Bajo el título de, La alegoría de la caverna en el cine (el show de Truman), traemos una nueva entrada para la sección, Microensayos, del blog Ancile, del filósofo Tomás Moreno.
LA ALEGORÍA DE LA CAVERNA
EN EL CINE (El show de Truman)
Si en Matrix son las máquinas, en El
show de Truman (The Truman Show, 1998) de Peter
Weir) son los medios de comunicación de masas, los que se nos han ido de
las manos, los que, nos tienen encerrados en el fondo de una caverna con el
objetivo de manipular y someter a la ciudadanía: Se trata, en opinión de Christopher Falzon, de una película
que intenta representar una
situación de engaño deliberado y sistemático. Sinópticamente el argumento es el siguiente Truman Burbank (Jim
Carey) es el protagonista de “un show televisivo emitido en directo a una gran
audiencia de televisión y controlada entre bastidores por Christof (Ed Harris),
el todopoderoso director del show, desde una adecuada sala de
control no mundana situada por encima del plató tras una luna artificial”[1]. Todo en su vida es mentira, desde su mujer a
sus amigos, fruto de un guion hecho a su medida en un inmenso plató.
Juan
Antonio Rivera nos ha descrito magistralmente el artificio tecnológico
urdido para el perfecto engaño: “Nosotros empezamos a ver el show a partir del episodio 10.909 de su
emisión. La vida de Truman está siendo filmada en directo desde sus comienzos,
las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, para la audiencia
de todo el planeta. La vida de Truman se “rueda” en la isla de Seahaven, el
estudio cinematográfico más grande jamás construido. Unas cinco mil cámaras
ocultas escudriñan cada movimiento de Truman. Miles de extras dan verosimilitud
a ese “mundo dentro de otro mundo” que es Seahaven. Aparte de los extras,
intervienen como actores, los vecinos de Truman, los padres de Truman, su
esposa Meryl (Hannah Gill fuera del plató y Laura Linney en la realidad, fuera
del otro plató, el de la película). El creador de tan ambicioso proyecto
televisivo es Christof (Ed Harris), que financia los elevados costes de una
serie así –que se emite además ininterrumpidamente, sin cortes publicitarios- a
través de una ingeniosa y lucrativa publicidad encubierta. “Todo está a la
venta –explica Christof en una de las pocas entrevistas que concede-, desde el
vestuario de los actores y lo que comen hasta las casas en las que viven”[2].
Hay, sin embargo, una especie de
ironía ácida en el diseño de esa vida perfecta. La ciudad aparece trazada con
tiralíneas, los vecinos se saludan al verse y en los quioscos se venden
revistas sobre perros y periódicos con noticias locales. Truman Burbank vive,
en ese contexto, una vida ya de casado
con un trabajo de vendedor de seguros. Acepta la visión de lo que le rodea y
cree que el mundo es lo que ve. Tras treinta años sin ninguna duda, comienzan a
producirse algunos fallos que obligan a Truman a cuestionarse lo que le rodea y
a tratar de saber cuál es la verdad. La situación contiene, efectivamente, un
pequeño desajuste que amenaza su estabilidad: el encuentro con Sylvia y el
enamoramiento de Truman crea una pequeña alteración en ese proceso. Es ella la
que, antes de que la echen del programa, le revela que todo es una gran
mentira. A partir de esa intuición de
Sylvia, Truman va cuestionando el mundo que le rodea: las repeticiones, las
coincidencias que progresivamente le van confirmando el engaño monumental que
hasta ahora ha sido su vida.
Christof, el guionista, ha
jugado a demiurgo de un mundo perfecto, pero el destinatario de su obra se
revela y lo abandona poniendo de manifiesto su rotundo fracaso. Y la fidelidad
del público, pendiente durante treinta años de la serie, desaparece con el fin
de la misma. ¿Qué más ponen?,
pregunta uno de ellos. Las cosas sólo duran y existen mientras las ponen en
televisión.
El show de Truman es –como señala J.
A. Rivera- “una variación muy interesante del tema del mito de la caverna.
Truman, su protagonista, nada sospecha del tinglado que lo engaña
permanentemente. Sin embargo, “a diferencia del relato platónico, en el que un
solo prisionero se desencadena para ascender al mundo real y abandonar la
lóbrega caverna, en esta película solo hay un prisionero en la caverna, y los
demás son figurantes que entran y salen de ella”[3].
Su semejanza o similitud con Matrix
reside en que en ambos filmes:
pocos son los inclinados a
distinguir ente el mundo de las apariencias y el de las realidades auténticas;
pocos son los que se preguntan si viven en una especie de juego de muñecas
rusas oníricas. “Sabemos que despertamos del mundo
de los sueños a la vigilia, que nos parece el mundo real, pero ¿es así? ¿No es
el mundo real otro sueño del que también podríamos despertar? Tal vez sea este
el mejor momento para recordar algo importante: en la metafísica de Platón hay
más muñecas rusas que las que se tienen en cuenta en Matrix o en El show de Truman5.
En conclusión, en ambas películas,
los prisioneros dejan de tomar por reales las sombras que danzan en la pared y
descubren, al desembarazarse de sus cadenas y darse la vuelta, que son más
reales los objetos que las proyectan. “Pero si Platón hubiera podido asistir
como espectador a ambas cintas, habría dicho que en ninguna de las dos se sale
de la caverna, de lo que él considera la caverna en su mito. El mundo de las
Formas o Esencias de las cosas, que es el mundo exterior a la caverna en Platón,
sería descubierto –si existiera- en un segundo despertar tanto por Neo como por
Truman (o por cualquiera de nosotros, si vamos a ello)”[4]
(Cont.).
TOMÁS MORENO
[1]
Christopher Falzon, La filosofía va al
cine, op. cit., p. 39.
[2] Juan
Antonio Rivera, Lo que Sócrates diría a
Woody Allen, op. cit. p. 284.
[3] Ibid., p. 285.
[4] Ibid.
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