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jueves, 25 de octubre de 2018

EL AMOR SACRIFICIAL Y LA ABNEGACIÓN DE LAS MUJERES

Cerramos el ciclo dedicado a la misoginia con el trabajo que lleva por título: El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, del profesor y filósofo Tomás Moreno, para la sección, Microensayos, del blog Ancile.

El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, Tomás Moreno



EL AMOR SACRIFICIAL 

Y LA ABNEGACIÓN DE LAS MUJERES



El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, Tomás Moreno


 Íntimamente vinculado al estereotipo de la domesticidad femenina y al papel de sumisión y obediencia al varón por parte de la mujer en el hogar, encontramos el de su amor, abnegación y entrega incondicionada a los demás miembros del mismo. En efecto, “el estereotipo femenino más acariciado por la ideología patriarcal”, escribe García Estébanez, “el de que la naturaleza de la mujer consistía en el servicio y sacrificio por los demás, la obligó a mostrarse generosa y altruista; de ahí cundió la especie, difundida por la espiritualidad cristiana, de que a la mujer le gustaba este desprendimiento y entrega al bienestar de los otros[1].
            Esta ideología, del altruismo y de la abnegación femeninas, que alcanzó su momento estelar y enfermizo con la concepción burguesa de la mujer como el ángel de la casa, tratará de desmitificarla Susanne Kappeler, en términos muy claros: las mujeres en el patriarcado, afirma, no han sido desprendidas, han sido explotadas como esclavas del amor esponsal y de la solicitud familiar; su altruismo era extorsionado; si las mujeres no hubieran sido altruistas se las hubiera considerado una monstruosidad y no hubieran podido vivir en el régimen del patriarcado; también los esclavos cooperaron al sostenimiento del Imperio romano construyendo sus puentes y sus calzadas, pero no lo hicieron por altruismo, sino forzados, para salvar sus vidas[2].
El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, Tomás Moreno
            Así, y  por sólo citar a unos pocos pensadores representativos de la época moderna, para Fichte, por ejemplo la dignidad de la mujer consiste en no tener voluntad propia: en someterse pasivamente al poder masculino. Su honor exige, pues, deshonor, su dignidad la total indignidad y su libertad clama la esclavitud voluntaria de la alcoba, su único reino:

La mujer se da al varón no por placer sexual, pues esto sería contrario a la razón, sino por amor; por amor se ofrece al varón y su existencia se pierde en la de éste […] amor autosacrificado al marido, sobre el que se basa toda su dignidad. Una mujer razonable y virtuosa sólo puede sentirse orgullosa de su marido y de sus hijos; pero no de sí misma, porque se olvida de sí misma en ellos (Fichte Moral, 142)[3].

            Ese amor sacrificial, como lo denomina el pensador alemán, hacia el marido, en el que basa la dignidad de la mujer, comporta un olvido de sí misma en él (y en los hijos, si los hubiere), es el que propugnara mucho antes Rousseau para su mujer ideal (educada para su completa dedicación al marido y los hijos, porque una vez agotada la tarea de la seducción y de la atracción física, sólo le quedan los deberes de naturaleza esencialmente hogareños, como corresponde a su ideología de la domesticidad) y el  que Kant atribuyera al rol doméstico y familiar de la mujer.
            El mismo que A. Comte exigía a la esposa ejemplar: la naturaleza exige que la esposa sirva de contrapeso al instinto sexual puramente egoísta del marido y, al mismo tiempo, que se somete a él, porque sólo bajo ese impulso se siente el hombre atraído por ella, sufre su atracción y sigue deseándola y amándola. El coniugio no tiene en la mujer otro sentido que la de ennoblecer la pasión grosera del varón con su pureza. Por otra parte, el que la mujer tenga su destino sustancial en la familia es algo que Comte no duda en lo más mínimo; por el contrario, es sobre lo que, precisamente, construye su “sana” teoría de la familia. Esta es el lugar acolchado, iluminado por la sonrisa y caldeado por la absoluta dedicación de la mujer, y en la cual, tanto para Fichte como para Comte,  el hombre olvida la “lucha y el trabajo en el mundo exterior”.
            Igualmente Kierkegaard y Nietzsche inciden en el rol de la mujer como “descanso del guerrero”. Kierkegaard, por ejemplo, al conectar la tradición patrística de un Clemente de Alejandría reduciendo el ser de la mujer a vivir para los demás, recuerda cómo el Esposo en las Palabras sobre el Matrimonio canta a la mujer: “¡Oh debilidad maravillosa! Ella ama al hombre a tal punto que desea que sea él mismo quien domine, y por lo mismo el parece tan fuerte y ella tan débil, porque ella gasta su fuerza en sostenerlo, la gasta como abnegación y sumisión […] y experimenta un placer invistiendo continuamente al hombre con la fuerza ostensible.”[4]. Para Kierkegaard la mujer en sí misma es nada; ontológicamente es dependiente de otro ser. “El destino profundo de la mujer es ser la compañera del hombre”[5].
El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, Tomás Moreno            ¿Cuál es la definición más adecuada del ser femenino?, se pregunta el filósofo danés, el mejor representante de la “misoginia galante y romántica”, para inmediatamente responder: “La de un ser que encuentra su finalidad en otro ser. La mujer es el ser que existe para otros seres”[6]. Y ello es así, porque la mujer es el “sueño del hombre”, el sueño de Adán, “materia informe sobre la que se ejerce individuación amorosa”[7]. Es la criatura de su creador, Pigmalión, “que hace emerger a su dama de lo informe femenino”. La mujer es, no solo funcionalmente sino ontológicamente, un ser para otro, “porque en sí todo lo que es femenino es extrínseco: un ser cuya finalidad está en otro ser, que no tiene vida propia, cuyo espíritu es vegetativo, contenido en los límites de la Naturaleza e incapaz de excederlos”[8].  Un ser para otro, entregada a otro, e incluso existente para otro y por otro, es un ser esencial, ontológicamente abnegado, abandonado, perdido, alienado de sí mismo. En La enfermedad mortal, Kierkegaard reiterará esa misma idea:

La esencia de la mujer es la entrega, el abandono; y no hay femineidad donde no haya eso. Es bastante curioso que nadie sea capaz de igualar en melindres a una mujer […] tan melindrosa que, a veces, llega a hacerse cruelmente delicada… y sin embargo, su esencia es la entrega, y lo maravilloso del caso es que todo lo aludido no es propiamente sino una expresión de que su esencia es la entrega. […] El abandono es lo único que la mujer tiene, y por esta razón la misma naturaleza se encarga de ser su defensora. […] En la entrega se ha perdido la mujer a sí misma y solamente así es feliz, solamente es ella misma; porque, desde luego, no tiene ni un adarme de femineidad la mujer que sea feliz sin el abandono, es decir, sin entregar su propio yo, por muchas que por otra parte sean las cosas que entregue[9].

            Para Schopenhauer, por su parte, no cabe ninguna duda de que la mujer es, debe ser un ser tutelado, ya que por naturaleza está destinada a la obediencia: “Prueba de ello [es] que la que está colocada en ese estado de independencia absoluta, contrario a su naturaleza, se enreda en seguida, no importa con qué hombre, por quien se deja dirigir y dominar, porque necesita un amo. Si es joven, toma un amante; si es vieja, un confesor” (AMM,  102).
            Nietzsche también participa de esta conceptualización sumisa y dependiente del ser femenino. Acostumbradas a la sumisión desean naturalmente servir al varón abnegadamente. Como señala A. Valcárcel, para el filósofo de Röcken “lo que las mujeres son se explica por lo que deben hacer. Y sirven a los varones, al estado, a la moral. Exageran su debilidad e implementan el instinto de rebaño. Sin embargo la verdadera moral comienza allí donde ese instinto gregario termina […]. Lo mejor que pueden hacer las mujeres es acomodarse a su función vicaria. Ser el reposo del guerrero para cumplir así el transfundirse en el hijo que la especie gravosamente les impone”[10]. Por eso mismo: “La felicidad del hombre se llama: yo quiero. La felicidad de la mujer se llama: él quiere” (AHZ, I, “De las mujeres viejas y jóvenes)[11].
            Y en términos similares se expresarán otros filósofos y pensadores del siglo XX, como Giovanni Gentile u Ortega y Gasset. El pensador italiano exaltará la figura de la mujer enfatizando, precisamente, su sumisa pasividad y domesticidad y su entrega al marido y al hijo. Su dignidad y grandeza residen enteramente en esto: “Ser confortadora del hombre, que siente la necesidad de retirarse de vez en cuando de la vida pública, política, científica o artística, y refugiarse en su intimidad, y reclina su cabeza en el dulce regazo de su mujer”[12]. Ortega y Gasset, por su parte, lo hará al decir que la persona de la mujer se cumple en su referencia al varón, tesis que mantiene enfrentándose a Simone de Beauvoir, para quien una persona que se define por referencia a otro, o dependencia de otro, no es una persona[13].
El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, Tomás Moreno            Así se pensaba hasta comienzos del siglo XX. No es extraño, en consecuencia, que Sigmund Freud y su discípula Helen Deutsch hablaran –sin más fundamento científico que seudo-argumentos y testimonios como los que hemos transcrito a lo largo de nuestro ensayo- no ya de la histeria como en sus obras iniciales de sus comienzos psicoanalíticos, sino del masoquismo primario como la característica primordial o esencial de lo femenino. La ideología de la abnegación y la entrega femenina no sería sino la expresión teórica de ese rasgo psicopatológico atribuido injustificadamente a la(s) mujer (es) por el paterfamilias de la secta psicoanalítica y secuaces. John Stuart Mill y Harriet Taylor denunciarán en La sujeción de la mujer esa “errónea doctrina inculcada a la mujer de que ha nacido para la abnegación y de que su vida está al servicio de alguna causa externa a ella misma”[14]. La dedicación a un ideal, aunque ahora se trate de la emancipación femenina, se vive con el espíritu de sacrificio y entrega propios de una abnegada mujer tradicional.
            Como anteriormente hemos ido viendo, en el imaginario del hombre  las mujeres pasaron, sin transición, del estatuto de animal al  de Sacerdotisa y Encarnación de la Humanidad misma, por parte de Augusto Comte, cuyo culto podría realizarse vicariamente en el propio hogar. De hecho la Capilla de la Humanidad se alojaría en París en la casa de su amada Clotilde de Vaux, en la rue Payenne de Marais[15].  Ese ser, la mujer, que no hace tanto –apenas un par de siglos- se consideraba diabólico va a ser promocionado a finales del XIX en Dama[16], ángel o  diosa del hogar –como proclamaran y postularan pensadores tan heterogéneos como el pensador luterano cristiano de la angustia Kierkegaard, el anarquista P.J. Proudhon, el socialista utópico Etienne Cabet o, el ya aludido, Augusto Comte- recluyéndola de nuevo como antaño en el dulce hogar. Eso sí, ahora transformado en una jaula de oro[17].

TOMÁS MORENO



[1] E. García Estébanez, Contra Eva, op. cit., p. 111.
[2] Cf. Susanne Kappeler, The Will to Violence. The Politics of personal Behaviour, Cambridge, Polity Press, 1995, pp. 27 y 42. Citado por Emilio García Estébanez en Contra Eva, op. cit, p. 111.
[3] Citado en Juan Cruz, Sentido del curso histórico, op. cit., p. 209.
[4] Sören Kierkegaard, Los estadios eróticos inmediatos, Aguilar, 1967.
[5] Sören Kierkegaard, Diario de un seductor, op. cit., p. 47.
[6] Ibid, pp. 47 y 129.
[7] Kierkegaard utiliza bella y poéticamente muchas metáforas e imágenes de la Escritura para referirse a la dualidad hombre-mujer (Diario de un seductor, op. cit., p. 129).
[8] Amelia Valcárcel, “Misoginia romántica, Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche”, en A. Puleo (coord.), La filosofía desde un punto de vista no androcéntrico, Secretaría de Estado de Educación, 1993, pp. 19-20.
[9] Sören Kierkegaard, La enfermedad mortal, Sarpe, Madrid, 1984, en nota pp. 84-85.
[10] Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, Cátedra, Madrid, 1977, p. 336.
[11] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 1972, p. 107.
[12] G. Gentile, “La donna nella coscienza moderna”,  Sansoni, 1934, p. 17., citado en Rosa Manieri, Mujer y capital, Tribuna feminista, Debate, Madrid, 1978, pp. 38-39.
[13] J. Ortega y Gasset,  El hombre y la gente (I), El Arquero, Revista de Occidente, Madrid, 1970, pp. 179-180.
[14] John Stuart Mill y Harriet Taylor Mill, “La sujeción de la mujer”, op. cit., en Ensayos sobre la igualdad sexual. Ed. Península, Barcelona, 1973.
[15] Tras la muerte de Clotilde en 1846, Comte reorganizó su sistema filosófico anterior en una nueva religión secular positivista o Religión de la Humanidad, en cuyo calendario festivo figuraba el 6 de abril como el “día de Santa Clotilde”; también instituyó un día dedicado a “las mujeres santas”. Su nuevo culto religioso al Grand Être Supréme, comprendía todo un sistema completo de creencias, rituales y sacramentos, con su catecismo positivista y su liturgia propia, sus sacerdotes, su Sacerdotisa-Encarnación de la Humanidad (la Mujer) y su Pontífice (el propio Augusto Comte autoelegido para el cargo). Cf. André Therive, Clotilde de Vaux ou La déesse norte, Albin Michel, París, 1957.
[16] Para el tema de la idealización de la mujer en la misoginia romántica y su mitificación en forma de Dama del amor cortés, véase Celia Amorós, Sören Kierkegaard o la subjetividad del caballero, Anthropos, Barcelona, 1987.
[17] A. Le-Bras-Chopard, El zoo de los filósofos, op. cit., p. 253. Balzac resumió con cierto cinismo esa peculiar situación femenina: “La mujer es una esclava que hay que saber sentar en un trono”.



El amor sacrificial y la abnegación de las mujeres, Tomás Moreno

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