El filósofo Tomás Moreno, prologuista de la nueva edición del libro Elogio de la decepción, nos habla del libro con la precisión y aviso que nos acostumbra. Lo publicamos para su sección de Microensayos en dos entradas y bajo el título Elogio de la decepción de Francisco Acuyo.
PRIMERA ENTREGA
Los que conocemos a Francisco Acuyo,
sabemos de sus intereses por todos los aspectos imaginables del mundo de la
cultura, de las artes, de las ciencias y de las humanidades.
Evidentemente, no existen para él las dos culturas separadas o divorciadas que
denunciara en su día C. P. Snow, en su famoso libro Las dos culturas (1959)[1]. Sus intereses e
inquietudes culturales van desde la astronomía o la electrónica al budismo zen;
desde la métrica poética y la preceptiva literaria hasta el teatro; desde las
más novedosas teorías matemáticas hasta la mística castellana.
Es de destacar, también,
su encomiable curiosidad por el cine de vanguardia o por la física cuántica;
por el arte de todos los tiempos, así como por los más complejos y profundos
ensayos filosóficos. Cultiva, con excelencia, además de la poesía, la semiótica
y el diseño artístico (prueba de ello es el exquisito gusto con el que maqueta
e ilustra todas las entradas de su bello blog). Sin olvidar su afición -confesa-
a la música extremada de las celestes
esferas del maestro Francisco de Salinas (que tan bellamente evocara fray Luis
de León) y a la soledad sonora
sanjuanista, embriagado por la mística contemplación de la naturaleza.
No voy a seguir con su semblanza, pues nos impediría ocuparnos del asunto para el que he sido convocado, que no es otro que la presentación del libro, Elogio de la decepción: que es lo que ahora nos interesa. Pero, antes de meternos a fondo en el contenido del mismo, quiero detenerme, aunque sea muy someramente, en subrayar y enfatizar la profunda significación cultural de este acto al que estamos asistiendo -y más en unos tiempos como los que ahora vivimos de penuria y pesimismo, en los que, además, por si fuera poco, la incuria, el utilitarismo materialista más soez y el filisteísmo más vulgar campan por sus respetos por doquier. Sabemos, por experiencia, que la incomprensión, el olvido, la soledad o el simple desprecio es la única respuesta que van a obtener todos aquellos que se dedican por libre a estas actividades tan inútiles del espíritu o del intelecto.
El libro de Francisco Acuyo que presentamos incluye en su título el término o
palabra “elogio”. Es efectivamente un “elogio”. Lo cual exige, desde el punto de
vista de la preceptiva literaria, explicar en qué consiste el “Elogio” como
género de pensamiento o como composición literaria. El término “elogio” procede
del latín “elogium”, que a su vez deriva del vocablo griego “ellogión” (del
sustantivo “logos”, en el sentido de “palabra”). Se aplicó en sus orígenes en
la antigua Roma a las inscripciones que se hacían sobre tumbas, exvotos y
estatuas, alabando la personalidad y/o las hazañas del muerto o del
representado en ellas. Hoy se entiende por “Elogio” en sentido literario como
una composición en la que se alaban (“laudatio”)
las cualidades positivas de las personas por sus méritos, conducta, dotes
físicos (fuerza), estéticos (belleza) o morales (valor, arrojo, sentido de la
justicia), y por extensión pueden aplicarse a la alabanza de animales,
objetos/cosas, entidades ideales o estados de ánimo (tristeza, alegría o
pasión). Se distinguen varias formas o tipos de elogio literario, empleadas por
los clásicos griegos y latinos (Anacreonte, Píndaro, Horacio, Ovidio):1) el elogio fúnebre dedicado a un personaje
familiar, cercano (padres, hermanos, amigos/as, amado/amada, maestros o
precptores etc.); 2) el elogio religioso
dedicado a honrarlos dioses (Afrodita, Apolo, Hermes); 3) el elogio público o heroico: dedicado a los
héroes políticos y guerreros, reyes, nobleza, caudillos, mecenas etc.
En la literatura del
Renacimiento es de destacar el famoso Elogio
de la locura (Encomium moriae,
encomio de la necedad o de la estupidez) del humanista cristiano Erasmo de
Rotterdam, que es una sátira contra las costumbres y prácticas eclesiásticas.
En nuestro tiempo son muy conocidos y valorados dos libros que incluyen la
palabra “elogio” en su título: un poemario, “Elogio de la sombra”, de Jorge Luis Borges, y “El
Elogio de la sombra”, del escritor taoísta japonés Juni´chiro Tanazaki, un
mini-tratado de estética taoísta. Uno de los más conocidos de nuestro tiempo es
el “Elogio de la imperfección” de Rita Lévy Montalcini, científica
neurofisióloga italiana, premio Nobel de medicina en 1986, una emocionante
autobiografía.
Si repasamos las
distintas composiciones o elogios literarios podemos encontrar una diversidad
variopinta y casi infinita de “motivos” o “entidades” objeto de elogio, a
saber: elogio del silencio, de la nada, del humo, de la noche, de la silla, de
la poesía, de la primavera; e incluso de seres vivos humildes como el Elogio del gato de la francesa Stephanie
Hochet o como el Elogio del asno de
Camilo José Cela, e incluso de otras entidades todavía más insignificantes como
la cebolla “Oda a la cebolla” de Pablo Neruda) o el “Cántico dolorosa al cubo de la basura”, de Tomás Morales. Nótese
que hemos incluido bajo la etiqueta de “elogio” otras composiciones poéticas
con nombre diferente (como oda o cántico). Lo hacemos porque en ellas uno
de sus elementos definitorios y más destacables es que la mayoría de las Odas y Cánticos son composiciones lírico-poéticas en las que el tono
dominante en ellas es la Laudatio
(alabanza, celebración, panegírico, enaltecimiento, celebración, loa o elogio) de alguien o de algo. Entre
ellas podemos recordar La Oda a Walt
Whitman de Federico García Lorca; la Oda
a la vida retirada de fray Luis de León; o la Oda a la alegría de Friedrich Schiller. Finalmente podemos
encontrar cierta afinidad con el Elogio
en la Elegía, composición que manifiesta un sentimiento de dolor, o Lamentatio,
ante una desgracia individual o colectiva; aunque también pueda incluir e
incluya en casi todas “de hecho”, la Laudatio,
esto es: la alabanza y encomio de las virtudes y méritos de una persona o
conjunto de personas (comunidad) desaparecidas. Incluimos en este grupo Elegías
tan famosas como Las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique; el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías,
de Federico García Lorca, o la Elegía a
Ramón Sijé, de Miguel Hernández.
Desde el mismo Pórtico del ensayo nos admira ya la feliz elección de su título
(algo, por otra parte, a lo que el poeta nos tiene acostumbrados: recordemos
sólo algunos títulos tan sugerentes como No
la flor para la guerra, La
Transfiguración de la lira, Cuadernos del Ángelus o Vegetal contra mosaico,
por citar sólo unos pocos). Si, de entrada, nos extraña la expresión utilizada
de elogio de la decepción
-aparentemente contradictoria pues parece un oxímoron-, al aprehender sus
reflexiones al respecto, caemos en la cuenta de su idoneidad y
pertinencia: pues la decepción será entendida entonces, no a la manera
estoica de una resignación desengañada ante un evento infortunado y frustrante,
como el desamor o el silencio de Dios, y generadora, en consecuencia, de un
sentimiento paralizante y resentido, sino como la constatación de que el
amor se afirma y fortalece, aún a pesar de esa primera vivencia decepcionante,
desilusionante o dolorosa.
Es más, desde esa primigenia decepción, es como el poeta-ensayista logra saltar
a un nivel ambital distinto, diferente, en el que la decepción se ha convertido
en punto de partida, en umbral iniciático de un nuevo Stimmung (estado de ánimo) que nada tiene que ver ya con aquella.
Nos recuerda -y permítanme este inciso o excurso- la misma situación de los
entrañables protagonistas de El
Principito de Antoine de Saint-Exupery[2]: el anónimo piloto de
aviación y el pequeño niño que mágicamente le sale al encuentro. El piloto en
un principio confiesa estar decepcionado o defraudado de las personas mayores
por su falta de imaginación. Cuando se halla reparando el motor de su avión en
pleno desierto, advierte la presencia de un pequeño, de noble porte, que
muestra interés en que le dibuje un cordero y le hace diversas preguntas sobre
temas al parecer anodinos. El piloto, acosado por la necesidad urgente de
resolver el problema mecánico de su avión, responde con cierta acritud. El
pequeño, disgustado, rompe a llorar, y el piloto, entonces, conmovido, adopta
frente a él una actitud más acogedora.
Confiado, el niño le cuenta que viene de un asteroide muy pequeño y que visitó diversos planetas en busca de amigos, a fin de mitigar la decepción que le había producido la vanidosa flor de su asteroide. Pero todos ellos -con la excepción tal vez del farolero- carecían de la creatividad necesaria para encontrar en común un nuevo ámbito de existencia más creativo y fundar así una auténtica relación de encuentro. El tema básico del ensayo primero, el que da título esta obra de Francisco Acuyo, consiste en subrayar la importancia que encierra el encontrarnos rigurosamente con las personas que constituyen nuestras raíces, nuestro entorno vital primario, más allá de las decepciones que nos pudieran haber causado. Cuando todo parece haber fracasado, una voz interior -“el principito que llevamos dentro”- nos advierte que tenemos todavía -a pesar de la ausencia, a pesar de la incomprensión, a pesar de los malentendidos y reproches, de la frustración o de la decepción- una airosa salida: dar el salto a un nivel superior de realización personal, a un nivel de relación dialógica (Yo-Tú) y de creatividad.
Con
encomiable bagaje categorial y metodológico, Francisco Acuyo ha sabido considerar
las emociones no como fuerzas extrañas, misteriosas, irracionales e
incontrolables de la naturaleza humana, sino como respuestas inteligentes y
adaptativas, que nos permiten ayudar a discriminar lo que es valioso e
importante para nosotros, para decidir nuestras elecciones éticas en cada
momento o circunstancia de nuestra vida. De esta manera, dos personas
decepcionadas por distintos motivos, y abandonadas en el grado cero de la
creatividad, en un desierto existencial hostil –en una aparente falta absoluta
de nuevas posibilidades para hacer de sus vidas un juego creador- se unen en la
búsqueda de una tabla de salvación que será la amistad. Y una vez que la
descubren a través de su trato mutuo, pueden ya felizmente reanudar la relación
perdida. Es la misma situación a la que F. Acuyo se refiere a lo largo y ancho
de su ensayo.
Debemos
reparar, antes de nada, en que la decepción –eje de su discurso-- pertenece al
mundo de las emociones. A lo largo de la historia de los estados de ánimo y de
los sentimientos y pasiones humanas, las emociones no han tenido buena acogida.
Se las entendía como energías, impulsos de orden animal, casi instintivo, algo
de carácter irracional, sin conexión ninguna con nuestros pensamientos,
figuraciones o valoraciones conscientes que imprimían a nuestras vidas un
carácter irregular e incierto y proclive a los vaivenes más bruscos y
violentos.
Muy
recientemente, sin embargo, en el ámbito de la neurofisiología, de la
psicología y de la ética, ha cambiado radicalmente esa percepción de las
emociones. Y ha sido, concretamente Martha C. Nussbaum, la gran filósofa
estadounidense y premio Príncipe de Asturias para la Comunicación y las
Ciencias Sociales (2012), quien, en su libro Paisajes del Pensamiento. La inteligencia de las emociones[3], con un admirable bagaje
categorial y metodológico, ha sabido considerar las emociones no como fuerzas
extrañas, misteriosas, irracionales y adaptativas que nos permiten ayudar a
discriminar lo que es valioso e importante para nosotros, para decidir nuestras
elecciones éticas en cada momento o circunstancia de la vida.
Las emociones tienen, pues, un gran valor cognitivo y de discernimiento en el sistema de nuestro razonamiento ético y son indispensables para nuestro autoconocimiento. Y en consecuencia, no cabe duda de que deben ser atendidas y tenidas en cuenta a la hora de entender o de dirigir nuestra vida axiológico-moral, como guías fiables de nuestra existencia personal. Descubrir, en el aparentemente confuso material de la aflicción y del amor, de la decepción y de la ira, del odio y del temor -es decir: de las emociones y sentimientos en general- el papel cognitivo esencial que éstas nos ofrecen para nuestra vida moral y personal, ha sido el objetivo nuclear de su investigación.
Tomás Moreno
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