Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, y de la mano del filósofo y profesor Tomás Moreno, y abundando sobre el tema de la misoginia, traemos el post titulado, Época de las luces: La oscura y disminuida inteligencia de la mujer.
ÉPOCA DE LAS LUCES:
LA
OSCURA Y DISMINUIDA INTELIGENCIA DE LA MUJER
En la Ilustración, a lo largo del siglo XVIII, se afirmará que, evidentemente, la razón es una, universal y
presente en todos los seres humanos pero, y ahora llega la ambigua sutileza, el ejercicio de la razón es diferente según los sexos. Se recayó en el viejo -y aparentemente superado debate- de la
racionalidad similar o equivalente y compartida de hombres y mujeres. La
inferioridad de la mujer, que hunde sus raíces en la diferencia fisiológica
o sexual, se extenderá “con toda naturalidad” a su ser entero, y en particular
a sus facultades intelectuales y morales. Uno de sus grandes pensadores, Rousseau (1712-1778) por ejemplo, sostenía que las mujeres poseían
la ciencia de los medios pero no la de los fines. El filósofo ginebrino, al igual que el discurso dominante de los
filósofos ilustrados, negará a la mujer en sentido estricto la posibilidad de
abstraer y de generalizar, lo cual equivale a afirmar que la génesis completa
del conocimiento especulativo sólo tiene sentido para los varones:
La búsqueda de verdades
abstractas y especulativas, de principios y axiomas en las ciencias, todo lo
que tiende a generalizar las ideas no es de incumbencia de las mujeres; sus
estudios todos deben remitirse a la práctica; a ellas corresponde hacer
aplicación de los principios hallados por el hombre, y, a ellas hacer las
observaciones que conducen al hombre al establecimiento de los principios (EOE, V, 579).
Para
Rousseau, en consecuencia, la razón de las mujeres no es por completo una razón
teórica; el espíritu femenino no tiene actividad conceptual superior sólida y
completa. La prueba está en Sofía:
Sofía lo concibe todo y no
retiene gran cosa. Sus mayores progresos son en moral y en las cosas del gusto;
en cuanto a la física sólo retiene alguna idea de las leyes generales y del
sistema del mundo; a veces, durante sus paseos, al contemplar las maravillas de
la naturaleza, sus corazones inocentes y puros se atreven a elevarse hasta su
Autor. No temen su presencia, se expansionan juntos ante Él (EOE, V, 638).
Pese
a todo, el pensador ginebrino no podrá negar que la mujer posea un espíritu,
esto es, una cierta potencia racional (más simple e imperfecta que la del
hombre, como ya hemos visto), y que necesite educar su entendimiento, aunque
sólo deba cultivarlo en la medida en que tenga necesidad de él para cumplir con
sus deberes naturales (obedecer al marido, serle fiel, cuidar de los hijos). El
que la mujer carezca de razón teórica y sólo tenga una razón inferior conlleva
que sólo puede aspirar, efectivamente, a apoyarse en los hechos concretos: “La
razón de las mujeres es una razón práctica que les hace encontrar con mucha
habilidad los medios para llegar a un fin conocido, pero que no les hace
encontrar ese fin” (EOE, V, 565).
Aunque el desarrollo de la inteligencia sea más precoz en ellas que en los
varones, y aunque puedan acceder a la
literatura y a determinados conocimientos de las ciencias, tienen las
facultades intelectuales como atrofiadas, una imaginación desordenada y una
excesiva sensibilidad, que las hace incapaces para cualquier tipo de invención.
Están, por supuesto, excluidas de la genialidad.
Kant tampoco concederá a las mujeres un ingenio o inteligencia
comparable a la de los varones. Seguirá las principales tesis y opiniones de su
admirado Rousseau sobre la inteligencia femenina. Opone, también, como su
maestro, la razón especulativa (reservada a los hombres) a la razón práctica de
las mujeres. A los hombres les están reservadas las ideas abstractas; a las
mujeres, las cuestiones concretas, a pie de tierra. La razón de ello tal vez
fuera que la inteligencia femenina era para Kant –como afirmaba en sus Observaciones acerca de lo bello y lo
sublime” (1764)- una “inteligencia bella” en contraste con la “inteligencia
profunda” o “sublime”, propia y característica de la del varón: “El bello sexo
tiene sin duda tanta inteligencia como el masculino, sólo que es una
inteligencia bella; la nuestra debe ser una inteligencia profunda como
expresión para significar lo mismo que lo sublime” (OBS, 229)[1].
La diferencia entre ambas es suficientemente clara y explícita al respecto: “La
inteligencia bella elige por objetos suyos los más análogos a los sentimientos
delicados y abandona las especulaciones abstractas o los conocimientos útiles,
pero áridos, a la inteligencia aplicada, fundamental y profunda”[2]. (Cont.).
TOMÁS MORENO
[1] Immanuel
Kant, Observaciones acerca del
sentimiento de lo bello y lo sublime, introducción, traducción y notas de
Luis Jiménez Moreno, Alianza Editorial, Madrid 2008. En adelante citamos con la
sigla OBS (las numeraciones al margen
corresponden a la paginación generalizada en la edición de la Academia de
Berlin).Para un profundo y exhaustivo análisis de la concepción kantiana de la
mujer véase M. Fontán, “La mujer de Kant. Sobre la imagen de la mujer en la
antropología kantiana” en Cinta
Canterla, La mujer en los siglos XVIII y
XIX, Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, 1993, pp. 51-74
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