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martes, 9 de octubre de 2018

LA ILUSTRACION Y EL DESTINO HOGAREÑO DE LA MUJER: EL DISCURSO DE LA AMBIGÜEDAD: J. J. ROUSSEAU


 Del filósofo y profesor Tomás Moreno traemos  un nuevo post para la sección, Microensayos, del blog Ancile, esta vez bajo el título: La ilustración y el destino hogareño de la mujer: El discurso de la ambigüedad: J. J. Rousseau.




La ilustración y el destino hogareño de la mujer: El discurso de la ambigüedad: J. J. Rousseau. Tomás Moreno






LA ILUSTRACION Y EL DESTINO  HOGAREÑO 

DE LA MUJER: EL DISCURSO DE LA AMBIGÜEDAD:

 J. J. ROUSSEAU






La ilustración y el destino hogareño de la mujer: El discurso de la ambigüedad: J. J. Rousseau. Tomás Moreno


Hasta llegar la Ilustración, el estatus familiar y social de la mujer no va a cambiar sustancialmente. La eliminación efectiva de los derechos cívicos y políticos de la mujer como ciudadana encontrará en dos de los padres indiscutibles de la modernidad, Rousseau y Kant (por elegir a dos de los más representativos), su pretendida justificación teórica. El repaso somero de algunas de sus afirmaciones nos ayudará a rememorar su injusta deslegitimación intelectual, moral y política de las mujeres. Todo se describe en estos pensadores ilustrados bajo el prisma de la incondicional subordinación de las mujeres - “las mujeres al servicio de los varones”- como, en su opinión, dicta la ley natural. Para Rousseau, las mujeres quedan excluidas de toda participación política, y encerradas o recluidas en el oikos. Su lugar natural se sitúa en la esfera privada. ¿Por qué, sin embargo, a veces Rousseau llamará a las mujeres ciudadanas virtuosas y amables? Su respuesta es clara: la ciudadanía sólo le viene del hecho de ser esposas de ciudadanos, lo que no les confiere ningún otro derecho que el de mantener la castidad de las costumbres y de velar por el buen entendimiento de las familias.
La ilustración y el destino hogareño de la mujer: El discurso de la ambigüedad: J. J. Rousseau. Tomás Moreno

            La iconología de la Revolución Francesa –recuerda Celia Amorós[1]- puso de manifiesto esta relegación y apartamiento de la mujer del ámbito de la ciudadanía a través del famoso cuadro de David “El juramento de los Horacios” en el que se representaba emblemáticamente el juramento cívico que habilitaba para la ciudadanía a los hombres varones. En él, a diferencia de los hermanos juramentados, nítidamente destacados en su individualidad, aparecen las mujeres representadas “de forma difusa, como telón de fondo sobre el que gestálticamente emerge en sus pregnantes contornos, la ceremonia constituyente de la ciudadanía[2]. El mensaje era claro, evidente: el contrato social por el que los ciudadanos accedían a sus derechos cívicos y políticos concernía únicamente a los varones, las mujeres quedaban excluidas.
            El discurso de Rousseau es, pues, radicalmente misógino y de una aparente coherencia: la mujer no es igual al hombre, porque su rol biológico es distinto aunque complementario, y porque su sexualidad y su racionalidad son diferentes e inferiores. Se contradice, sin embargo, cuando en el Contrato social, por ejemplo, afirma estar hablando del acceso de toda la humanidad a la razón, y en el Emilio concluye por el contrario que “la búsqueda de verdades abstractas y especulativas, de  principios y  axiomas en las ciencias, todo lo que tiende a generalizar ideas no es de incumbencia de las mujeres” (EOE, 579). La lectura comparada que  efectuara Eva Figes[3] del Contrato social y del Emilio puso de manifiesto esas contradicciones del pensador ginebrino, así como su doble moral sexista, no por conocida menos silenciada desde la heurística académica. Frente a la proposición universal de que “el hombre nace libre” y de que “renunciar a la propia libertad es renunciar a la condición de hombre”, expuestas en el Contrato social, en el Emilio se afirmará que las mujeres “deben tener poca libertad” y que “habrán de ser educadas para soportar el yugo […] y someterse a la voluntad de los demás”  ya que “el orden de la naturaleza quiere que la mujer obedezca al hombre”, por lo que su único destino será el de ser esposa y madre y en él se manifiesta la fundamental dependencia  de la mujer respecto al hombre.
            En efecto, para el pensador ginebrino la Mujer, encarnada en la figura de Sofía,  “debe poseer todo cuanto conviene a la constitución de su especie y de su sexo, y ocupar su lugar en el orden físico y moral”. Y ese lugar es subordinado y al servicio del varón. Por ello, no debe recibir la misma educación que el hombre; ésta debe ser diferencial y estar orientada a la sumisión al marido y a la entrega amorosa, maternal y familiar. Incluso en la relación sexual marital la mujer debe estar al servicio de su amo y señor y aunque el papel activo masculino requiera siempre de un consentimiento femenino, en ella siempre interviene una cierta dosis de violencia: “Si la mujer está hecha para complacer y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo; su violencia está en sus encantos, con ellos debe forzarle a él a encontrar su fuerza y a utilizarla” (EOE, V, 535). 
La ilustración y el destino hogareño de la mujer: El discurso de la ambigüedad: J. J. Rousseau. Tomás Moreno            La sexualidad femenina es, pues, la base de su servidumbre, según un complejo sistema suave y flexible de coerciones, ya que su destino de esposa será precisamente el ser coaccionada y sometida. Según Rousseau el Ser Supremo o la Naturaleza ha concedido al varón “inclinaciones sin medida” respecto a sus instintos y pasiones naturales y a la mujer “deseos ilimitados”, esto es, una actividad devoradora que, en determinados climas, se expande tan amenazadoramente que para preservar la tranquilidad y la paz de todos, los hombres, tanto más agotados cuanto que son polígamos, se ven impelidos a encerrar a sus mujeres.
            Condicionada  fisiológica y psicológicamente por su sexo, la mujer debe ser apartada totalmente de la vida política, recluida en el  reducto familiar, en el ámbito de la privacidad, y sometida al paterfamilias, que ejerce el mando ilimitado sobre los hijos, derecho a vigilar su conducta y a determinar sus creencias religiosas, mientras que ella, la mujer casada, está esencialmente obligada, además de cumplir con los deberes de esposa, madre y guardiana de la casa, a la castidad y a la fidelidad sexual y a la obediencia al marido. Rousseau niega así el reconocimiento del derecho de las mujeres a participar en la vida política, su derecho a la ciudadanía. La ideología de la domesticidad tiene aquí su acta de nacimiento. La casa y la familia son el reino de la mujer en el que ella reina, aunque su único imperio y dominio sea:

Un dominio de dulzura, de habilidad y de complacencia, sus órdenes son caricias, sus amenazas lágrimas. Deben reinar en la casa como un ministro en el Estado, haciéndose mandar lo que ella quiere hacer. […] Pero cuando ignora la voz del jefe, cuando quiere usurpar sus derechos y mandar ella, de tal desorden nunca resulta sino miseria, escándalo y deshonor (EOE, 611). (cont.)


TOMÁS MORENO


[1] Celia Amorós (editora), Feminismo y Filosofía, Editorial Síntesis, Madrid, 2000, p. 30
[2] O. Blanco, “Iconografía femenina en la Revolución Francesa”, en Celia Amorós (coord.), Actas del Seminario Permanente Feminismo e Ilustración 1988-1992, Madrid, Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense, 1994.
[3] Eva Figes Actitudes patriarcales, op. cit. 1972.





La ilustración y el destino hogareño de la mujer: El discurso de la ambigüedad: J. J. Rousseau. Tomás Moreno


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