Segunda
y no menos interesante entrada sobre un tema de gran actualidad en la sección
de Microensayos de nuestro blog Ancile: “De Pandora a la Femme Fatale (II) Los mitos legitimadores de la subordinación
femenina y su interiorización”, por nuestro eximio colaborador y querido amigo
el profesor Tomás Moreno.
DE
PANDORA A LA FEMME FATALE (II)
LOS
MITOS LEGITIMADORES DE LA
SUBORDINACIÓN FEMENINA Y SU INTERIORIZACIÓN
Los mecanismos por los cuales se crean y gestionan
los mitos legitimadores que
determinados grupos humanos utilizan en la defensa y justificación de sus
intereses (a menudo inconfesables) han sido explicados, con claridad meridiana,
por José Antonio Marina y María de la Válgoma:
Las luchas
reivindicativas tienen que enfrentarse a intereses y mitos legitimadores con
los que aquellos pretenden adecentarse. El poder siente pudor de apelar sólo a
la ley del más fuerte. El mito legitimador de la esclavitud era la diferencia
natural entre libres y esclavos, unos nacidos para mandar y otros para
obedecer. Éste fue también el mito legitimador de las aristocracias, las castas
y los racismos […]. En la discriminación de la mujer, funcionaron dos mitos
legitimadores. Primero: La mujer es
peligrosa. Segundo: La mujer es
mentalmente inferior. Ambos recomendaban el mismo remedio: controlarlas,
tutelarlas, atarlas en corto[1].
¿Cómo se asumen e interiorizan esos
mitos, por parte de las mujeres? Muy sencillo: a través de procesos de
socialización, educación y adoctrinamiento. De esta manera se fueron
transmitiendo toda una serie de ideas, creencias y pautas de conducta que
implicaban la aceptación de la inferioridad y subordinación de la mujer y la
superioridad indiscutible del varón y del Padre (la esencia de la ideología
patriarcal) en todos los aspectos y espacios de la vida individual,
familiar y social. Se introdujeron así en las mentes femeninas y se instalaron
en el imaginario social y cultural
como verdades dogmáticas indiscutibles.
Pero ello no hubiera sido posible
sin la utilización de determinados controles
normativos de diferentes tipos: físicos, sociales, jurídico-políticos,
económicos, psico-mentales y simbólicos, fundamentalmente violentos e
interrelacionados entre sí, ya que la violencia contra las mujeres es
estructuralmente normativa y debe entenderse y analizarse en términos sistémicos. Marilyn Frensch nos ha recordado cómo las religiones -secularmente
instaladas en el Paradigma Patriarcal[2]- han sido uno de los
principales vehículos para la traumática
imposición de aquellos controles que afectaban sobre todo al cuerpo de la mujer, facilitando así la subyugación de la mujer por parte
del hombre:
Para mantener a la mujer
alejada del poder político, el poder dentro de las iglesias, la representación
en los asuntos públicos, las religiones se concentran sobre todo en el cuerpo
de la mujer, tratando el cuerpo femenino como si en él se encarnara la
moralidad de toda la raza humana. Por lo tanto se concentran en el aspecto
físico de la mujer, su vestido (velo, burka, niqab) y sus costumbres como si toda la virtud
humana dependiera de ellos (si bien el aspecto físico, el vestido y las
costumbres del hombre son considerados irrelevantes para la virtud). Otros se
centran en las mujeres como madres potenciales, como si únicamente las mujeres
tuvieran el deber de perpetuar la especie humana. Las religiones no exigen a
los hombres que ayuden o recompensen a las mujeres en esta tarea, pero
solicitan a los hombres que la controlen[3].
Se trató, pues, en unos casos, de controles
exteriores -amedrentadores o preventivos- y explícitamente violentos contra la
mujer, que, como hemos señalado, contaron con su sanción religiosa y su
legitimación coactiva en la tradición, la costumbre o la ley de los mayores, en
forma de harenes, purdahs[4],
cinturones de castidad y otros procedimientos opresivos para las mujeres.
Otras veces, se manifestaron (¡y se
manifiestan todavía! en algunos contextos culturales
de todos conocidos) de manera más directa y brutal, mediante cruentas
mutilaciones genitales: el cosido de los labios vaginales para que el esposo
los rasgue a punta de navaja la noche de bodas, en unos casos; la circuncisión
(sunna),
la extirpación del clítoris (clitoridectomía), o la infibulación
(circuncisión
faraónica)[5], en
otros; operaciones todas ellas practicadas con cuchillos no esterilizados,
incluso oxidados, trozos de cristal, o cuchillas de afeitar, por comadronas o
barberos, con consecuencias físicas y psicológicas irreparables.
En muchas sociedades del mundo y
bajo el auspicio de muchas tradiciones tribales, esa violencia antifemenina se
expresó promoviendo e imponiendo por parte de los hombres prácticas tan crueles
como el crimen de honor, infligido a la mujer por parte del marido o de
su familia, el aborto para los hijos
engendrados fuera del matrimonio o el infanticidio
de las niñas tras su nacimiento, descuidándolas hasta el punto de dejarlas
morir de desnutrición; en otras, condenando a las viudas a la hoguera -como en la India- o torturándolas con todo tipo de artefactos del horror como hizo la Inquisición contra pobres mujeres
calificadas de brujas o posesas[6].
En otras muchas comunidades tribales
(africanas, asiático-orientales etc.), esclavizando
o lapidando a las mujeres por perder
la virginidad (incluso si habían sido violadas) o por cometer adulterio y, en
los casos más “benignos”, con el repudio
o expulsión de la mujer del hogar para morir de hambre, sin ninguna
posibilidad de defensa legal; en multitud de ocasiones, discriminándolas con la
pérdida de derechos sociales, la
exclusión de la ciudadanía, la relegación al oikos, a lo privado, etc.
También, por supuesto, mediante controles jurídico-patrimoniales, como
la institucionalización de la herencia patrilineal -que trazaba la descendencia
de los hijos a través del linaje del padre- proporcionando así a los hombres
una excusa para vigilar la sexualidad de la mujer y obligarlas a casarse y
tener hijos a una edad muy temprana o
entregando a las hijas prepúberes en matrimonios
concertados, mediante compraventa, a hombres adultos o viejos, o bien,
finalmente, mediante institucionalización de la dote para desprenderse de las hijas por ser gravosas para la
economía familiar[7].
Mary Douglas |
Y habitualmente, en todas las
sociedades con controles económicos,
mediante todas las modalidades de sanción económica que durante tanto tiempo
han oprimido y discriminado a las mujeres hasta hoy mismo, sin contar la
explotación (también “económica”) a la que se las ha sometido secularmente con
trabajos extenuantes sin ningún tipo de compensación individual ni
reconocimiento social.
Pero, decíamos, estos violentos
controles no han sido solamente físicos, sociales, político-jurídicos o
económicos, sino también, y simultáneamente, mentales y culturales,
introyectados en la psique femenina a través de eficaces adoctrinamientos
ideológicos y mediante pertinentes construcciones
culturales, morales, religiosas y simbólicas, en forma de usos y costumbres, prescripciones, normas de
obligado cumplimiento y sobre todo de mitos
y tabúes.
En efecto, la violencia sobre y
contra la mujer no siempre ha sido explícita o directa. En su ya clásico libro Pureza y peligro[8], la antropóloga Mary Douglas opina que existen menos tabúes sexuales en las sociedades donde el varón puede imponer su
dominación directamente, y en las que se permite que el hombre castigue
directamente a la mujer mediante la fuerza física, que en aquellas otras en
donde el control y la dominación se ejerce de manera indirecta.
Y para ser realmente efectivos, los
tabúes tienen que ser aceptados tanto por los hombres como por las mujeres. “A
medida que en una sociedad patriarcal los controles directos sobre la mujer se
van debilitando, los tabúes sexuales van, por el contrario, reforzándose y
elaborándose, y asimismo se va acentuando el miedo a la mujer”[9],
y también el miedo de la mujer, su represión y opresión por parte del sistema.
Elisabeth Schüssler Fiorenza |
Así, dado que ningún hombre puede
controlar a todos los demás hombres y mujeres directamente, el control será más
efectivo si recae en primera instancia sobre la mujer y en forma cultural o
simbólica, esto es: en forma, sobre todo, de tabúes, interdictos y prohibiciones de todo tipo -bien de carácter
religioso[10],
ritual o sexual[11],
bien de índole estética[12]
o médico higiénica- transmitidos a través de una severa, sistemática,
manipuladora y eficaz educación en la subordinación femenina y que ofrecían
(y ofrecen) por lo demás la ventaja de
ser también hasta cierto punto un control de los demás hombres. Cuando la
propia mujer ha interiorizado, a nivel inconsciente, todos esos tabúes e
interdictos como lógicos y naturales. Entonces ya no se necesitan controles
visibles, violentos o exteriores[13].
En este mismo sentido, Lorenzo Álvarez de Toledo ha probado
fehacientemente cómo detrás de cada tabú,
de cada producción mítico-patriarcal
se esconde en realidad un interdicto o una prohibición para la mujer: la de mirar, la de exhibirse, la de hablar,
la de comer, la de derramar sangre, la de administrar bienes, la del acceso a la cultura, etc.[14]
Y se pregunta, como la propia Eva Figes,
si detrás de tanta prohibición no se esconderá el miedo del varón a un posible
retorno al dominio femenino[15].
Otro de los vehículos, en fin,
utilizados por el Patriarcado para la consolidación, transmisión y perpetuación
de ese sometimiento del sexo femenino y el consiguiente dominio masculino, a
través de la violencia simbólica ha sido, sin duda, el arte, el cine y la literatura.
Marta Cerezo Moreno nos lo ha
recordado recientemente al analizar determinados estereotipos y arquetipos
literarios femeninos, cruelmente misóginos, del canon medieval y renacentista
concluyendo que “desde la Antigüedad, los mitos y su articulación literaria y
artística han contribuido a modelar y difundir ideas y prácticas sociales que
están aún en la actualidad profundamente arraigadas, aceptadas y normalizadas
en el subconsciente social”[16].
Pierre Bordieu |
Sobre esta violencia simbólica contra la mujer, Ángeles de la Concha ha señalado, lúcidamente,
cómo ésta se inflige fundamentalmente “a través de una ‘ideología de la
feminidad’, dispersa en múltiples discursos sociales -el biológico, el
científico, el educativo, el religioso, el moral, el médico, el de la moda,
etc.- que han venido fraguando la espesa malla cultural que ha hecho que las
mujeres se contemplen, acepten y modelen a la luz de esos discursos dominantes”[17].
Nos recuerda la autora a este respecto
la caracterización que Pierre Bourdieu
ofrece de esa violencia -que arranca sumisiones
inconscientes haciendo que el individuo se abandone fatalmente a su destino-
como una “violencia amortiguada, insensible e invisible para sus propias
víctimas, que se ejerce esencialmente a través de caminos puramente simbólicos
de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento,
del reconocimiento o, en último término, del sentimiento”[18].
Se constata así, por todo ello, que la violencia directa
o indirecta, física o simbólica contra las mujeres, ha sido históricamente el
instrumento habitual del Patriarcado
para mantener el poder y ejercerlo despóticamente sobre las personas que
considera inferiores: las mujeres, las niñas y los niños. “La violencia contra
las mujeres constituye el núcleo esencial de la opresión kiriárquica”, concluirá
asimismo la teóloga cristiana Elisabeth
Schüssler Fiorenza[19].
Tomás Moreno
[1] La lucha por la
dignidad. Teoría de la felicidad política, Anagrama, Barcelona, 2000, cf. pp. 133-135. Asimismo en El rompecabezas de la sexualidad, Anagrama, Barcelona, 2002, J. A.
Marina amplía el repertorio, aludiendo a un tercer tipo de mito legitimador: el
de su inferioridad moral (p. 302).
[2] Una de las misiones y objetivos mas urgentes y
necesarias de las actuales Religiones Institucionalizadas, tanto de las de
procedencia semítica –las religiones del Libro- como las de índole oriental,
es la de desprenderse, vaciarse y
purificarse de una vez por todas del Paradigma Patriarcal, misógino y
antifemenino, que lastra todavía sus kerigmas
originarios de una innecesaria e injusta marginación y estigmatización de la
mujer. El ejemplo de Jesús es
modélico en este respecto: rompió -con sus hechos, con sus palabras y
exhortaciones y con su interacción personal con las mujeres- con el orden
patriarcal judeo-rabínico vigente en la sociedad hebrea de su tiempo y con
todos los tabúes que pesaban sobre la mujer en aquel contexto. Baste
acercarse sin anteojeras ideológicas a los textos evangélicos para así
constatarlo. Su predicación del Reino de
Dios implicaba la liberación de todo
tipo de opresión, incluida, sobre todo, la
de la mujer por parte del hombre. Cfr. Lc. 10, 38; Jn 7, 53-8, 10; Lc7,
36-50, Jn 8, 1-11, Lc 4, 38-39, Lc 7, 11-17, Mt 9, 18-29, Lc 13, 10-17, Mat 9,
19-29, Lc 13 10-17, Mc 7, 26 etc., etc.
etc.
[3] Marilyn Frensch, La
guerra contra las mujeres, Plaza-Janés, Barcelona, 1993, p. 21. Rose Marie
Muraro considera en este mismo sentido que: “No es extraño que en la cultura
patriarcal los hombres –Freud inclusive- tengan un miedo terrible a lo
femenino. Milenariamente las mujeres han sido castigadas por su sexualidad. No
sólo en el Génesis, donde la mujer es
doblemente culpada de la caída humana; en las culturas islámicas van siempre
cubiertas de velos; en África se les amputa el clítoris o se les cose la
vagina.” (Cf. Leonardo Boff y Rose M. Muraro, Femenino y masculino. Una nueva conciencia para el encuentro de las
diferencias, Editorial Trotta, Madrid, 2004, p. 125).
[4] El término “purdah” (“urdu” en persa; y “cortina” en
hindi) significa “la práctica de ocultar a las mujeres de los hombres que no
sean parientes directos”; una especie de “cortina” de segregación sexual o de
separación tajante entre el mundo del hombre y el mundo de la mujer, entre el
ámbito de la comunidad pública y el hogar,
característica del subcontinente indio y del mundo islámico.
[5] Marilyn Frensch, op. cit., pp. 9-25 y 117-128. La circuncisión (sunna, “tradición”) en las mujeres consiste en la extirpación de la
punta del clítoris. La extirpación (clitoridectomía) consiste en la
extirpación del clítoris entero y de partes de los labios menores que rodean a
la vagina. La infibulación (circuncisión faraónica, llamada así por
practicarse en el Antiguo Egipto) consistente en fijar un anillo o un broche (fíbula) a través del labio genital
grande de las mujeres para evitar que tuvieran relaciones sexuales o hijos.
Esta práctica tuvo su origen en el cuidado del ganado, puesto que se hacía
exactamente igual con los animales hembras, yeguas y vacas.
[6] Ibíd. “Ninguna de estas restricciones y agresiones”,
indica la autora, “fue jamás impuesta a los hombres”.
[7] Prácticas y costumbres,
todas ellas, que nos parecen
efectivamente bárbaras, sin que sin
embargo tomemos conciencia de que en pleno siglo XXI -y en las sociedades
desarrolladas occidentales en las que nominalmente
se defienden los derechos humanos- asistamos
impasibles a la más explícita y publicitada degradación
y esclavización de las mujeres que aun sobrevive: el próspero negocio de la trata de blancas, de la
prostitución, que las estabula y ofrece como ganado al mejor postor y del que los distintos medios de
comunicación (salvo honrosas excepciones) cínicamente nos informan
cumplidamente en sus secciones de relax,
de clasificados, o de contactos.
[8] Cf. Mary Douglas, Pureza
y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Madrid,
Editorial Siglo XXI, 1991.
[9] Eva Figes, op. cit., p. 57.
[10] La exclusión de las mujeres de la participación activa en las ceremonias y
ritos religiosos en todas las religiones patriarcales, oficiados exclusivamente
por hombres, equivale a sugerir que la religión es actividad exclusivamente
masculina y puesto que la maternidad está implícita en la “vocación de
feminidad”, los hombres necesitan algo igualmente sagrado con que compensar su
carencia de designios.
[11] Por poner algunos ejemplos: los tabúes sexuales que limitan o
prohíben la actividad sexual en determinadas fechas o períodos de tiempo
(embarazo, menstruación) aseguran el control de las mujeres y refuerzan el
pacto sexual. Según Eva Figes algunos observadores han considerado por ello los
tabúes sexuales como una modalidad
natural de control de la natalidad, o de reducción de los conflictos sexuales
entre los varones de una comunidad: si las mujeres embarazadas o con la
menstruación son intocables, los hombres podrán dejar a su mujer sin vigilancia
alguna y sin preocupaciones. Podríamos señalar también aquellos otros tabúes referentes al carácter dañino,
impuro y peligroso de la menstruación
o los relacionados
con el miedo del varón a la voracidad
sexual desenfrenada e insaciable de la mujer (que tanto Freud, como
Weininger difundieron), ya que podría suponer la debilitación o pérdida de su fuerza o potencia sexual
-cuantitativamente limitada y agotable-
o con la angustia masculina ante un órgano sexual tan poderoso, inquietante y
peligroso como el femenino (vagina
dentata) que, a niveles inconscientes, le amenaza con la posibilidad de ser
mutilado.
[12] Vid infra: nota 15.
[13] Sobre la eficacia de estos controles mentales o
culturales, Dominique Grisoni llega a afirmar que “si en Occidente no ha tenido
lugar la excisión de las mujeres, es porque se encontró algo mejor: cortar el
clítoris en la cabeza. Menos doloroso y menos sangriento, pero igual de
eficaz”. Cf. Dominique Grisoni, Las
pruebas de los cuerpos, en Jean-Pierre Bardet y VV.AA., La
primera vez o la novela de la virginidad perdida, a través de los siglos y los
continentes, Planeta, Barcelona, 1984, nota 51, p. 80.
[14] Véase su interesante investigación jurídico-antropológica, De Manzanas y serpientes, edit. Devenir/El Otro, Madrid 2008, pp. 71-113.
[15] Eva Figes, op. cit., p. 46. Miedo al otro
sexo por entender el varón patriarcal que “su capacidad manipuladora e
insidiosa, pese a su debilidad y a su través, puede manipular al hombre siempre
y cuando éste la desee, y ella lo sabe. El peligro de la mujer es mayor cuando
es taimado y sutil, explotando sus atractivos e influyendo en el hombre sin que
éste se de cuenta de que lo está utilizando para sus fines. Los tabúes sexuales
se hacen para los hombres imprescindibles” (Ibíd.).
[16]Cf.: El canon
literario y sus efectos sobre la construcción cultural de la violencia de
género: los casos de Chaucer y Shakespeare, en Ángeles de la Concha, El sustrato cultural de la violencia de
género. Literatura, arte, cine y videojuegos, op. cit., p. 29.
[17] Ángeles de la Concha (coord.), El sustrato cultural de la violencia de género. Literatura, arte, cine
y videojuegos, Editorial Síntesis, Madrid, 2010, p. 9. En el caso del discurso
de la moda es paradigmática la
violencia ejercida, en nuestras avanzadas sociedades occidentales, contra las
mujeres con la imposición de modelos de
belleza y cánones estéticos verdaderamente opresivos y represores por parte
de los dictadores de la moda, que desembocan irremediablemente en la anorexia o la bulimia de un número significativo de jóvenes. Torturas no menos
cruentas y degradantes que las que se llevaba a cabo con las mujeres japonesas, empequeñeciendo sus pies
vendándolos desde su más tierna infancia, o la infligida a las mujeres saras -de la región de Ubangui-Cari, en
África- con la inserción de enormes discos labiales en sus bocas, o, en fin,
las que las mujeres padaungs sufrían desde
niñas, con la inserción en sus cuellos de anillos metálicos que iban siendo
alargados progresivamente a media que crecían. En el caso de cometer adulterio
su condena consistiría en la retirada de los anillos con la consiguiente
fractura de su columna cervical.
[18] Pierre Bourdieu, La
dominación masculina, Anagrama, Barcelona, 2010, pp. 11-12 (citado en la Introducción del ensayo de Ángeles de la
Concha (coord) El sustrato cultural de la
violencia de género, op. cit. p. 9).
[19] Margarita María Pintos y Juan José Tamayo, Violencia de género y sociedad, El
País, sábado 27 de junio de 2009. Elisabeth Schüssler Fiorenza entiende el Kiriarcado como el gobierno del
emperador/ señor/ amo/ padre/ esposo sobre sus subordinados: súbditos, siervos,
hijos/as, esposas. El Patriarcado sería una variante o forma específica del Kiriarcado.
Ya estaba atrapado desde la primera parte. Es un tema que requiere mucho conocimiento sociohistórico y hasta cierta dosis de valor. A pesar de todo, la mujer se ha abierto caminos y marcado épocas fuera de esos cánones patriarcales; pero son raros los ejemplos, reinas quizás, presidentas de países, y hasta el mito de las amazonas. Al menos en una aprte del mundo se ha avanzado en lo que pudiera llamarse "la liberación de la mujer", sobre todo por sí misma. Espero que en un futuro que quizás no vea, el panorama cambie aún mucho más. ¿Tendremos un matriarcado?, je je ...quién sabe. Un abrazo y muchas gracias por este excelente trabajo.
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