Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, traemos una nueva entrada que lleva por título, Las mujeres excluidas de la polis, del filósofo y profesor Tomás Moreno.
LAS
MUJERES EXCLUIDAS DE LA POLIS
No hace falta recordar que la
mujer occidental no pudo, hasta bien iniciado el siglo XX, acceder con plenos
derechos a la condición de ciudadanía. La
voluntad de los varones de dejar a las mujeres fuera del destino político y
del derecho al sufragio se mantuvo hasta mediados de ese siglo. En efecto,
hasta 1893 no alcanzan algunas mujeres el derecho al voto, las neozelandesas
son las primeras en conseguirlo. Durante la Primera Guerra Mundial, con la
población masculina alejada en los frentes, se evidenció que las mujeres eran
capaces de hacer lo mismo que los hombres, desde conducir una ambulancia hasta
trabajar en una fábrica. Las mujeres británicas alcanzan su objetivo del
derecho al voto en 1918; la lucha se había iniciado con las campañas y
manifestaciones organizadas por las sufragistas de la WSPU (Women’s Social and
Political Union) de Emmeline Pankhurst
desde su fundación en 1903. En Finlandia lo consiguen las mujeres mayores de 24
años en 1906; en 1920 se alcanza para todas las mujeres en los EEUU. En España
el voto de la mujer sólo se obtuvo con la Constitución republicana de 1931 que
reconoció la igualdad de los sexos en el trabajo, en los derechos civiles y
ante la ley, gracias a la denodada lucha de la diputada Clara Campoamor para su logro. Las suizas son las últimas europeas
en obtenerlo, en 1970[1].
Históricamente,
y hasta hace bien poco tiempo, filósofos y juristas trataron de justificar y legitimar teóricamente, de diversa manera, la
exclusión de las mujeres de la Polis, para confinarlas en el oikos, el lugar natural de
la mujer. Ese ha sido su “auténtico hogar” durante milenios en todas las
culturas. Un breve recorrido por la historia de la filosofía, de la
antropología y del derecho nos confirmará la universalidad de esa exclusión. Asignada
a la mujer, por naturaleza, un papel secundario en la reproducción[2],
la imagen que Aristóteles desarrolla de ella, es, como ya vimos, la de un ser
defectuoso carente de lo
que tiene el hombre, esto es, de aquello que le hace ser a este un ser
superior en la naturaleza, a saber: su capacidad de actividad intelectual
superior, de deliberación (bouletikon)
y de juicio moral autónomo.
De
ahí que el lugar de la mujer en el orden sociopolítico sea el ámbito privado, el oikos (la casa), el sedentarismo, y su función principal el cuidado
de los niños (Económica 1343 b 29 y
1344 a 8-9). “En el modelo organicista aristotélico –nos
recuerda Rosalía Romero- se asigna
un lugar al colectivo femenino (el oikos)
y se prescribe una política paternalista a causa de la presupuesta inferioridad
de las mujeres y, como consecuencia de ésta, su mayor vulnerabilidad”[3]. En Aristóteles
existe la certeza del estatuto de la diferencia sexual, y esa diferencia
determina su rol social subordinado e
inferior. Por todo ello lo natural es
que -dada tal insuficiencia mental y moral- la mujer deba ser gobernada por el
hombre, que el hombre mande y que la mujer obedezca y sea súbdita (Pol. 1254 b 6-14). Por eso, según
Aristóteles, el valor de un hombre se refleja cuando manda y el de una mujer
cuando obedece (Pol. 1260 a 20-23).
Esta concepción subordinada de la mujer que defiende
Aristóteles se diría que es un auténtico racismo, puesto que sostiene que
determinados presupuestos bio-fisiológicos determinan muy directamente una
serie de consecuencias lesivas para la mujer no sólo en el plano del psiquismo
y de la moral, sino también en el de la política y las costumbres. En la misma
perspectiva, la Ética a Nicómaco llega
incluso a calificar claramente la amistad femenina como inferior, en todo caso,
a la amistad entre dos hombres[4].
Pero en la distribución misma del poder -que consagra en lo social una
inferioridad evidente de la raza femenina ya impresa en el factor biológico- Aristóteles
le asigna, sin embargo, una condición todavía de relativo privilegio, cuando
traza una precisa línea de demarcación hacia abajo, esto es cuando se la
compara con la situación del niño o del esclavo:
El hombre libre manda sobre el
esclavo de diversa manera a como ejerce su autoridad sobre la mujer, el hombre
sobre el muchacho, y todos poseen las correspondientes partes del alma, pero de
forma diferente: porque el esclavo no posee en su totalidad la parte
deliberativa, la mujer la posee pero sin autoridad y el niño finalmente la
posee también, pero sin alcanzar desarrollo alguno (Pol., I, 13).
Esta es,
en síntesis, la ideología de la domesticidad
de las mujeres, de su lugar natural en la sociedad, que ha de perdurar desde
los griegos hasta bien entrado el siglo XX. Santo Tomás de Aquino en plena Edad
Media (siglo XIII) no hará sino asumir, añadiendo argumentos teológicos, esa
doctrina de sumisión al varón y de relegación de la mujer al espacio doméstico,
al oikos familiar.
De la originaria antropología biológica
aristotélica, Tomás de Aquino
derivará una serie de corolarios de índole moral y política, una vez filtradas
las ideas aristotélicas sobre la familia por el tamiz cristiano. Siguiendo fielmente
al Estagirita, Tomás de Aquino sostiene que la mujer “está sometida al marido
como su amo y señor” (“gobernador”): “La mujer necesita del varón no sólo para
engendrar, como ocurre con los demás animales, sino incluso para gobernarse:
porque el varón es más perfecto por su razón y más fuerte en virtud” (Summa contra gentes, III, 123). Como ser
deficiente y anclado en cierta manera aún en el estado del niño, la esposa,
infantilizada, está capacitada para parir, pero no para educar a los hijos. Su
dedicación fundamental está limitada a la casa (oikos) y al cuidado de la familia y a la crianza de los hijos. Los
hijos, pues, deben respetar la superior calidad de su padre e incluso amarle
más: “Hay que amar más al padre que a la madre, porque él es el principio
activo de la procreación, mientras que la madre es el pasivo” (Sum.
Theo, II-II q. 26 art. 10). Las ideas del Aquinate sobre el rol específico
de la mujer traspasarán los siglos y condicionarán la vida de las mujeres más
de lo que el fraile dominico hubiera podido imaginar. Su influencia en todos
los códigos jurídicos posteriores es prueba indudable de su legado en este
aspecto[5].
Por lo que se
refiere a la otra tradición cristiana –la agustiniana y ockhamista- que
desembocó en la Reforma la domesticidad de la mujer era también una verdad
incuestionable. Lutero consideraba la unidad doméstica como un lugar distinto o esfera distinta de la que el
hombre, el marido o el padre, entraba y salía, pero en la que la mujer, la
esposa y la madre, estaba exclusivamente confinada: “Que la esposa haga que su
marido se alegre de llegar a casa y se apene de salir de ella”. El teólogo
agustino alemán describía así las relaciones dentro de esta familia ideal. Las
actividades propias de cada miembro:
El gobierno reside en el marido y la
esposa está obligada a obedecerle por mandamiento de Dios. Él gobierna la casa
y la hacienda, hace la guerra, defiende sus pertenencias, cultiva el suelo,
construye, planta, etc. Por otro lado, la mujer es como un clavo que se clava
en la pared… así la esposa deberá permanecer en casa y cuidarse de los asuntos
domésticos, como alguien que ha sido privado de la capacidad de administrar los
asuntos externos que conciernen a la hacienda. Ella no debe ir más allá de sus
deberes personales[6].
No cabía, pues,
la menor duda para él acerca de cuál debía ser la función de la mujer en la
sociedad y en la familia cristianas. En cualquier caso la misma fisiología de
la mujer justificaba la función y los cometidos que él y sus coetáneos
eclesiásticos le habían asignado: “Para mí es a menudo una fuente de gran
placer y maravilla observar que todo el cuerpo femenino fue creado para el
propósito de criar hijos”. Y no sólo
eso, sino que obviamente “las mujeres tiene un [tórax] pequeño y
estrecho, y caderas anchas, con el fin de poder quedarse en el hogar, sentirse
tranquila, cuidar la casa, y tener y cuidar hijos” [7].
El lugar natural de la mujer, tanto para el monje de Erfurt como para Calvino y
los otros reformadores, no podía ser sino el hogar, la casa familiar.
(continuará)
TOMÁS MORENO
[1] Una breve pero lúcida y magnífica síntesis sobre la historia de la
emancipación de la mujer y de sus luchas reivindicativas por su igualdad y
dignidad humanas, puede encontrarse en José Antonio Marina y María de la
Válgoma, La lucha por la dignidad. Teoría
de la felicidad política; Anagrama, Barcelona, 2000 (capítulo VII: “La
Lucha por la igualdad de la mujer”), pp. 129-146.
[2] En palabras de Alicia Puleo, para Aristóteles “las mujeres son
a-genealógicas, no transmiten la forma, son sólo un accidente necesario para la
procreación […] Consecuentemente, su lugar en la polis es secundario, no son
auténticos sujetos” (Alicia Puleo, Filosofía,
género y pensamiento crítico, Publicaciones de la Universidad de
Valladolid, 2000, p. 66).
[3] Rosalía Romero, “Historia de las filósofas, historia de
su exclusión (siglos XV-XX”, en Alicia
H. Puleo (Ed.) El reto de la igualdad
de género. Nuevas perspectivas en Ética y
Filosofía Política, op. cit., p. 305
[4]
Aristóteles, Ética a Nicómaco,
Instituto de Estudios Políticos, en edición bilingüe en griego y español,
Madrid, 1959), a cargo de M. Araujo y J. Marías. Sobre el androcentrismo del
pensamiento político de Aristóteles y la posibilidad de una lectura
no-androcéntrica del mismo vid. Amparo Moreno Sarda: “La otra ‘Política’ de
Aristóteles”, Icaria, Barcelona, 1988.
[5]
Téngase en cuenta que hasta hace aproximadamente un siglo la condición de mujer impedía a cualquier
cristiana acceder a la categoría de teóloga reconocida o de Doctora de la
Iglesia, como pone de manifiesto la respuesta surrealista e injusta para la mujer que, en 1923, la Curia Romana
daba a la petición, presentada ante Roma
por entonces obispo de Ávila, monseñor Pla y Daniel, de que le fuese
concedido a Teresa de Jesús el título de Doctora de la Iglesia. La respuesta de
la Curia Romana de entonces fue: “Obstat sexus” (“lo impide el sexo”, es decir:
“lo impide su condición de mujer”).
[6] Citado en Anderson, Bonnie S. y Zinsser, Judith p., Historia de las mujeres. Una historia
propia, op. cit., p. 284 y ss.
No hay comentarios:
Publicar un comentario