viernes, 26 de julio de 2024

SOBRE LA DIGNIDAD (INTROITO)

 Abrimos una nueva serie de post dedicados a una temática que debería llevarnos a una sana perplejidad, según la carencia de aquella que hoy parece poblar nuestras vidas prácticamente en todos los ámbitos. Sí, hablamos de la dignidad, y lo hacemos para la sección de Pensamiento del blog Ancile, y lo hacemos bajo el título de: Sobre la dignidad (introito).


SOBRE LA DIGNIDAD

 (INTROITO)


 

Sobre la dignidad (introito). Francisco Acuyo


Supuse siempre que la dignidad es la verdadera perplejidad del sabio. El asombro que, además, debiera ser una necesidad de la mayor excelencia de la condición humana, estimo que a día de hoy debiera ponerse más energía en resaltar su capital alcance en la crónica y devenir del que es o debió ser lo más genuino del ser humano. Y si debió ser cursada esta excelencia con más empeño. Hubo de ser así porque ya lo advirtió en su genial tratado Maimónides,[1] (el conspicuo sabio, médico de Saladino), que si el hombre se entrega al fatuo juguete de los ilusorios e intensos solaces de los sentidos (y añadiría de las frívolas convenciones), de forma inapelable perdería su humana dignidad.

                De la dignitas latina, en su imprescindible y literal cualidad de excelencia y o grandeza, nos interesa muy singularmente el valor interior que concierne a cada ser humano, cuya consustancialidad, junto a la de ser libre, forma parte de lo más genuino del mismo, por lo que su reconocimiento ontológico está plenamente justificado, sin menoscabo de aquella dignidad adquirida, que reclama aquel otro valor no menos importante, que hoy, por cierto, parece casi extinguido, como es el honor.

                La honradez, la probidad, la nobleza, la decencia, la integridad, la rectitud, la seriedad, el decoro, entre otros atributos que recoge la acepción de nuestro diccionario, todos ellos nos ponen en antecedentes de la profundidad y complejidad tanto del ser de la dignidad, como la que deviene adquirida por el trabajo o los méritos del individuo. El repertorio de nuestro Pan Hispánico de la lengua habla de la dignidad de la persona, amparada, dixit, como cualidad de la condición humana, de donde han de emanar los derechos fundamentales de la misma.

                En cualquier caso, la dignidad, hubo de encontrar origen racional en Platón, Aristóteles, pasando por Cicerón y Séneca posteriormente, para ser, con el pensamiento cristiano, cuando adquiere carta particular de naturaleza; así, si el hombre es libre y responsable de sus actos, y debe contener una dignidad que le caracterice. La dignidad como ley natural, pasó a tener un lugar privilegiado en el acervo del pensamiento humano que, tras las dos guerras mundiales, hubo de obtener imprescindible constructo jurídico a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

                No obstante, nosotros nos vamos a centrar en la dignidad como aquel principio racional que se extrae de la autonomía e idiosincrasia del ser humano que, entre otros, Kant, deducía de normas y juicios propios que la ofrecen como acreedora del respeto de los demás (y, ojo; de sí mismo).

                Si ya advertía Aristóteles que la dignidad no consiste en tener honores sino en merecerlos, y que, según Kant, mediante la mentira, el hombre aniquila su dignidad como hombre, podríamos reflexionar (sobre todo ante el panorama actual, donde cualquier valor es puesto en relativa controversia), hasta qué punto, la dignidad no es cierto que muchos la pierden, sin que nadie haya podido sustraérsela. La ausencia de respeto a la dignidad no trasciende sólo en relación al que nos rodea, sino que debe estar dirigida, sobre todo, hacia sí mismo.

                Desde la Oratio de hominis dignitate, de Pico de Mirandola, donde la inteligencia era consecuencia lógica de la valoración imprescindible de la dignidad humana, hasta la realidad ética y estética que predomina en nuestros días, hay un abisal espacio, en el que parece diluirse la dignidad como valor y la inteligencia como atributo, si ambos estrictamente genuinos de la humanidad.

                La entia moralis, que resaltaba J.L. Vives como propia del ser humano y diferenciadora de la mera entidad física, parece desaparecer, y el fin en sí mismo que es cualquier ser humano (según Kant), ahora se diría que se enajena alienándose en el medio o en el instrumento que le hace no ser, para parecer el adminículo egotista de no sé sabe muy bien qué cosa. O sí se sabe. Lo veremos en el próximo capítulo de estas reflexiones del blog Ancile.


Francisco Acuyo

 

 



[1] Maimónides: Guía de los perplejos, Fondo de Cultura económica, Madrid, 2001.





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