En este nuevo post del blog Ancile, para su sección Microensayos del profesor Tomás Moreno, traemos una nueva referencia histórica a la misoginia, esta vez con el título: Enmanuel Kant: Las mujeres en la antesala de la moral y su reclusión en lo privado.
ENMANUEL KANT: LAS MUJERES
EN LA “ANTESALA DE LA MORAL”
Y SU
RECLUSIÓN EN LO PRIVADO
Por su parte, Kant seguirá, a pesar de sus formas más refinadas, la misma
argumentación que Rousseau y, por eso, llega el filósofo alemán a postular
también la exclusión femenina del ámbito político. Para Kant sólo el que tiene
derecho a voto puede ser llamado ciudadano. La única cualidad exigida por ello,
aparte de la cualidad natural (no ser niño
ni mujer), es que uno sea su propio señor y, por tanto, que
tenga alguna propiedad que le mantenga. Ahora bien: únicamente el hombre -ya sea marido,
padre, señor de la casa- puede ser propietario.
La mujer no puede gozar de los mismos derechos de propiedad que el hombre. Su dependencia sobre todo económica -como
la de los niños y algunos hombres, el
mozo de cuadra, el siervo, el pupilo, los criados, los asalariados
que dependen de un amo, empleador o del mandato de los demás- produce la falta
de autonomía o personalidad civil, que la inhabilita para ser ciudadana activa de
pleno derecho, para tener derecho al voto o participar en la legislación del
Estado. Imposible fundamentar más gratuita e injustificadamente la desigualdad
jurídica y social, no solamente de la mitad del género humano, sino también,
como hemos visto, de todo individuo que carezca de propiedades y que reciba un
sueldo o un salario.
Por consiguiente, como nos
recuerda Rosa María Rodríguez Magda,
“el término ciudadano no es una
globalidad unívoca adjudicable a todo ser humano por el hecho de serlo”. Es
preciso señalar, además, que Kant distinguía entre ciudadanos activos (los varones, éstos sí de pleno derecho) y ciudadanos pasivos (las mujeres y los
niños) y que estos últimos poseían realidad moral-jurídica, pero no eran
capaces de participar efectivamente en la legislación del Estado. Así, a la vez
que se instituían los elementos universales de la ciudadanía, quedaba
legitimada la minoría de edad de más
de la mitad de la misma, recluida en una potencialidad privada e inoperante.
Mal comienzo, concluía la filósofa valenciana, en una modernidad cuyo principal
baluarte va a ser la gestión racional del espacio público[1].
Se inhabilita primero a la mujer como sujeto
ético, como ya vimos, para después excluirla como sujeto político del ámbito de la ciudadanía:
La mujer es declarada civilmente incapaz
a todas las edades, siendo el marido su cuidador, tutor natural; puesto que, si
bien la mujer tiene por naturaleza de su género capacidad suficiente para
representarse a sí misma, lo cierto es que, como no conviene a su sexo ir a la
guerra, tampoco puede defender personalmente sus derechos, ni llevar negocios
civiles por sí misma, sino sólo por un representante (A S P, 209).
En conclusión, su prioritaria
atención a la vida y a la
singularidad de los seres vivientes; su incapacidad
para acceder a la abstracción de los principios morales universales y, en consecuencia, para autolegislarse moralmente y dotar a sus acciones de verdadero sentido ético (prerrogativas exclusivas de los varones); su relegación a la privacidad de lo
doméstico; su cosificación como mero
objeto sexual, y, en fin, su infantilización
y permanente minoría de edad injustamente impuestas[2]
-que la descalifican para perseguir por sí mismas fin alguno- obligan a las
mujeres no sólo a permanecer, como diría C.
Roldán, en la “antesala de la moral”, sino que, además, les impide emanciparse de
sus “tutores naturales” o representantes varones[3],
excluyéndolas del acceso a la categoría de ciudadanas
e incapacitándolas para la participación política. Sólo a ellos, a los varones,
les corresponde las prerrogativas de autolegislarse moralmente y de participar
activamente en la vida de la Polis: “el
bello sexo” queda relegado a la asunción de la heteronomía que por
definición las incapacita para dotar de verdadero sentido ético a sus acciones,
y por ende, para la participación política.
A pesar de ello,
no puede olvidarse que por la misma época que Kant está publicando sus Críticas, su Metafísica de las costumbres y su Antropología, Mary Wollstonecraft, conquistada por los ideales de la Ilustración,
era capaz de publicar su Vindicación de
los derechos de la mujer y de la ciudadana (1792) y otros pensadores
alemanes coetáneos, igualmente implicados en ese contexto histórico-social,
tuvieron posiciones mucho más igualitarias y favorables a las mujeres que las
sostenidas por el ilustrado filósofo de Könisgsberg. En su filosofía Kant
tenía, sin duda, todas las claves para haberse convertido en el pensador adalid
de la igualdad de las mujeres, como sostiene con toda razón C. Roldán[4],
pero no supo dar ese paso, que hubiera sido lo más lógico y coherente[5].
Solamente Condorcet
es, entre los filósofos de la Ilustración -además de las pensadoras feministas
antes aludidas Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft- quien, en el
último cuarto del siglo XVIII, se tomará al pie de la letra el auténtico espíritu de las luces. Si un solo
individuo fuese privado de sus derechos, el principio universal de la igualdad
de los hombres perdería todo su valor: “O bien ningún individuo de la especie
humana tiene verdaderos derechos, o bien todos tienen los mismos derechos; y quien
vota contra el derecho del otro, sea cual fuere su religión, su color o su
sexo, reniega en ese mismo momento de los suyos”. Igualdad de los derechos
fundados en la naturaleza, igualdad en la “instrucción”, son las causas que, en
una República en la que se supone que “todos” los ciudadanos gozan de los
mismos derechos, fundamenta la “admisión de las mujeres al derecho de
ciudadanía”, es decir, al derecho político[6].
Por
otra parte, volviendo a Kant de
nuevo, nuestro gran filósofo moral de la Crítica
de la razón práctica (1787) y de la Metafísica
de las costumbres (1797), participaba acríticamente de los prejuicios ancestrales
contra la mujer que habían sido grabados en el inconsciente colectivo varonil
lo largo de siglos de patriarcado, de tal manera que, en su opinión, el género
femenino tenía más impulso y corazón que propiamente carácter –al manifestar una “tendencia natural” a ser más
emotiva e impulsiva que racional- y se sorprendía de
que el sexo femenino fuese totalmente
indiferente al bien común, llegando incluso a considerar absurdo ocuparse de algo más que de su
propio provecho, aun cuando no mostraran, ciertamente, ningún tipo de insensibilidad
hacia las personas de su intimidad y conocimiento. Todo ello
hacía posible que los varones (especialmente, los maridos) pudiesen recuperarse con ellas “de sus cuitas
públicas”.
Estas
ideas de Kant darán pie a L. Posada
Kubissa para comentar pertinentemente que el filósofo de Königsberg
adjudica a las mujeres el clásico tópico de ser “el reposo del guerrero”, que
tantos otros pensadores anteriores y posteriores asumirán sin molestarse en
cuestionar, como veremos. Plenamente acorde con el mismo, escribe, “la
filosofía de Kant sobre los sexos no sólo excluye a la mujer de toda
universalidad de especie, sino que las recluye en el ámbito de lo doméstico y
privado, donde han de servir de solaz para su fatigado marido y, de paso,
aliviarle de todo otro cuidado que pueda entorpecer su dedicación infatigable a
la vida pública”. Y continúa afirmando que el gran drama que supone esta
relegación de la mujer no está sólo en su exclusión de la vida pública y de los
derechos y deberes de todo ciudadano, sino también en que tal exclusión se
realiza mediante la reclusión o confinamiento en el oikos y en lo privado[7].
Con todo lo cual no podemos sino coincidir plenamente con Rodríguez Magda cuando escribe en el capítulo IV, (“Mujer y Transmodernidad”) de
su ensayo El Placer del simulacro,
las siguientes palabras:
Henos, pues, [a las mujeres] como
hermosos floreros, candil auxiliar de la Gran Fiesta de las Luces. La intimidad
del hogar parece no sólo alejada de la cosa pública, sino además éticamente
oscura cual boca de lobo (acaso por esta penumbra: el eterno femenino y su
misterio)[8].
(cont.)
TOMÁS MORENO
[1] Rosa María Rodríguez Magda, El Placer del simulacro. Mujer, razón y erotismo, Icaria,
Barcelona, 2003, p. 76.
[2] Según C. Roldán la misoginia de Kant lo llevó a percibir a la
mujer como “lo otro” - los niños también son para el filósofo “lo otro”-, pues
la mujer manifiesta supuestamente una “tendencia natural” a ser más emotiva e
impulsiva que racional. Mientras
a los niños varones les era permitido entrar en el mundo de la autonomía
ético-política al crecer, las niñas, las mujeres, permanecían por el contrario
el resto de sus días como “niños grandes”. Y cita a Kant (Amweisung zur Meenschen-und Weltkennis, p. 71) corroborándolo: “Las
mujeres no dejan de ser algo así como niños grandes, es decir, son incapaces de
persistir en fin alguno, sino que van de uno a otro sin discriminar su
importancia, misión que compete únicamente al varón”. La caracterización de la
mujer como “niño grande” la debe
Kant, como tantas otras ideas, a Rousseau.
Véase al respecto: Concepción Roldán, “Mujer y razón práctica en la Ilustración
Alemana”, en Alicia H. Puleo, El reto de
la igualdad de género. Nuevas perspectivas en Ética y Filosofía política,
Biblioteca Nueva, Madrid, 2008, pp. 24 y 233.
[3] Esos
varones tutores son: primero el padre,
luego el marido, con quien constituye una única “persona moral” en el
matrimonio.
[5] Ibid. p.
235. Prueba de ello es que durante mucho tiempo se sospechó que él era el autor
de las obras favorables a las mujeres que Tehodor Von Hippel publicara anónimamente. Autor de Sobre el mejoramiento civil de las mujeresr, de 1792,
en esta obra -que Kant debió conocer- Von Hippel denuncia –como ya vimos en el
epígrafe 2.7 de la segunda parte (II)- la reducción a la minoría de edad de
todas las mujeres (con excepción tal vez
de las reinas) y pone de manifiesto cómo el Derecho de su tiempo no trataba
por igual a varones y a mujeres. Criticaba la galantería hacia el bello sexo,
porque encubría una situación de debilidad física e inferioridad mental de las
mujeres que no se debería a la naturaleza sino a una falta de educación o a una
interesada instrucción femenina impuesta y dirigida por los hombres.
[6] Citado en George Duby y Michelle Perrot, Historia
de las mujeres. El siglo XIX. Ed. Taurus, Madrid, 1993, p. 63.
[7] L. Posada Kubissa, “Cuando la razón práctica no es
tan pura. (Aportaciones e implicaciones de la hermenéutica feminista alemana
actual: a propósito de Kant)”, op. cit., pp. 33-37 passim.
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