Abrimos una nueva serie de post dedicados a una temática que debería llevarnos a una sana perplejidad, según la carencia de aquella que hoy parece poblar nuestras vidas prácticamente en todos los ámbitos. Sí, hablamos de la dignidad, y lo hacemos para la sección de Pensamiento del blog Ancile, y lo hacemos bajo el título de: Sobre la dignidad (introito).
SOBRE LA DIGNIDAD
(INTROITO)
Supuse siempre que la dignidad es
la verdadera perplejidad del sabio. El asombro que, además, debiera ser una
necesidad de la mayor excelencia de la condición humana, estimo que a día de
hoy debiera ponerse más energía en resaltar su capital alcance en la crónica y
devenir del que es o debió ser lo más genuino del ser humano. Y si debió ser
cursada esta excelencia con más empeño. Hubo de ser así porque ya lo advirtió en
su genial tratado Maimónides,[1]
(el conspicuo sabio, médico de Saladino), que si el hombre se entrega al fatuo
juguete de los ilusorios e intensos solaces de los sentidos (y añadiría de las
frívolas convenciones), de forma inapelable perdería su humana dignidad.
De
la dignitas latina, en su imprescindible y literal cualidad de
excelencia y o grandeza, nos interesa muy singularmente el valor interior que
concierne a cada ser humano, cuya consustancialidad, junto a la de ser libre,
forma parte de lo más genuino del mismo, por lo que su reconocimiento
ontológico está plenamente justificado, sin menoscabo de aquella dignidad
adquirida, que reclama aquel otro valor no menos importante, que hoy, por
cierto, parece casi extinguido, como es el honor.
La
honradez, la probidad, la nobleza, la decencia, la integridad, la rectitud, la
seriedad, el decoro, entre otros atributos que recoge la acepción de nuestro
diccionario, todos ellos nos ponen en antecedentes de la profundidad y complejidad tanto
del ser de la dignidad, como la que deviene adquirida por el trabajo o los
méritos del individuo. El repertorio de nuestro Pan Hispánico de la lengua
habla de la dignidad de la persona, amparada, dixit, como cualidad de la
condición humana, de donde han de emanar los derechos fundamentales de la
misma.
No
obstante, nosotros nos vamos a centrar en la dignidad como aquel principio
racional que se extrae de la autonomía e idiosincrasia del ser humano que,
entre otros, Kant, deducía de normas y juicios propios que la ofrecen como
acreedora del respeto de los demás (y, ojo; de sí mismo).
Si
ya advertía Aristóteles que la dignidad no consiste en tener honores sino en
merecerlos, y que, según Kant, mediante la mentira, el hombre aniquila
su dignidad como hombre, podríamos reflexionar (sobre todo ante el panorama
actual, donde cualquier valor es puesto en relativa controversia), hasta qué
punto, la dignidad no es cierto que muchos la pierden, sin que nadie haya
podido sustraérsela. La ausencia de respeto a la dignidad no trasciende sólo en
relación al que nos rodea, sino que debe estar dirigida, sobre todo, hacia sí
mismo.
Desde
la Oratio de hominis dignitate, de Pico de Mirandola, donde la
inteligencia era consecuencia lógica de la valoración imprescindible de la
dignidad humana, hasta la realidad ética y estética que predomina en nuestros
días, hay un abisal espacio, en el que parece diluirse la dignidad como valor y
la inteligencia como atributo, si ambos estrictamente genuinos de la humanidad.
La
entia moralis, que resaltaba J.L. Vives como propia del ser humano y
diferenciadora de la mera entidad física, parece desaparecer, y el fin en sí
mismo que es cualquier ser humano (según Kant), ahora se diría que se enajena
alienándose en el medio o en el instrumento que le hace no ser, para parecer el
adminículo egotista de no sé sabe muy bien qué cosa. O sí se sabe. Lo veremos
en el próximo capítulo de estas reflexiones del blog Ancile.
Francisco Acuyo
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