LA
ILUSTRACION Y EL DESTINO HOGAREÑO
DE LA
MUJER: EL DISCURSO DE LA AMBIGÜEDAD:
J. J. ROUSSEAU
Hasta llegar la Ilustración, el estatus familiar y
social de la mujer no va a cambiar sustancialmente. La
eliminación efectiva de los derechos cívicos y políticos de la mujer como
ciudadana encontrará en dos de los padres indiscutibles de la modernidad, Rousseau y Kant (por elegir a dos de los más representativos), su pretendida
justificación teórica. El repaso somero de algunas de sus afirmaciones nos
ayudará a rememorar su injusta deslegitimación intelectual, moral y política de
las mujeres. Todo se describe en
estos pensadores ilustrados bajo el prisma de la incondicional subordinación de
las mujeres - “las mujeres al servicio de los varones”- como, en su opinión,
dicta la ley natural. Para Rousseau, las
mujeres quedan excluidas de toda participación política, y encerradas o
recluidas en el oikos. Su lugar natural se sitúa en la esfera
privada. ¿Por qué, sin embargo, a veces Rousseau llamará a las mujeres ciudadanas virtuosas y amables? Su
respuesta es clara: la ciudadanía sólo le viene del hecho de ser esposas de
ciudadanos, lo que no les confiere ningún otro derecho que el de mantener la
castidad de las costumbres y de velar por el buen entendimiento de las familias.
La
iconología de la Revolución Francesa –recuerda Celia Amorós[1]-
puso de manifiesto esta relegación y apartamiento de la mujer del ámbito de la
ciudadanía a través del famoso cuadro de David “El juramento de los Horacios”
en el que se representaba emblemáticamente el juramento cívico que habilitaba
para la ciudadanía a los hombres varones. En él, a diferencia de los hermanos
juramentados, nítidamente destacados en su individualidad, aparecen las mujeres
representadas “de forma difusa, como telón de fondo sobre el que
gestálticamente emerge en sus pregnantes contornos, la ceremonia constituyente
de la ciudadanía[2]. El mensaje era claro,
evidente: el contrato social por el
que los ciudadanos accedían a sus derechos cívicos y políticos concernía únicamente
a los varones, las mujeres quedaban excluidas.
El
discurso de Rousseau es, pues, radicalmente misógino y de una aparente
coherencia: la mujer no es igual al hombre, porque su rol biológico es distinto
aunque complementario, y porque su sexualidad y su racionalidad son diferentes
e inferiores. Se contradice, sin embargo, cuando en
el Contrato social, por ejemplo,
afirma estar hablando del acceso de toda
la humanidad a la razón, y en el Emilio
concluye por el contrario que “la búsqueda de verdades abstractas y
especulativas, de principios y axiomas en las ciencias, todo lo que tiende a
generalizar ideas no es de incumbencia de las mujeres” (EOE, 579). La lectura comparada que
efectuara Eva Figes[3]
del Contrato social y del Emilio puso de manifiesto esas
contradicciones del pensador ginebrino, así como su doble moral sexista, no por
conocida menos silenciada desde la heurística académica. Frente a la
proposición universal de que “el hombre nace libre” y de que “renunciar a la
propia libertad es renunciar a la condición de hombre”, expuestas en el Contrato social, en el Emilio se afirmará que las mujeres
“deben tener poca libertad” y que “habrán de ser educadas para soportar el yugo
[…] y someterse a la voluntad de los demás”
ya que “el orden de la naturaleza quiere que la mujer obedezca al hombre”,
por lo que su único destino será el de ser esposa y madre y en él se manifiesta
la fundamental dependencia de la mujer
respecto al hombre.
En efecto, para
el pensador ginebrino la Mujer, encarnada en la figura de Sofía, “debe poseer todo cuanto conviene a la
constitución de su especie y de su sexo, y ocupar su lugar en el orden físico y
moral”. Y ese lugar es subordinado y al servicio del varón. Por ello, no debe recibir la misma educación
que el hombre; ésta debe ser diferencial y estar
orientada a la sumisión al marido y a la entrega amorosa, maternal y familiar.
Incluso en la relación sexual marital la mujer debe estar al servicio de su amo
y señor y aunque el papel activo
masculino requiera siempre de un consentimiento femenino, en ella siempre interviene una cierta dosis de violencia: “Si la mujer está
hecha para complacer y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en
lugar de provocarlo; su violencia está en sus encantos, con ellos debe forzarle a él a encontrar su
fuerza y a utilizarla” (EOE, V, 535).
La
sexualidad femenina es, pues, la base de su servidumbre, según un complejo
sistema suave y flexible de coerciones, ya que su destino de esposa será
precisamente el ser coaccionada y
sometida. Según Rousseau el Ser Supremo o la Naturaleza ha concedido al
varón “inclinaciones sin medida” respecto a sus instintos y pasiones naturales
y a la mujer “deseos ilimitados”, esto es, una actividad devoradora que, en determinados climas, se expande tan
amenazadoramente que para preservar la tranquilidad y la paz de todos, los
hombres, tanto más agotados cuanto que son polígamos, se ven impelidos a
encerrar a sus mujeres.
Condicionada fisiológica y psicológicamente por su sexo,
la mujer debe ser apartada totalmente de la vida política, recluida en el reducto familiar, en el ámbito de la
privacidad, y sometida al paterfamilias, que ejerce el
mando ilimitado sobre los hijos, derecho a vigilar su conducta
y a determinar sus creencias religiosas, mientras que ella, la mujer casada, está esencialmente obligada, además de cumplir con los deberes de esposa, madre y guardiana de
la casa, a la castidad y a la fidelidad sexual y a la obediencia al marido. Rousseau
niega así el reconocimiento del derecho de las mujeres a participar en la vida
política, su derecho a la ciudadanía. La ideología de la domesticidad
tiene aquí su acta de nacimiento. La casa y la
familia son el reino de la mujer en
el que ella reina, aunque su único imperio y dominio sea:
Un dominio de dulzura, de habilidad y de
complacencia, sus órdenes son caricias, sus amenazas lágrimas. Deben reinar en
la casa como un ministro en el Estado, haciéndose mandar lo que ella quiere
hacer. […] Pero cuando ignora la voz del jefe, cuando quiere usurpar sus
derechos y mandar ella, de tal desorden nunca resulta sino miseria, escándalo y
deshonor (EOE, 611). (cont.)
TOMÁS MORENO
[2] O. Blanco, “Iconografía femenina en la Revolución
Francesa”, en Celia Amorós (coord.), Actas
del Seminario Permanente Feminismo e Ilustración 1988-1992, Madrid,
Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense, 1994.
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