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martes, 3 de septiembre de 2024

BREVÍSIMA NOTA DE RECOMENDACIONES Y PRÉDICAS DE D. FRANCISCO DE QUEVEDO ADAPTADAS TORPEMENTE A LA MODERNA NECESIDAD DE NUESTROS DÍAS.

 Finalizamos la serie de reflexiones y divertimentos sobre la ridiculez y la infamia de la indignidad, para le sección de Pensamiento del blog Ancile, con un nuevo post que lleva por título, algo prolijo: Brevísima nota de recomendaciones y prédicas de D, Francisco de Quevedo, adaptadas a la moderna indignidad de nuestros días.



BREVÍSIMA NOTA DE RECOMENDACIONES Y PRÉDICAS DE

 D. FRANCISCO DE QUEVEDO ADAPTADAS  A LA

 MODERNA INDIGNIDAD DE NUESTROS DÍAS



 



Acaso porque la situación ha sido tan propicia como lo fuera entonces, la falta de dinero y de vergüenza, entonces de plata y oro, lo pone en evidencia: debiéranse quemar las coplas de poetas, así también que, como mentirosos y farsantes incorregibles, así se infiere por decir mal unos de otros (dixit), situación que nunca estuvo más de moda que en nuestro tiempo, por lo que debe tenerse como muestra muy apropósito  para la descripción de la pérdida de la dignidad de nuestros poetas.

                Otra premática de Quevedo muy digna de consideración para los poetas de antes y aun para los de ahora, será que se les trate como a enajenados (yo apuraría, como a imbéciles), y como privilegio del loco o del estólido gañán, que si son furiosos los aten (dixit), y si no, por piedad cristiana, que no se les castiguen, sino que se les agradezca no haber cometido aún más indignidad de la posible, actitud que los emparenta con buena parte de la casta de nuestros políticos, tomada por la mayoría en nuestros días de modo literal.

                Aunque para suerte de nuestros ganados ya no hay pastoral albergue de poetas (hoy ecologistas), debemos estar atentos por si decidieren tomar callado y pellico para volver a las andadas. Además, como no podemos ahora recomendar que dejen tal oficio, si inclinados a la soledad, habiten ermitas, y los sociables, por aún más temibles, se acomoden en cuadras como mozos de acémilas, que ahora son pocas y están al inescrutable recaudo de los actuales gobiernos.

                Aquello de intentar impedir trasladar las coplas de un sitio a otro, que recomendaba Quevedo, será hoy del todo imposible, que las redes (sociales, dicen) ya no son las de antes, cuyo útil era la de atrapar pescado, sino la de hacerlo circular sin medida por medio mundo, por lo que de hacerlo callar, cuando menos un mes por sus insolentes hurtos, será tarea de seguro perdida en cualquier caso, así son los tiempos que corren a día de hoy, que difieren notablemente con los de nuestro autor de tan graves premáticas.

                Hoy nada podemos decir, como entonces, de las mujeres que se casan con poetas, para que no se las entierre, como a suicidas, en sagrado, sobre todo porque el sacro sacramento apenas si se utiliza, amén de que hombres y mujeres avanzan a la irremediable extinción, sean  o no poetas, que abundan hoy con ímpetu inaudito, no ya el poeta, la poeta (o el feo poetisa)  sino el poete, la poeti o la poetu, según interese al asno que salvaguarde cualquier disparate del muy mal denominado género que habite el universo mundo.

                Pero, con cuánta razón nuestro admirado Quevedo, exige piedad cristiana hacia aquellos que creen que los que se dicen poetas son necesarios y vivir sin ellos será un imposible, que por ciegos, farsantes y sacristanes, se han de permitir los poetas oficiales de tal o cual singular régimen, reconocidos por carta de examen de cacique que fuere (dixit, muy acertadamente)  entonces, ahora muy de nuestro tiempo también, y aunque los Apolos, Júpiter y Saturnos han caído en desgracia a los que encomendarse, seguro que lo harán a su cuidado de los próceres más indeseables de la actual política, por convicción ideológica o sin ella, que eso procederá según el interés convenido por el peticionante, aunque después los tenga de abogados a la hora de su muerte.

                Cerraba el gran poeta con la recomendación de que estas prédicas han de guardarse a nuestras justicias (y dignidades) inviolablemente con el rigor acostumbrado.

 

Francisco Acuyo

 

 

 


 

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