Ofrecemos en la muy visitada sección Microensayos del blog Ancile, la tercera entrega De Pandora a la femme fatale, del profesor Tomás Moreno, en consecución de un tema de enorme interés y actualidad, relacionado con los prejuicios y mitologías de la mujer, esta vez sobre los diferentes estereotipos y el imaginario cultural relacionado con esta.
DE PANDORA A LA FEMME FATALE (III)
Estereotipos femeninos e Imaginario
cultural.
Como ya
hemos señalado, desde el principio los hombres patriarcales han tratado de
construir la imagen de la mujer que mejor se conformara a sus anhelos y deseos,
a sus miedos, angustias y a sus intereses[1].
Como nos recordara Simone de Beauvoir:
La historia nos
ha mostrado que los hombres siempre tuvieron todos los poderes concretos; desde
los primeros tiempos del patriarcado consideraron útil mantener a la mujer en
un estado de dependencia; sus leyes se construyeron contra ella; así es como se
convirtió concretamente en Alteridad. Esta condición servía a los intereses
económicos de los varones, pero también a sus pretensiones ontológicas y
morales[2].
En efecto, ellos han inventado los
mitos, los arquetipos, las figuras o representaciones imaginarias de la mujer, los
modelos ideales o los estereotipos estigmatizadores de lo femenino[3],
así como los mecanismos de difusión y perpetuación de los mismos. Es de resaltar
a este respecto -a pesar de las transformaciones radicales del estatus
sociolaboral de la mujer contemporánea y de su emancipación económica (al menos
desde la Segunda Guerra Mundial)- la pervivencia
de esos estereotipos tradicionales de la mujer en nuestras modernas sociedades.
Simone de Beauvoir |
Como ha demostrado R. Gubern[4], todavía hoy permanecen
los mismos procedimientos de creación de
estereotipos, generados secularmente por el universo sociocultural, potenciados más que nunca en nuestra
sociedad massmediática, controlada y dirigida por hombres.
Aunque el tema de la representación de la mujer en la
publicidad -recuerda R. Gubern- ha generado mucha literatura, es preciso
señalar que la máscara de la feminidad que se impone en nuestra sociedad industrial
y comercial, en los medios incitadores al consumo, se mueve entre dos polos
fundamentales -o mitos matriciales,
como los denomina- de los que derivan por combinación o matización los demás
arquetipos y estereotipos: a) el de la mujer (Eva) como la gran tentadora del hombre y b) el de Eva como la gran culpable de la caída[5].
Ellos, los hombres patriarcales, han
creado y formulado los códigos y cánones éticos, sociales, económicos,
estéticos, sexuales y religiosos por los que debería regirse la vida y la
conducta en las distintas sociedades bajo su dominación[6];
han ideado y prescrito los tabúes, las
interdicciones, las prohibiciones, que debían regir la vida social, asignando
asimismo a las mujeres el papel, las pautas de sumisión, las reglas de
subordinación y obediencia que en ella deberían adoptar. Ellos construyeron, en
fin, las distintas y a veces antitéticas imágenes de la mujer en las que ella
no se ha reconocido, aunque haya sumisamente aceptado.
En efecto, como explica Simone de
Beauvoir:
En la realidad concreta,
las mujeres se manifiestan en aspectos diferentes; pero cada uno de los mitos
edificados a propósito de la mujer pretende resumirla en su totalidad; cada uno
pretende ser único; la consecuencia es que existe una pluralidad de mitos
incompatibles y que los hombres se pierden en ensueños ante las extrañas
incoherencias de la idea de Feminidad; como toda mujer participa de una
pluralidad de estos arquetipos que pretenden encerrar cada uno de ellos su
Verdad exclusiva, los hombres encuentran ante sus compañeras el asombro de los
sofistas que no podían entender que un hombre fuera rubio y moreno al mismo
tiempo […] La ambigüedad del personaje de Aspasia, de Mme Pompadour, es fácil
de entender desde una experiencia concreta. Pero si planteamos que la mujer es
la Mantis Religiosa, la Mandrágora, el Demonio, sembrará la confusión descubrir
también en ella a la Musa, la Diosa Madre, Beatriz[7].
Por eso, precisamente, Simone de Beauvoir alude a la artificiosa y alienante ambigüedad esencial del ser femenino
-del Eterno Femenino- y señala que el
sexo femenino es misterioso para la
mujer misma, oculto, atormentado, en gran parte, porque no se reconoce en él,
porque la mujer no reconoce como suyos
sus deseos. Al ser misteriosa
para el hombre, la mujer se considera por lo tanto misterio en sí, y en su corazón, es indefinible para ella misma:
una esfinge: “Mantenida al margen del mundo, la mujer no puede definirse
objetivamente a través de este mundo y su misterio sólo oculta un vacío… sus
verdaderos sentimientos, sus verdaderas conductas, las ocultan cuidadosamente”[8].
Desde el principio de los tiempos la
imagen de la mujer ha sido, pues, un
mítico constructo artificioso
inventado y fabricado por el hombre para satisfacer sus intereses, sus sueños,
pero también para conjurar su miedo -o sus pesadillas- frente a su misteriosa
capacidad maternal creadora[9]
y su ilimitada potencia y receptividad sexual. Afectado el hombre de un
ambivalente sentimiento de amor y de odio con respecto a la mujer, su
imaginación le ha llevado a disociar las imágenes y representaciones femeninas
en función de esa polaridad afectiva.
La ambivalencia parecerá así una
propiedad intrínseca del eterno femenino:
la santa madre tiene como correlato a la madrastra cruel, la joven angelical a
la virgen perversa: así podremos decir que Madre es igual a Vida o que Madre es
igual a Muerte, que toda doncella es un espíritu puro o carne consagrada al
diablo[10]. Pero, añade Simone de
Beauvoir, no es la realidad la que dicta a la sociedad o a los individuos este
tipo de disyuntiva entre dos principios opuestos de unificación; en cada época,
en cada caso, sociedad e individuo deciden de acuerdo con sus necesidades y proyectan
en el mito adoptado las instituciones y los valores que reivindican.
Jean Delumeau[11] ha constatado asimismo cómo
la actitud masculina respecto al segundo
sexo siempre ha sido contradictoria, oscilando de la atracción a la
repulsión, de la admiración a la hostilidad:
El judaísmo bíblico y el
clasicismo griego expresaron a su tiempo estos sentimientos opuestos. Desde la
edad de piedra, que nos ha dejado muchas más representaciones femeninas que
masculinas, hasta la época romántica, la mujer ha sido, en cierto modo,
exaltada. Primero diosa de la fecundidad, madre
de los senos fieles e imagen de la naturaleza inagotable, se convirtió con
Atenea en la divina sabiduría; con la Virgen María, en el canal de toda gracia
y la sonrisa de la bondad suprema. Al inspirar a los poetas, desde Dante a
Lamartine, el eterno femenino
–escribía Goethe- nos arrastra hacia lo
alto […] Esta veneración del
hombre por la mujer se ha visto contrapesada, a lo largo de las edades, por el
miedo que ha experimentado ante el otro sexo, particularmente en las sociedades
con estructuras patriarcales”.
Jean Delumeau |
Un miedo que, en su opinión, durante
mucho tiempo no se ha querido estudiar y que el psicoanálisis mismo ha
subestimado hasta época reciente. Sin embargo, señala Delumeau, la hostilidad recíproca que opone a los dos componentes
de la humanidad parece haber existido siempre y lleva todas las señales de un impulso inconsciente[12]. De ahí la persistente escisión de la imagen femenina y de
sus representaciones iconográficas y culturales a lo largo del tiempo y en las
más diversas formaciones sociales.
En efecto la imagen femenina suele
aparecer en el imaginario cultural,
artístico e iconográfico occidental
-básicamente misógino- escindida y disociada en dos, en negro y en
blanco. El hombre representa y
conceptualiza, pues, a la mujer a base de polaridades y dicotomías abstractas
de su imagen[13].
Tanto la filosofía como el arte
occidentales nos ofrecen múltiples ejemplos de tal disociación, ambivalencia o
antítesis. Recordemos, así, la representación de la belleza femenina bajo las
formas de las dos Venus aludidas en
el Symposium de Platón: Afrodita Urania y Afrodita Pandemós. La Venus
Coelestis, que pertenece a la esfera inmaterial, supracelestial, Idea platónica, intelligentia pura, y la Venus
vulgaris o terrenal, natural (Venus
Genitrix, dotada de vis generando)
de Ficino y los neoplatónicos renacentistas que tuvieron su reflejo en el
cuadro de Tiziano Amor sacro y Amor Profano (de la galería Borghese de
Roma)[14].
Polarizada así entre los estereotipos de María y de
Eva, Madonna
venerable o Bruja diabólica, idealizada Beatriz o fierecilla domada, Ángel del
hogar o Lulú, la imaginación masculina ha escindido sistemáticamente a la
mujer entre la virgen y la prostituta, la madre y la vampiresa. La mirada del
artista oscilará siempre entre el temor, la repugnancia o el aborrecimiento
(pues el cuerpo femenino es origen de riesgo, peligro, enfermedad y
pecado) y la fascinación, el deseo y la
atracción sexual (por ser fuente de placer y de nutrición)[15].
Pero existen otras razones -además
de la señalada- de esta escisión tan digna de ser enfatizada, de esa capacidad
masculina para, en expresión de Eva Figes, “poner a la mujer en un pedestal y
al mismo tiempo pisotearla”: y es que se trata de imágenes tan rígidas que a la
fuerza tienen que escindirse, pues ni la realidad más complaciente podría
ajustarse completamente a ellas.
A este hecho se refiere Simone de Beauvoir al analizar los
“hechos y mitos” de la existencia femenina, y comprobar las polaridades que le
sirven de base:
Siempre es
difícil describir un mito, no se deja atrapar ni delimitar; ronda las conciencias
sin afirmarse nunca frente a ellas como un objeto definitivo. Es tan ondulante,
tan contradictorio que a primera vista nunca se capta su unidad: Dalila y
Judit, Aspasia y Lucrecia, Pandora y Atenea: la mujer es a un mismo tiempo Eva
y la Virgen María. Es un ídolo, una criada, la fuente de la vida, una potencia
de las tinieblas; es el silencio elemental de la verdad, es artificio,
charloteo y mentiras, es la sanadora y la bruja; es la presa del hombre, es su
pérdida, es todo lo que no es y desea tener, su negación y su razón de ser[16].
Tomás
Moreno
[1] Para una comprensión de la identidad sexual (femenina
y/o masculina) como constructo socio-cultural, transido de historicidad, véase
T. Laqueur, La construcción del sexo.
Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Cátedra, Madrid, 1994.
[2] Simone de Beauvoir, El Segundo Sexo, Ediciones Cátedra, Madrid, 2005, p. 225.
[3] Utilizamos los vocablos estereotipos y figuras o imágenes míticas/arquetípicas culturales semánticamente como
sinónimos. El D.R.A.L.E define el
estereotipo como “una figura, imagen o idea aceptada comúnmente por un
grupo o sociedad”. Una especie de cliché, imagen o creencia popular aceptada
por un grupo social de manera más o menos consciente, dotada de una gran carga
de emocionalidad. Sobre los estereotipos o imágenes culturales véanse: Bruno M.
Mazzara, Estereotipos y prejuicios,
Acento Editorial, Madrid, 1999 y, sobre todo, Anna M. Fernández Poncela, Estereotipos y roles de género en el
refranero popular, Anthropos, Barcelona, 2002. Para un análisis del carácter relacional de los estereotipos
masculino y femenino (a partir de la modernidad) véase el lúcido y exhaustivo
ensayo de Fernando Fernández-Llebrez, ¿”Hombres
de verdad”? Estereotipo masculino, relaciones entre los géneros y ciudadanía,
Foro Interno, 2004, 4, pp. 15-43.
[4] Estereotipos femeninos en
la cultura de la imagen contemporánea, Anàlisi.Quaderns de Comunicació i
Cultura. Revista del Departamento de Periodisme i Ciènces de la Comunicació de
la UAB. Num. 9, 1984.
[5] Así, según Gubern, del mito primigenio de la tentadora, derivará el arquetipo o
estereotipo de la casta Susana (cuya
historia es narrada en el capítulo XIII del Libro
de Daniel). Susana -símbolo o representación de la mujer sexualmente ofrecida y deseada, objeto del voyeurismo libidinoso de los ancianos
del relato hebreo- preanuncia, en una sociedad tan prepotentemente misógina y
patriarcal como la judía de aquella época, una de las funciones centrales del
mundo del espectáculo, de la publicidad de las sociedades modernas: la
incitación al consumo de sexo, virtual o no, la espectacularización del cuerpo
de la mujer y la utilización de la mujer misma como gadget sexual de consumo. El otro
arquetipo o estereotipo –su polo
opuesto- lo suministra la cultura europea con el personaje perverso y
prepotente de Wanda von Dunajeff, la protagonista literaria de La Venus de las pieles, de Leopold von
Sacher Masoch, como representante y símbolo de la mujer fálica y antagonista del hombre: sádica, dominante, adornada
de todos los atributos de la llamada femme fatale (literaria y
cinematográfica), y que, en la jerga psicoanalítica, se denomina “mujer
castradora”. Como puede verse jamás se ofrecen relaciones democráticas o
simétricas entre los sexos, concluye el profesor Gubern. (Ibid, pp. 33-35)
[6] Por referirnos sólo a uno de ellos, el estético, recordemos cómo Gombrich ha
mostrado, estudiando los problemas anatómicos con que tropezó Botticelli al
pintar su famoso cuadro El nacimiento de
Venus, hasta qué punto la pintura del Renacimiento, en manos de hombres
como lo sigue estando hoy, desconocía la estructura y proporciones del cuerpo
femenino y su “imagen del cuerpo” estaba regida por una autoconciencia
masculina. (Citado en Román Gubern, Estereotipos
Femeninos en la cultura de la imagen contemporánea, op. cit., p.33).
[7] El Segundo Sexo,
op. cit., p. 352.
[9] Para el hombre, escribe Jean Delumeau la maternidad seguirá siendo, probablemente
siempre, un profundo misterio, y Karen Horney (La Psychologie de la femme) ha sugerido con verosimilitud que el
miedo que la mujer inspira al otro sexo se basa, sobre todo, en ese misterio,
fuente de tantos tabúes, de terrores y de ritos, que la une, mucho más
estrechamente que a su compañero, a la gran obra de la naturaleza y hace de
ella el santuario de lo extraño. Cf. El miedo en Occidente, capítulo 10, Los Agentes de Satán, III.- La Mujer, Taurus, Madrid, 2002, pp.475
y ss.
[10] El Segundo Sexo,
op. cit., pp. 352-353.
[13] Recordemos que la división de la mujer en objeto
maternal y objeto sexual es
analizada por Freud en Sobre una
degradación general de la vida erótica. Cf. Obras completas, Vol. 9: Ensayos LXII-LXXIV, trad. del alemán Luis
López Ballesteros, Ediciones Orbis, Buenos Aires, 1993, pp. 1710-1717. Igualmente, Otto Weininger afirmará que
los dos tipos o polos extremos del “vivir femenino”-a los que las mujeres se
aproximan en mayor o menor medida- son la madre
y la prostituta (Sexo y carácter, cap. X “Maternidad y Prostitución”, Península,
Barcelona,1985, pp. 216 y ss.). Por citar alguna de las polaridades evocadas por Eva Figes: “la Virgen
María y la Mujer Escarlata, ángel misericordioso y prostituta, compañera amable
e intolerable marisabidilla” (Actitudes
patriarcales: las mujeres en la sociedad, op. cit.).
[14] Cf. Erwin Panofsky, Estudios sobre iconología, Alianza Universidad, Madrid, 1972, pp.
200-237.
[15] Françoise Borin en su ensayo Imágenes
de mujeres, atestigua esta persistente ambivalencia de la mujer en el
arte occidental: “la mujer en la iconografía pictórica presenta
rasgos constantes que reflejan la dicotomía esencial de la imagen femenina: Ángel/Diablo, Diosa/Animal, Eva/María, Vida y Muerte, Madre
/Prostituta”. Y añade: “Siempre la mujer, se sitúa en los
extremos opuestos, como si le estuviera negada una posición intermedia, normal” (en Georges Duby y Michelle Perrot, Historia de las mujeres, 3. Del Renacimiento a la Edad
Moderna, Taurus, Madrid, 2000 p. 277.Para profundizar en el tema véanse: Susan Rubin
Suleiman (editora), The female body in
western cultura. Contemporary
perspectives, Harvard University Press, 1986, y Edwin Mullins, The painted witch. Female body/male art, Londres, 1985.
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