viernes, 9 de diciembre de 2016

PERSONA, IPSEIDAD E INMORTALIDAD DE LO AMADO

Para la sección, De juicios, paradojas y apotegmas, del blog Ancile ofrecemos la reflexión esbozada prontamente en estas líneas bajo el título, Persona, ipseidad e inmortalidad de lo amado.





Persona, ipseidad e inmortalidad de lo amado, Francisco Acuyo





PERSONA, IPSEIDAD  E INMORTALIDAD DE LO AMADO









Tiempo ha que, por pura coincidencia, vine a dar con la descripción filosófica de una vieja intuición mía que, desde mi más tierna y balbuciente fiebre de lector –casi infantil-, me hacía inclinarme hacia las lecturas menos prosaicas, formativas y pragmáticas que, por otra parte, al común de mis amistades y allegados causaban gran asombro, fruición y entretenimiento. Mis lecturas eran la poesía (clásica y moderna), la filosofía occidental (y oriental) en sus más peregrinas manifestaciones metafísicas, con Platón a la cabeza; así también libros raros, más o menos esotéricos y, en contraste, científicos (los de la ciencia moderna relativista y cuántica) que de un modo u otro socavaban los principios del sentido común de las filosofías racionalistas con sus aserciones e hipótesis abiertas a un mundo siempre enigmático pero abierto a toda suerte de divagaciones imaginarias y fantásticas. Era evidente que el Participando de las cosas eternas surgen las cosas temporales[1].

Persona, ipseidad e inmortalidad de lo amado, Francisco Acuyo
                Ya había leído a Bergson con ferviente devoción, y sus conclusiones sobre el individuo como proceso me resultaban tan sugerentes como concordantes con mi manera de ver el mundo a través del proceso creativo poético. Creía imaginar (plásticamente incluso) las almas, el espíritu, proyectado, emitido a través de la materia, siendo la elocuente dinámica  de la vida la que vendría a crear dichas almas, acaso ya preexistentes. Mas, aquellas mónadas fluidas de Whitehead fueron el culmen a mis alucinadas conjeturas de incipiente poeta que, no obstante, nunca me abandonarían.

                La persona, trascendida la máscara[2] de la acepción del clasicismo, y ya bien emparentada con el rostro que nos identifica como ser humano único y cuya alma comprende y propicia la inteligencia (San Agustín) y da lugar al amor, era juntamente con aquella visión orgánica, dinámica y vívida de lo individual que aproximaba un párrafo atrás, la máxima justificación racional e intuida de lo inmortal de la persona amada, no solo como testimonio vivo de aquello que nos trasciende, también como aquel otro yo mismo (en su significación antropológica) que por su tránsito existencial (Tomás de Aquino), es ser humano como yo lo soy y que escoge y ama libremente.

                Qué bien casaba esta visión del amigo, de la amada, de la poesía misma como entidad viva que impulsa (creativamente) al proceso de individualizar cada entidad íntimamente entrelazada a la organicidad de la naturaleza y de la vida y que venía a investirla de personalidad plena. La perspectiva que dan los años ofrece no pocos poemas como aquellas piezas psíquicas, vivas de mi personalidad unidas a las de otros (amigos, familia, seres amados…) que renacen y escuchan en el resonar de los versos  la llamada, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán[3].




Francisco Acuyo




[1] Whitehead, A. N.: Proceso y realidad, Losada, Buenos Aires, 1956,
[2]  Etimológicamente se reconocía como la máscara el actor en sus representaciones teatrales.
[3] Juan, 5, 25.




Persona, ipseidad e inmortalidad de lo amado, Francisco Acuyo

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