Del filósofo y profesor Tomás Moreno, traemos una nueva entrada para la sección, Microensayos, del blog Ancile, esta vez bajo el título de: El retorno a la ideología de la dosmesticidad en la misoginia romántica y sus secuelas.
EL RETORNO A LA IDEOLOGÍA
DE
LA DOMESTICIDAD EN LA MISOGINIA
ROMÁNTICA Y SUS SECUELAS
Desterradas de la ciudadanía y de
la vida pública, por los ilustrados y por
los revolucionarios franceses jacobinos, las mujeres sólo encontrarán su
lugar propio natural en el oikos: el
matrimonio y la familia bajo la tutela del padre o del marido. Asunto que supo
asumir y expresar con total contundencia y determinación la misoginia romántica
del siglo XIX, desde Fichte y Hegel hasta Schopenhauer, Kierkegaard o Nietzsche[1].
Para Fichte, por ejemplo, la dignidad de la mujer consistía en
no tener voluntad propia: en someterse pasivamente al poder masculino. Su honor
exige, pues, deshonor, su dignidad la total indignidad y su libertad clama la
esclavitud voluntaria de la alcoba, su único reino:
El marido
toma enteramente su puesto; […]; él se convierte en su tutor legítimo; él vive,
en todos los aspectos, la vida pública (öffentliches
Leben) de su mujer, y ella conserva
exclusivamente una vida privada (häusliches
Leben) (Fichte, Moral)[2].
En
virtud de esa sumisión matrimonial, la mujer se somete ilimitadamente a la voluntad
del marido, pero no por un motivo meramente jurídico, sino por un motivo moral,
por amor de su propia dignidad, hasta el punto de que incluso abandona su
personalidad, no perteneciéndose a sí misma sino a su marido y a su prole: “La
mujer se da al varón no por placer sexual, pues esto sería contrario a la
razón, sino por amor; por amor se ofrece al varón y su existencia se pierde en
la de éste”[3].
Para Hegel, por su
parte, el hombre poseía “su efectiva vida sustancial en el Estado, la ciencia
etc., y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo
mismo” mientras que en la familia encontraba “la mujer su determinación
sustancial y en la piedad su interior disposición ética”. En su interpretación
de Antígona, la heroína de Sófocles, tal como la expone en su Fenomenología del Espíritu[4],
elaboró Hegel esta figura de lo
femenino: Creonte, de acuerdo con Hegel, obedece la ley escrita decretada por
él mismo, hecha pública en la polis; Antígona, por el contrario, al enterrar a
su hermano Polinice transgrediendo esa ley, no hace sino someterse a la “ley de
las sombras”, a la ley ancestral de su pueblo, ley no escrita ni publicada pero
no por ello menos constrictiva. Constrictiva para Antígona, a la que Hegel le
hace encarnar “la esencia de lo femenino”[5].
Si
de la filosofía pasamos a la historia y
las ciencias sociales emergentes la conceptualización de la mujer no
varía sustancialmente. Jules Michelet (1798-1874,
el influyente historiador francés, asumirá, por ejemplo, en 1869, las
recomendaciones de sus precursores (sobre todo de Rousseau) oponiéndose a que
las mujeres se integrasen en el espacio público, por considerar que “a la mujer
la política le es generalmente poco accesible. Para ello, es necesario un
espíritu generador y muy macho” y ella sólo sirve para la administración, por
su sentido del orden (La femme, 1859)[6].
En un anterior tratado acerca del papel de la mujer en el hogar, trató de justificar,
seudocientíficamente, desde la naturaleza del cuerpo femenino su incapacidad para trabajar fuera del
hogar:
En
realidad, la mujer no puede trabajar largo tiempo ni de pie, ni sentada. Si
está siempre sentada, la sangre le sube, el pecho se irrita, el estómago se
congestiona y la cabeza se inyecta. Si se la tiene mucho tiempo de pie, como la
planchadora, como aquella que trabaja en una imprenta, padece de otros
accidentes sanguíneos. Ella puede trabajar mucho, pero variando su actitud,
como lo hace en el hogar, yendo y viniendo. Es necesario que ella tenga un
hogar, es necesario que ella sea casada (J. Michelet, Nuestros hijos, 1845).
Por
último, no faltan los tratadistas y expertos en ciencias sociales e ideólogos
como Pierre-Joseph Proudhon, que contribuyen a reforzar la visión
de la mujer “naturalmente” dotada para las labores domésticas y de crianza, por
lo tanto, “naturalmente” excluida de los derechos ciudadanos”. Por consiguiente, Proudhon propone que
la mujer se quede en casa, confinada en el hogar Cuando sale para asalariarse
con un patrón, se porta, según el pensador libertario, como una simple
prostituta: se convierte en una mujer pública que recibe dinero de un hombre
cuando debería permanecer como la “eterna mantenida” de su marido. Y en otro
texto de su célebre Filosofía de la
miseria añadirá: “Por mi parte, puedo decir que cuando más pienso en ello,
menos me explico el destino de la mujer fuera de la familia y del hogar.
Cortesana o ama de llaves (ama de llaves digo, y no criada), yo no veo
término
medio”[7].
No otra cosa preconizará Augusto Comte, para quien, como sostiene en su Discurso sobre el espíritu positivo, el
hombre debe alimentar a la mujer ya que “ésa es la ley natural de nuestra
especie en armonía con la existencia esencialmente doméstica del “sexo
afectivo”[8].
Esta
ideología de la domesticidad y de la subordinación de la mujer será mantenida a lo
largo del siglo XIX por todos los filósofos románticos, desde Nietzsche o Kierkegaard hasta
Weininger. Freud, se hace eco de la misma, en una famosa carta a su prometida Marta Bernays del 15-11-1883, al
comentar crítica y negativamente la opinión de John Stuart Mill sobre la cuestión de la emancipación femenina
(“que la mujer casada puede ganar tanto como el marido”). En ella le comenta
que estaba en desacuerdo con el pensador inglés -de quien
había traducido al alemán precisamente su ensayo Sobre la sujeción de la mujer- porque consideraba que la vocación
de las mujeres hacia la maternidad, “su natural destino”, el cuidado de la casa
y la educación de los hijos, reclamaban toda su actividad y les impedían
desempeñar cualquier profesión, y aunque admitía la necesidad de la educación
sexual, no estaba de acuerdo en absoluto con la plena igualdad de las mujeres
ni con su emancipación social. Las mujeres que buscan el éxito fuera de las
paredes domésticas no se dan cuenta de que pagan un precio elevadísimo por
ella: la pérdida de su feminidad:
Me parece
una idea muy poco realista la de enviar mujeres a la lucha por la existencia
como si fueran hombres. ¿He de pensar en mi dulce y delicada niña como en un
competidor? Después de todo la contienda podría terminar solo diciéndole, como
hice hace diecisiete meses, que la amo y que haré todo lo que sea para
mantenerla alejada de la lucha por la existencia en la sosegada e ininterrumpida actividad de mi hogar. Es
posible que una educación distinta pudiera suprimir todas las delicadas
cualidades femeninas –tan necesitadas de protección y al mismo tiempo tan
poderosas- con el resultado de que podrían ganarse la vida como cualquier hombre.
Mas quizás, en este caso, no existiría
justificación para la melancolía originada por la desaparición de la cosa más hermosa que el mundo puede
ofrecernos: nuestro ideal femenino[9].
La
carta continúa afirmando que la naturaleza ha determinado el destino de la
mujer en la belleza, el encanto y en la dulzura. Las leyes y la costumbre
podrán ofrecer a la mujer en el futuro mucho de cuanto le ha sido negado hasta
ahora, pero está fuera de toda duda que
su función en tanto que mujer no podrá cambiar y que su “situación […]
no podrá ser más que lo que es: en los años jóvenes una amante adorada y, en
los de madurez, una mujer amada”[10]. (cont.)
TOMÁS MORENO
[1] Sobre la misoginia romántica véase el esclarecedor
ensayo de Amelia Valcárcel, “Misoginia romántica. Hegel, Schopenhauer,
Kierkegaard, Nietzsche”, en Alicia H. Puleo (coord.), La filosofía contemporánea desde una perspectiva no androcéntrica,
op. cit., pp. 13-32.
[6] La femme, 1859, citado
en Pilar Errázuriz Vidal, Misoginia romántica, psicoanálisis y
subjetividad femenina, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012, p. 75.
[7] Pierre-Joseph Proudhon, Sistema de contradicciones económicas o filosofía de la miseria,
vol 2º, Jucar, Madrid, 1974, p. 175.
[9] S.
Freud, Epistolario I, (1873-1890) tr.
de Joaquín Merino Pérez, Rotativa, Plaza
y Janés editores, Barcelona, 1970, pp. 72-74.
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