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miércoles, 12 de septiembre de 2012

DE PANDORA A LA FEMME FATALE (II) LOS MITOS LEGITIMADORES DE LA SUBORDINACIÓN FEMENINA Y SU INTERIORIZACIÓN,


Segunda y no menos interesante entrada sobre un tema de gran actualidad en la sección de Microensayos de nuestro blog Ancile: “De Pandora a la Femme Fatale (II) Los mitos legitimadores de la subordinación femenina y su interiorización”, por nuestro eximio colaborador y querido amigo el profesor Tomás Moreno.

De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 2, Ancile

 DE PANDORA A LA FEMME FATALE (II) 
LOS MITOS LEGITIMADORES DE LA 
SUBORDINACIÓN FEMENINA Y SU INTERIORIZACIÓN


Los mecanismos por los cuales se crean y gestionan los mitos legitimadores que determinados grupos humanos utilizan en la defensa y justificación de sus intereses (a menudo inconfesables) han sido explicados, con claridad meridiana, por José Antonio Marina y María de la Válgoma:
Las luchas reivindicativas tienen que enfrentarse a intereses y mitos legitimadores con los que aquellos pretenden adecentarse. El poder siente pudor de apelar sólo a la ley del más fuerte. El mito legitimador de la esclavitud era la diferencia natural entre libres y esclavos, unos nacidos para mandar y otros para obedecer. Éste fue también el mito legitimador de las aristocracias, las castas y los racismos […]. En la discriminación de la mujer, funcionaron dos mitos legitimadores. Primero: La mujer es peligrosa. Segundo: La mujer es mentalmente inferior. Ambos recomendaban el mismo remedio: controlarlas, tutelarlas, atarlas en corto[1].
De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 2
            ¿Cómo se asumen e interiorizan esos mitos, por parte de las mujeres? Muy sencillo: a través de procesos de socialización, educación y adoctrinamiento. De esta manera se fueron transmitiendo toda una serie de ideas, creencias y pautas de conducta que implicaban la aceptación de la inferioridad y subordinación de la mujer y la superioridad indiscutible del varón y del Padre (la esencia de la ideología patriarcal) en todos los aspectos y espacios de la vida individual, familiar y social. Se introdujeron así en las mentes femeninas y se instalaron en el imaginario social y cultural como verdades dogmáticas indiscutibles.
            Pero ello no hubiera sido posible sin la utilización de determinados controles normativos de diferentes tipos: físicos, sociales, jurídico-políticos, económicos, psico-mentales y simbólicos, fundamentalmente violentos e interrelacionados entre sí, ya que la violencia contra las mujeres es estructuralmente normativa y debe entenderse y analizarse en términos sistémicos. Marilyn Frensch nos ha recordado cómo las religiones -secularmente instaladas en el Paradigma Patriarcal[2]- han sido uno de los principales vehículos para la traumática imposición  de aquellos controles que afectaban sobre todo al cuerpo de la mujer, facilitando así la subyugación de la mujer por parte del hombre:
Para mantener a la mujer alejada del poder político, el poder dentro de las iglesias, la representación en los asuntos públicos, las religiones se concentran sobre todo en el cuerpo de la mujer, tratando el cuerpo femenino como si en él se encarnara la moralidad de toda la raza humana. Por lo tanto se concentran en el aspecto físico de la mujer, su vestido (velo, burka, niqab)  y sus costumbres como si toda la virtud humana dependiera de ellos (si bien el aspecto físico, el vestido y las costumbres del hombre son considerados irrelevantes para la virtud). Otros se centran en las mujeres como madres potenciales, como si únicamente las mujeres tuvieran el deber de perpetuar la especie humana. Las religiones no exigen a los hombres que ayuden o recompensen a las mujeres en esta tarea, pero solicitan a los hombres que la controlen[3].
            Se trató, pues, en unos casos, de controles exteriores -amedrentadores o preventivos- y explícitamente violentos contra la mujer, que, como hemos señalado, contaron con su sanción religiosa y su legitimación coactiva en la tradición, la costumbre o la ley de los mayores, en forma de harenes, purdahs[4], cinturones de castidad y otros procedimientos opresivos para las mujeres.
            Otras veces, se manifestaron (¡y se manifiestan todavía! en algunos contextos culturales de todos conocidos) de manera más directa y brutal, mediante cruentas mutilaciones genitales: el cosido de los labios vaginales para que el esposo los rasgue a punta de navaja la noche de bodas, en unos casos; la circuncisión (sunna), la extirpación del clítoris (clitoridectomía), o la infibulación (circuncisión faraónica)[5], en otros; operaciones todas ellas practicadas con cuchillos no esterilizados, incluso oxidados, trozos de cristal, o cuchillas de afeitar, por comadronas o barberos, con consecuencias físicas y psicológicas irreparables.
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            En muchas sociedades del mundo y bajo el auspicio de muchas tradiciones tribales, esa violencia antifemenina se expresó promoviendo e imponiendo por parte de los hombres prácticas tan crueles como el crimen de honor, infligido a la mujer por parte del marido o de su familia, el aborto para los hijos engendrados fuera del matrimonio o el infanticidio de las niñas tras su nacimiento, descuidándolas hasta el punto de dejarlas morir de desnutrición; en otras, condenando a las viudas a la hoguera -como en la India- o torturándolas con todo tipo de artefactos del horror como hizo  la Inquisición contra pobres mujeres calificadas de brujas o posesas[6].
            En otras muchas comunidades tribales (africanas, asiático-orientales etc.), esclavizando o lapidando a las mujeres por perder la virginidad (incluso si habían sido violadas) o por cometer adulterio y, en los casos más “benignos”, con el repudio o expulsión de la mujer del hogar para morir de hambre, sin ninguna posibilidad de defensa legal; en multitud de ocasiones, discriminándolas con la pérdida de derechos sociales, la  exclusión de la ciudadanía, la relegación al oikos, a lo privado, etc.
            También, por supuesto, mediante controles jurídico-patrimoniales, como la institucionalización de la herencia patrilineal -que trazaba la descendencia de los hijos a través del linaje del padre- proporcionando así a los hombres una excusa para vigilar la sexualidad de la mujer y obligarlas a casarse y tener hijos a una edad muy temprana  o entregando a las hijas prepúberes en matrimonios concertados, mediante compraventa, a hombres adultos o viejos, o bien, finalmente, mediante institucionalización de la dote para desprenderse de las hijas por ser gravosas para la economía familiar[7].
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Mary Douglas
            Y habitualmente, en todas las sociedades con controles económicos, mediante todas las modalidades de sanción económica que durante tanto tiempo han oprimido y discriminado a las mujeres hasta hoy mismo, sin contar la explotación (también “económica”) a la que se las ha sometido secularmente con trabajos extenuantes sin ningún tipo de compensación individual ni reconocimiento social.
            Pero, decíamos, estos violentos controles no han sido solamente físicos, sociales, político-jurídicos o económicos, sino también, y simultáneamente, mentales y culturales, introyectados en la psique femenina a través de eficaces adoctrinamientos ideológicos y mediante pertinentes construcciones culturales, morales, religiosas y simbólicas, en forma de usos y costumbres, prescripciones, normas de obligado cumplimiento y sobre todo de mitos y tabúes.
            En efecto, la violencia sobre y contra la mujer no siempre ha sido explícita o directa. En su ya clásico libro Pureza y peligro[8], la antropóloga Mary Douglas opina que existen menos tabúes sexuales en las sociedades donde el varón puede imponer su dominación directamente, y en las que se permite que el hombre castigue directamente a la mujer mediante la fuerza física, que en aquellas otras en donde el control y la dominación se ejerce de manera indirecta.
            Y para ser realmente efectivos, los tabúes tienen que ser aceptados tanto por los hombres como por las mujeres. “A medida que en una sociedad patriarcal los controles directos sobre la mujer se van debilitando, los tabúes sexuales van, por el contrario, reforzándose y elaborándose, y asimismo se va acentuando el miedo a la mujer”[9], y también el miedo de la mujer, su represión y opresión por parte del sistema.
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Elisabeth Schüssler Fiorenza
            Así, dado que ningún hombre puede controlar a todos los demás hombres y mujeres directamente, el control será más efectivo si recae en primera instancia sobre la mujer y en forma cultural o simbólica, esto es: en forma, sobre todo, de tabúes, interdictos y prohibiciones de todo tipo -bien de carácter religioso[10], ritual o sexual[11], bien de índole estética[12] o médico higiénica- transmitidos a través de una severa, sistemática, manipuladora y eficaz educación en la subordinación femenina y que ofrecían (y ofrecen) por lo demás la  ventaja de ser también hasta cierto punto un control de los demás hombres. Cuando la propia mujer ha interiorizado, a nivel inconsciente, todos esos tabúes e interdictos como lógicos y naturales. Entonces ya no se necesitan controles visibles, violentos o exteriores[13].
            En este mismo sentido, Lorenzo Álvarez de Toledo ha probado fehacientemente cómo detrás de cada tabú, de cada producción mítico-patriarcal se esconde en realidad un interdicto o una prohibición para la mujer: la de mirar, la de exhibirse, la de hablar, la de comer, la de derramar sangre, la de administrar bienes, la del acceso a la cultura, etc.[14] Y se pregunta, como la propia Eva Figes, si detrás de tanta prohibición no se esconderá el miedo del varón a un posible retorno al dominio femenino[15].
            Otro de los vehículos, en fin, utilizados por el Patriarcado para la consolidación, transmisión y perpetuación de ese sometimiento del sexo femenino y el consiguiente dominio masculino, a través de la violencia simbólica ha sido, sin duda, el arte, el cine y la literatura. Marta Cerezo Moreno nos lo ha recordado recientemente al analizar determinados estereotipos y arquetipos literarios femeninos, cruelmente misóginos, del canon medieval y renacentista concluyendo que “desde la Antigüedad, los mitos y su articulación literaria y artística han contribuido a modelar y difundir ideas y prácticas sociales que están aún en la actualidad profundamente arraigadas, aceptadas y normalizadas en el subconsciente social”[16].  
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Pierre Bordieu
            Sobre esta violencia simbólica contra la mujer, Ángeles de la Concha ha señalado, lúcidamente, cómo ésta se inflige fundamentalmente “a través de una ‘ideología de la feminidad’, dispersa en múltiples discursos sociales -el biológico, el científico, el educativo, el religioso, el moral, el médico, el de la moda, etc.- que han venido fraguando la espesa malla cultural que ha hecho que las mujeres se contemplen, acepten y modelen a la luz de esos discursos dominantes”[17].
            Nos recuerda la autora a este respecto la caracterización que Pierre Bourdieu ofrece de esa violencia -que arranca sumisiones inconscientes haciendo que el individuo se abandone fatalmente a su destino- como una “violencia amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento”[18].
                Se constata así, por todo ello, que la violencia directa o indirecta, física o simbólica contra las mujeres, ha sido históricamente el instrumento habitual del Patriarcado para mantener el poder y ejercerlo despóticamente sobre las personas que considera inferiores: las mujeres, las niñas y los niños. “La violencia contra las mujeres constituye el núcleo esencial de la opresión kiriárquica”, concluirá asimismo la teóloga cristiana Elisabeth Schüssler Fiorenza[19].
           
                                                                                                                                                 Tomás Moreno



[1] La lucha por la dignidad. Teoría de la felicidad política, Anagrama, Barcelona, 2000, cf. pp. 133-135. Asimismo en El rompecabezas de la sexualidad, Anagrama, Barcelona, 2002, J. A. Marina amplía el repertorio, aludiendo a un tercer tipo de mito legitimador: el de su inferioridad moral (p. 302).
[2] Una de las misiones y objetivos mas urgentes y necesarias de las actuales Religiones Institucionalizadas, tanto de las de procedencia semítica –las religiones del Libro- como las de índole oriental, es la de desprenderse, vaciarse y purificarse de una vez por todas del Paradigma Patriarcal, misógino y antifemenino, que lastra todavía sus kerigmas originarios de una innecesaria e injusta marginación y estigmatización de la mujer. El ejemplo de Jesús es modélico en este respecto: rompió -con sus hechos, con sus palabras y exhortaciones y con su interacción personal con las mujeres- con el orden patriarcal judeo-rabínico vigente en la sociedad hebrea de su tiempo y con todos los tabúes que pesaban sobre la mujer en aquel contexto. Baste acercarse sin anteojeras ideológicas a los textos evangélicos para así constatarlo. Su predicación del Reino de Dios implicaba la liberación de todo tipo de opresión, incluida, sobre todo, la de la mujer por parte del hombre. Cfr. Lc. 10, 38; Jn 7, 53-8, 10; Lc7, 36-50, Jn 8, 1-11, Lc 4, 38-39, Lc 7, 11-17, Mt 9, 18-29, Lc 13, 10-17, Mat 9, 19-29, Lc 13 10-17, Mc  7, 26 etc., etc. etc.
[3] Marilyn Frensch, La guerra contra las mujeres, Plaza-Janés, Barcelona, 1993, p. 21. Rose Marie Muraro considera en este mismo sentido que: “No es extraño que en la cultura patriarcal los hombres –Freud inclusive- tengan un miedo terrible a lo femenino. Milenariamente las mujeres han sido castigadas por su sexualidad. No sólo en el Génesis, donde la mujer es doblemente culpada de la caída humana; en las culturas islámicas van siempre cubiertas de velos; en África se les amputa el clítoris o se les cose la vagina.” (Cf. Leonardo Boff y Rose M. Muraro, Femenino y masculino. Una nueva conciencia para el encuentro de las diferencias, Editorial Trotta, Madrid, 2004, p. 125).
[4] El término “purdah” (“urdu” en persa; y “cortina” en hindi) significa “la práctica de ocultar a las mujeres de los hombres que no sean parientes directos”; una especie de “cortina” de segregación sexual o de separación tajante entre el mundo del hombre y el mundo de la mujer, entre el ámbito de la comunidad pública y el hogar,  característica del subcontinente indio y del mundo islámico.
[5] Marilyn Frensch, op. cit., pp. 9-25 y 117-128. La circuncisión (sunna, “tradición”) en las mujeres consiste en la extirpación de la punta del clítoris. La extirpación (clitoridectomía) consiste en la extirpación del clítoris entero y de partes de los labios menores que rodean a la vagina. La infibulación (circuncisión faraónica, llamada así por practicarse en el Antiguo Egipto) consistente en fijar un anillo o un broche (fíbula) a través del labio genital grande de las mujeres para evitar que tuvieran relaciones sexuales o hijos. Esta práctica tuvo su origen en el cuidado del ganado, puesto que se hacía exactamente igual con los animales hembras, yeguas y vacas.
[6] Ibíd. “Ninguna de estas restricciones y agresiones”, indica la autora, “fue jamás impuesta a los hombres”.
[7] Prácticas y costumbres, todas ellas, que nos parecen efectivamente bárbaras, sin que sin embargo tomemos conciencia de que en pleno siglo XXI -y en las sociedades desarrolladas occidentales en las que nominalmente se defienden los derechos humanos- asistamos impasibles a la más explícita y publicitada degradación y esclavización de las mujeres que aun sobrevive: el próspero negocio de la trata de blancas,  de la prostitución, que las estabula y ofrece como ganado al mejor postor y del que los distintos medios de comunicación (salvo honrosas excepciones) cínicamente nos informan cumplidamente en sus secciones de relax, de clasificados, o de contactos.
[8] Cf. Mary Douglas, Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Madrid, Editorial Siglo XXI, 1991.
[9] Eva Figes, op. cit., p. 57.
[10] La exclusión de las mujeres de la participación activa en las ceremonias y ritos religiosos en todas las religiones patriarcales, oficiados exclusivamente por hombres, equivale a sugerir que la religión es actividad exclusivamente masculina y puesto que la maternidad está implícita en la “vocación de feminidad”, los hombres necesitan algo igualmente sagrado con que compensar su carencia de designios.
[11] Por poner algunos ejemplos: los tabúes sexuales que limitan o prohíben la actividad sexual en determinadas fechas o períodos de tiempo (embarazo, menstruación) aseguran el control de las mujeres y refuerzan el pacto sexual. Según Eva Figes algunos observadores han considerado por ello los tabúes sexuales como una modalidad natural de control de la natalidad, o de reducción de los conflictos sexuales entre los varones de una comunidad: si las mujeres embarazadas o con la menstruación son intocables, los hombres podrán dejar a su mujer sin vigilancia alguna y sin preocupaciones. Podríamos señalar también aquellos otros tabúes referentes al carácter dañino, impuro y peligroso de la menstruación o los relacionados con el miedo del varón a la voracidad sexual desenfrenada e insaciable de la mujer (que tanto Freud, como Weininger difundieron), ya que podría suponer la debilitación o pérdida de su fuerza o potencia sexual -cuantitativamente limitada y agotable- o con la angustia masculina ante un órgano sexual tan poderoso, inquietante y peligroso como el femenino (vagina dentata) que, a niveles inconscientes, le amenaza con la posibilidad de ser mutilado.
[12] Vid infra: nota 15.
[13] Sobre la eficacia de estos controles mentales o culturales, Dominique Grisoni llega a afirmar que “si en Occidente no ha tenido lugar la excisión de las mujeres, es porque se encontró algo mejor: cortar el clítoris en la cabeza. Menos doloroso y menos sangriento, pero igual de eficaz”. Cf. Dominique Grisoni, Las pruebas de los cuerpos, en Jean-Pierre Bardet  y VV.AA., La primera vez o la novela de la virginidad perdida, a través de los siglos y los continentes, Planeta, Barcelona, 1984, nota 51, p. 80.
[14] Véase su interesante investigación jurídico-antropológica, De Manzanas y serpientes, edit. Devenir/El Otro, Madrid 2008, pp. 71-113.
[15] Eva Figes, op. cit., p. 46. Miedo al otro sexo por entender el varón patriarcal que “su capacidad manipuladora e insidiosa, pese a su debilidad y a su través, puede manipular al hombre siempre y cuando éste la desee, y ella lo sabe. El peligro de la mujer es mayor cuando es taimado y sutil, explotando sus atractivos e influyendo en el hombre sin que éste se de cuenta de que lo está utilizando para sus fines. Los tabúes sexuales se hacen para los hombres imprescindibles” (Ibíd.).
[16]Cf.: El canon literario y sus efectos sobre la construcción cultural de la violencia de género: los casos de Chaucer y Shakespeare, en Ángeles de la Concha, El sustrato cultural de la violencia de género. Literatura, arte, cine y videojuegos, op. cit., p. 29.
[17] Ángeles de la Concha (coord.), El sustrato cultural de la violencia de género. Literatura, arte, cine y videojuegos, Editorial Síntesis, Madrid, 2010, p. 9. En el caso del discurso de la moda es paradigmática la violencia ejercida, en nuestras avanzadas sociedades occidentales, contra las mujeres con la imposición de modelos de belleza y cánones estéticos verdaderamente opresivos y represores por parte de los dictadores de la moda, que desembocan irremediablemente en la anorexia o la bulimia de un número significativo de jóvenes. Torturas no menos cruentas y degradantes que las que se llevaba a cabo con las mujeres japonesas, empequeñeciendo sus pies vendándolos desde su más tierna infancia, o la infligida a las mujeres saras -de la región de Ubangui-Cari, en África- con la inserción de enormes discos labiales en sus bocas, o, en fin, las que las mujeres padaungs sufrían desde niñas, con la inserción en sus cuellos de anillos metálicos que iban siendo alargados progresivamente a media que crecían. En el caso de cometer adulterio su condena consistiría en la retirada de los anillos con la consiguiente fractura de su columna cervical.
[18] Pierre Bourdieu, La dominación masculina, Anagrama, Barcelona, 2010, pp. 11-12 (citado en la Introducción del ensayo de Ángeles de la Concha (coord) El sustrato cultural de la violencia de género, op. cit. p. 9).
[19] Margarita María Pintos y Juan José Tamayo, Violencia de género y sociedad, El País, sábado 27 de junio de 2009. Elisabeth Schüssler Fiorenza entiende el Kiriarcado como el gobierno del emperador/ señor/ amo/ padre/ esposo sobre sus subordinados: súbditos, siervos, hijos/as, esposas. El Patriarcado sería una variante o forma específica del Kiriarcado.




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1 comentario:

  1. Ya estaba atrapado desde la primera parte. Es un tema que requiere mucho conocimiento sociohistórico y hasta cierta dosis de valor. A pesar de todo, la mujer se ha abierto caminos y marcado épocas fuera de esos cánones patriarcales; pero son raros los ejemplos, reinas quizás, presidentas de países, y hasta el mito de las amazonas. Al menos en una aprte del mundo se ha avanzado en lo que pudiera llamarse "la liberación de la mujer", sobre todo por sí misma. Espero que en un futuro que quizás no vea, el panorama cambie aún mucho más. ¿Tendremos un matriarcado?, je je ...quién sabe. Un abrazo y muchas gracias por este excelente trabajo.

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