Para la sección de Narrativa del blog Ancile, traemos un nuevo relato de nuestro muy querido colaborador y excelente escritor, Pastor Aguiar; esta vez bajo el título de Solito y el gallo.
SOLITO Y EL GALLO
La Nona salió rumbo al gallinero para recoger los huevos de la jornada.
Debajo de un cobertizo estaban los cajones donde las ponedoras venían a parir óvalos de color rojo ladrillo. La distancia desde
el fondo de la cocina no sobrepasaba los cincuenta metros.
En la puerta entornada de la cocina había quedado
Solito, el perro medio enano con su cuerpo de mortadela y la cabeza grandota
con ojos negros que lo hacían parecer un capo de la mafia. Pero Solito no se
movía de su posición estatuaria si no lo llamaban.
La Nona avanzó a pasos cortos y rápidos, pues tenía
mucho que hacer dentro de la casa. En dos horas iba a llegar el Nono muerto de
hambre y cansancio. A medio camino y debajo de un ciruelo enorme, el gallo
Remigio observaba, diríase que temerosamente, pues la Nona lo mantenía a raya
con su voz de tigresa “¡gallooo!”. Le gritaba así y el animal se frizaba
durante un buen rato, hasta más tarde, cuando descubría a Anita, la niña de
unos siete años, y se vengaba con ella haciéndola correr puertas adentro.
La Nona pudo reunir doce huevos aquel día. Los fue
colocando cuidadosamente en su delantal de tela gris, se le dibujaba la
contentura en el rostro de matrona italiana. Entonces se dispuso a desandar el
camino guiándose por los ojazos de Solito.
Qué se iba a imaginar la Nona que Remigio comenzaba
a engrifar las plumas al darse cuenta, pienso yo, de que le estaban robando las
posturas de su amado harén, y que tal insulto lo hacía olvidar el miedo
acumulado.
No había dado quince pasos la Nona cuando sintió el
primer picotazo en una pierna, después otro y otro. Pero ella no se detuvo,
sabía que si soltaba el delantal iba a perder su docena de huevos rojitos y
tibios, y se concentró en ello a como diera lugar.
_ ¡Gallooo!_ Murmuró como para sí misma, masticando
cada sílaba. Pero Remigio no escuchó esta vez y continuó picoteando las
pantorrillas de la mujer, que ya sangraban por algunos sitios.
Al acercarse a Solito y percibir un gruñido agudo,
el gallo se retiró al fin, ofuscado.
La Nona, en silencio absoluto, depositó cada huevo
en la canasta de mimbre, eran hermosos. De inmediato agarró la olla grande y la
repletó de agua, para, al final, encender el quemador de gas al máximo.
La mujer no dijo palabra alguna hasta que pasó
junto al perro, avanzó un poco más rumbo al ciruelo y por fin ordenó.
_ ¡Solito, tráeme al gallo!
No necesitó esperar mucho, las cortas patas de
Solito se movieron como aspas de molino dejando una estela de polvo cárdeno
detrás, era como un proyectil apuntando a Remigio, quien trató de subir al
árbol demasiado tarde.
Vino un reguero de plumas, una especie de canto
operático mezcla de Barbero de Sevilla y Rigoletto, y el infeliz gallo a los
pies de la Nona, tratando de liberarse de las mandíbulas de Solito.
La gran madre italiana atrapó al reo por ambas
patas, escogió el machete más afilado del galpón y de un tajazo limpio separó
la cabeza con su cresta rojísima del cuerpo enemigo.
Al poco raro el sopón estaba listo para cuando
llegara el Nono desde los campos de trigo.
Pastor Aguiar
Muchas gracias, mi querido amigo, por tu gentileza. Esta historia fue inspirada escuchando ciertas anécdotas escuchadas a mi suegra. Así que la recreé y modifiqué a mi antojo. Un gran abrazo.
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