de exponer en
este apartado- a la prohibición de educarse y ser instruida como los varones.
Privadas de la palabra, la conculcación de sus derechos ciudadanos estaba
asegurada. Pero también las mujeres superaron esa gran dificultad y lograron
finalmente “tomar la palabra”. El texto que a continuación transcribimos
-aunque extenso, merece la pena conocerlo- nos ilustra cumplidamente de esta
hazaña:
De la
lectura a la escritura va un gran paso, el mismo que hay entre escuchar y
hablar. Tanto la que escucha como la que lee recibe información, mientras que
quien habla o escribe se convierte en emisor/a de informaciones, toma la
palabra. A las mujeres nunca se les permitió reconocerla. El silencio, como
dictaba la tradición, se presentaba como su mejor atributo. […] Leer no se
entendió, para ellas, como un instrumento de acceso al conocimiento, al saber,
sino solo a aquellas obras que le orientaran mejor el juicio moral, que le
dirigieran mejor hacia el camino de la virtud. La escuela primaria enseñaba a
las niñas que podían reproducir las palabras de otros, las que le vienen dadas,
pero no generar y difundir pensamiento propio[8].
¿Por qué si no -se pregunta Marie
Claire Hook-Demarle- fue tan difícil aceptar a las mujeres como escritoras?
El deseo de expresión escrita de las mujeres se canalizó, por ello, hacia
cartas y diarios, literatura de lo íntimo, todo quedaba en privado[9].
TOMÁS MORENO
[2] Señalemos a este respecto, la opinión que Maquiavelo, tenía del trato
debido a las mujeres en su época, cuando escribe: “Vale más ser impetuoso que
precavido, porque la fortuna es mujer
y es necesario, si se quiere tenerla
sumisa, castigarla y golpearla. Y se ve que se deja someter antes por éstos
que por quienes proceden fríamente. Por eso siempre es, como mujer, amiga de
los jóvenes, porque éstos son menos precavidos y sin tantos miramientos, más
fieros y la dominan con más audacia” (capítulo XXV, titulado “Cuanto dominio
tiene la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo podemos resistirla”. (N.
Maquiavelo, El Príncipe, tr. Miguel
Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid, 1991, p. 120).
[3] Citado en Marta Cerezo Moreno, “El canon literario y
sus efectos sobre la construcción cultural de la violencia de género: los casos
de Chaucer y Shakespeare”, en Ángeles de la Concha (coord.) El sustrato cultural de la violencia de
géneroo, Editorial Síntesis, Madrid, 2010, p. 22.
[4] Otras obras clásicas que
trataban el disciplinamiento de las mujeres son Arraignment of Lewed, Idle, Forward, Inconstant Women (1615) (La comparecencia de mujeres indecentes,
ociosas, descaradas e inconstantes), de John Swetnam, y The Parliament of Women (1646), una
sátira dirigida fundamentalmente contra las mujeres de clase media, que las
retrata muy atareadas creando leyes para ganarse la supremacía sobre sus
maridos. Vid. Silvia Federici, Caliban y
la bruja, op. cit., p. 155.
[6] Y continúa: “No obstante, su irracionalidad podía ahora ser
valorizada, como cayó en la cuenta el filósofo holandés Pierre Bayle en su Dictionaire historique et critique
(1740), en el que elogió el poder del “instinto materno”, sosteniendo que debía
ser visto como un mecanismo providencial, que aseguraba, a pesar de las
desventajas del parto y la crianza de los niños, que las mujeres continuasen
reproduciéndose” (Ibid, p. 157).
[8] Pilar
Ballarín, Margarita M. Birriel y Teresa Ortiz, Las mujeres y la historia de Europa, Xantippa, http: // hesinki.fi / science / Xantipa / wes / wes 21.
Html, Universidad de Granada, Agosto de 2010, p. 28.Vid. también Pilar Ballarín
“De leer a escribir: instrucción y liberación de las mujeres” en María del Mar
Graña (Ed.), Las sabias mujeres:
educación, saber y autoría (siglos III-XVII), Laya, Madrid, 1994, pp.
17-32.
[9]
Marie-Claire Hook-Demarle, “Leer y escribir en Alemania”, en Georges Duby y
Michelle Perrot, (Dirs.), Historia de las
Mujeres. El siglo XIX, Taurus,
tomo IV, Madrid, 1993, pp. 159-182. Y como alternativa, muchas de ellas –más de una veintena- tuvieron que
ocultar su verdadero nombre bajo un seudónimo de varón para ser aceptadas:
Aurora Dupin, el de George Sand; Mary
Anne Evans, el de Georg Eliot;
Cecilia Böhl de Faber, el de Fernán
Caballero; Caterina Albert, el de Víctor
Catalá, Karen Blixen, el de Isak
Denissen, etc.
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