PERSONA,
IPSEIDAD E INMORTALIDAD DE LO AMADO
Tiempo ha que, por pura
coincidencia, vine a dar con la descripción filosófica de una vieja intuición
mía que, desde mi más tierna y balbuciente fiebre de lector –casi infantil-, me
hacía inclinarme hacia las lecturas menos prosaicas, formativas y pragmáticas
que, por otra parte, al común de mis amistades y allegados causaban gran
asombro, fruición y entretenimiento. Mis lecturas eran la poesía (clásica y
moderna), la filosofía occidental (y oriental) en sus más peregrinas
manifestaciones metafísicas, con Platón a la cabeza; así también libros raros,
más o menos esotéricos y, en contraste, científicos (los de la ciencia moderna
relativista y cuántica) que de un modo u otro socavaban los principios del
sentido común de las filosofías racionalistas con sus aserciones e hipótesis abiertas
a un mundo siempre enigmático pero abierto a toda suerte de divagaciones
imaginarias y fantásticas. Era evidente que el Participando de
las cosas eternas surgen las cosas temporales[1].
Ya
había leído a Bergson con ferviente devoción, y sus conclusiones sobre el
individuo como proceso me resultaban tan sugerentes como concordantes con mi
manera de ver el mundo a través del proceso creativo poético. Creía imaginar (plásticamente
incluso) las almas, el espíritu, proyectado, emitido a través de la materia,
siendo la elocuente dinámica de la vida
la que vendría a crear dichas almas, acaso ya preexistentes. Mas, aquellas mónadas fluidas de Whitehead fueron el
culmen a mis alucinadas conjeturas de incipiente poeta que, no obstante, nunca
me abandonarían.
La
persona, trascendida la máscara[2]
de la acepción del clasicismo, y ya bien emparentada con el rostro que nos
identifica como ser humano único y cuya alma comprende y propicia la
inteligencia (San Agustín) y da lugar al amor, era juntamente con aquella
visión orgánica, dinámica y vívida de lo individual que aproximaba un párrafo atrás,
la máxima justificación racional e intuida de lo inmortal de la persona amada,
no solo como testimonio vivo de aquello que nos trasciende, también como aquel
otro yo mismo (en su significación antropológica) que por su tránsito
existencial (Tomás de Aquino), es ser humano como yo lo soy y que escoge y ama
libremente.
Qué
bien casaba esta visión del amigo, de la amada, de la poesía misma como entidad
viva que impulsa (creativamente) al proceso de individualizar cada entidad
íntimamente entrelazada a la organicidad de la naturaleza y de la vida y que
venía a investirla de personalidad plena. La perspectiva que dan los años
ofrece no pocos poemas como aquellas piezas psíquicas, vivas de mi personalidad
unidas a las de otros (amigos, familia, seres amados…) que renacen y escuchan en
el resonar de los versos la llamada, en que los muertos oirán la voz del Hijo de
Dios, y los que la oigan vivirán[3].
Francisco Acuyo
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