En la cuarta entrega sobre el legado de Teresa de Jesús en la espiritualidad de nuestro, para la sección de Microensayos del blog Ancile, por el profesor y filósofo Tomás Moreno, esta vez sobre La kénosis carmelitiana.
LA KÉNOSIS CARMELITANA
IV. La kénosis carmelitana
En
los tres casos nos encontramos, además del cristocentrismo, con una misma actitud kenótica[1]
y teresiana de desapego del yo, de renuncia a todo egoísmo o interés
personal. Para Simone Weil sólo
mediante la abdicación de sí misma en favor de Dios podemos adquirir potencia. La muerte del yo produce
potencia de palabra y de acción. La potencia se vincula con la anulación del
yo, el desapego, la descreación.
Es necesario desencarnarse para volver a encarnarse
“en lo que se es” (a la manera del “vivo sin vivir en mí” de Teresa). Que,
incluso, la misma potencia divina se
vincula con el retraerse o contraerse lo intuyó Simone muy pronto: en un texto escrito
en sus años de bachillerato muestra que ya era consciente de ello: “Dios mismo
hizo sensible su potencia retrayéndose, dejando que el mundo
fuera”. Y en su
madurez lo volvió a reiterar: “No es el
poder de Dios el que se desborda en la creación sino su amor y este
desbordamiento es una auténtica disminución” (El conocimiento sobrenatural[2]).
Simone Weil |
Para nosotras, viene a decir Simone, también el
único modo de adquirir potencia consiste en retraerse –disminuirnos- hasta
hacer morir lo que en nosotros dice “yo” (nuestro egoísmo). Hemos de someter
nuestra imaginación principal sustento de nuestro ilusorio yo, de nuestra
voluntad de expandir el yo, de engrandecerlo. Sólo la renuncia al yo restituye
el mundo, hace emerger esa parte divina e impersonal nuestra, esa chispa, que
compartimos con Dios[3].
A esta consecuencia última de la descreación,
S. Weil no llega de golpe. En el itinerario que la lleva a encontrar la verdad
del mundo tiene sin duda un papel importante su experiencia personal. Y es a través de la experiencia de la deshumanización, de la radical enajenación o esclavización en el trabajo brutal de la
fábrica como Simone encuentra su
verdad. Su experiencia mística se enfrenta con el infierno de la fábrica y da
sentido a la muerte del yo que en ella -en el trabajo sin pausa, sin sentido,
mecánico y alienante- se padece brutalmente, y que es impuesto desde el
exterior.
Pero la muerte
del yo va a encontrar sentido y verdad gracias a la Cruz (otra forma de descreación). Sólo la Cruz hace justicia
a la experiencia de quien está clavado en el mundo, crucificado. Es cierto que
Simone Weil, abrazando la Cruz, abraza el Dios impotente pero, paradójicamente,
este encuentro con Dios impotente produce potencia en ella: potencia de palabra oral y de palabra escrita hasta lo virtuoso; potencia de praxis al servicio de los oprimidos y de los esclavos de
la tierra, hasta la extenuación misma.
Edith Stein, por
su parte, también tiene necesidad de hacerse completamente pobre y ofrecer su vacío ante Dios, su Kénosis
o inmolación personal, para permitir que el Señor llene -con el tesoro de su
presencia- el alma que se ha vaciado de todas las seguridades humanas y de
todos los símbolos de poder del mundo. Se trata de derribar todas las barreras
-empujados por la plena confianza en Dios- a fin de que la luz de Dios irradie
soberana en los hombres. Antes de su ingreso en la orden carmelitana[4],
Edith Stein había parafraseado esos objetivos en una conferencia:
“Entregarse
por completo a Dios en un amor que se olvida de sí mismo, hacer que termine la
vida propia a fin de dejar sitio en uno mismo para la vida de Dios es motivo,
principio y objetivo de la vida monástica”[5].
Este ideal nada tiene que ver con una ascesis
sombría, como tampoco con una vida contemplativa que huye de los problemas y
cae en una introversión narcisista. La expresión “unida al Señor hasta que seas omnipresente como él”, le dio que
pensar a Edith Stein: “Puedes ayudar no sólo aquí o allí,-escribe- como un médico, una enfermera o el
sacerdote, sino que tú puedes ser la fuerza de la cruz en todos los frentes, en
todos los lugares donde el lamento ha hecho su presencia”.
Y para ello, como en el caso de Simone, es también
necesario el olvido del yo, la renuncia al egoísmo. Hay que “retroceder a un segundo plano por
consideración a otro, pues un recipiente aumenta su capacidad en la medida en
que se vacía a sí mismo. Sólo el
vaciamiento de sí, permite que la verdad irrumpa en la persona con toda su
potencia. La actitud de fe de la orden carmelitana es
la de Vaciarse para Dios, para que Dios actúe en nosotros, nos moldee y
haga de nosotros lo que él tenga a bien.
Esa es la sorprendente espiritualidad del Carmelo “renunciar por completo a nuestra propia
voluntad, entregarnos totalmente a la
voluntad de Dios”. Actitud ésta que requiere una confianza en Él sin
límites, como la de un niño ante sus padres. En una carta Edith recomendaba,
precisamente eso mismo a una amiga:
“Hacerse como niño y poner en las manos del Padre la vida con todo el
afán investigador y con todas las cavilaciones. Y, si no somos capaces de
conseguir esto, orar, pedir al Dios desconocido y puesto en duda para que Él
ayude a alcanzar esa actitud de niño. Míreme bien a mí y observe que no me
avergüenzo de proponer a usted una sabiduría tan simple como la del niño. Es
sabiduría porque es sencilla y todos los secretos se esconden en ella”[6].
En
este “vaciarse de sí misma”, coinciden Teresa de Jesús, Simone Weil y con ellas
Edith. Y también Etty Hillesum la
joven judía holandesa. Aunque en su caso concreto, su experiencia de Dios
remite, no ya explícitamente a la tradición cristiana, dado que no la conoce
directa ni profundamente, sino al Dios de la revelación judaica.
Tan sólo en sus escritos de Westerbork, hay alguna referencia al
Evangelio de Mateo (el 8 de abril de 1942) y en su Diario una alusión al
pasaje de Pablo (1 Cor.13) sobre el amor: “¿De qué sirve la ciencia si no tengo
amor?” Pero, en su caso, se trata de un Dios tan entrañable, tan débil y
humanizado que presagia la obra
redentora de Cristo y que solamente un Nuevo Testamento nos revelaría.
El teólogo jesuita José Ignacio González Faus[7] ha
señalado que la actitud optimista, alegre y amorosa de Etty en el infierno del
campo, su modo de aceptar el sufrimiento, su identificación del amor a Dios con
el amor a los hombres, y sus palabras más reiteradas utilizadas en sus escritos
(escuchar, amar, aceptar, renacer, dolor lleno de vida etc.). Sus sentimientos
de perdón y de caridad para todos incluso para sus enemigos, tienen resonancias
enormemente jesuánicas o cristológicas y coinciden con las enseñanzas del Nuevo
Testamento.
Por otra parte, sus referencias
textuales a lo que Elie Wiesel
considera “el grandioso pensamiento de la tradición judía”-esto es: “que los
hombres somos responsables los unos de los otros y somos responsables también
de Dios”- hace que la posición de Etty
Hillesum coincida con
una nueva Teodicea -la del silencio
de Dios y la del Dios débil y
sufriente- que anticipa los rasgos de la corriente denominada Teología
después de Auschwitz[8].
Edith Stein |
Una Teología
centrada en el intento de dar respuesta a las preguntas cruciales -“¿cómo
hablar de Dios después de Auschwitz?” y “¿dónde estaba Dios en aquel momento?”-
que se hicieron, con diferentes matices, algunos pensadores y teólogos judíos,
protestantes o católicos -como Eliezer
Berkovits, Irving Greenberg, Hans Jonas, Melissa Raphael, Dietrich
Bonhoeffer, Jürgen Moltmann, Johan Baptiste Metz, Hans Küng o el propio Josep Ratzinger (en su último viaje a
Polonia)[9]-
ante el horror del Holocausto y que desembocará en un cierto cuestionamiento
del poder de Dios o en la negación del atributo divino de la omnipotencia.
Teología que hunde sus raíces en la más antigua
tradición judía y que tiene importantes precedentes en la noción de Zimzum
o Tsimtsum[10]
de la Kábala judía y del hadidismo y difundida Isaak Luria en el XVI y Gershom
Scholem en el XX. En esa idea se expresa la soledad y limitación de un dios
necesitado de ayuda y compadecimiento. Ya que tras la creación Dios ha quedado
sólo y débil. La creación no ha sido un autodespliegue o autoexpansión del ser
de Dios sino una especie de autonegación, vaciamiento o autodespojamiento del
mismo. Con ella, con la creación del mundo, Dios se ha replegado, contraído, autolimitado a sí mismo para permitir y otorgar existencia autónoma al mundo creado. Un
dios limitado, no omnipotente, sufriente, que nos necesita[11].
La respuesta de Etty
a esos mismos interrogantes se sitúa -como la que dio la propia Simone Weil
ante semejantes preguntas (recordemos que su respuesta fue: “No es el poder de Dios el que se desborda en
la creación sino su amor y este desbordamiento es una auténtica disminución”)
en la
misma línea de esos pensadores y teólogos antes citados. Dios es impotente porque su presencia en el
mundo depende exclusivamente de los hombres: el súmmum de la omnipotencia
encubre una paradójica impotencia, dirá, por su parte, el teólogo Oscar Clement.
Etty,
dirigiéndose a ese Dios débil, necesitado de nosotros, justificará su posición
al respecto con esta fuerza:
“Yo no inculpo a tu responsabilidad; más tarde serás tú el que nos
declares responsables a nosotros. Y casi a cada latido de mi corazón crece mi
certeza: tu no puedes ayudarme, sino que nos corresponde a nosotros ayudarte a
ti, defender hasta el fin tu casa dentro de nosotros […] Si Dios cesa de ayudarme, seré yo quien
tenga que ayudar a Dios. Poco a poco, toda la superficie de la tierra no será
más que un inmenso campo de concentración, y nadie, o casi nadie, podrá quedar
fuera de él […]. Adoptaré como
principio ‘ayudar a Dios’ tanto como sea posible, y si lo consigo entonces
estaré ahí también para los demás”[12].
La
debilidad de Dios nos hace a nosotros responsables del mal, del sufrimiento y
de la injusticia en el mundo. No se puede privar al que sufre ni de la
esperanza, ni del derecho a la justicia -nos recuerda Reyes Mate- pero es el hombre el que tiene que hacerse cargo de esa
injusticia pues él ha experimentado el silencio, la ausencia o la debilidad de
Dios. (Continuará).
Tomás
Moreno
[1] Por Kénosis podemos entender el desasimiento
o vaciamiento de la voluntad personal a fin de propiciar que nuestro ser
personal se vuelva totalmente receptivo a la voluntad de Dios.
[2] El conocimiento sobrenatural, Trotta, Madrid,
2003.
[3] Cfr. La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid,
1994. Aquí encontramos una antiquísima huella o reminiscencia de la gnosis: hay
en nosotros una chispa divina, una
parte no creada, impersonal, que es, literalmente, nuestro rasgo común con
Dios. Dejando al desnudo este fragmento divino en nosotros, adquirimos la
máxima potencia, mientras que cultivando los sueños de grandeza del yo,
alimentando su autonomía, no hacemos mas que alejarnos del origen divino y
desperdigar nuestras fuerzas en servicio de dioses falsos. Sobre su orientación
hacia el gnosticismo véanse: P. Danon, À
propos du catharisme, CSW, t. XII, nº 2, junio 1989, p. 177; Maura A.
Dalyin, Simone Weil gnostique? CSW,
t. XI, nº 3, septiembre de 1988; A. Biron, Simone
Weil et le catharisme CSW, t. VI, nº 4, diciembre 1983.
[4] Fundada en
Israel en los siglos V/VI, en el monte Carmelo (jardín) encima de Haifa, de
ascendencia judía por su vinculación con la tradición eremítica primitiva y su
veneración del profeta Elías.
[5] Christian Feldmann, Edith Stein, op. cit., pp. 96-97
[6] Ibid.
[8] A. Neher, El exilio de la palabra. Del silencio
bíblico al silencio de Auschwitz, Riopiedras, Barcelona, 1997.
[9] A todos ellos
habría que añadir los nombres de Richard Rubenstein, Amos Funkenstein, Emil
Fackenheim, Arthur A. Cohen que han abordado la cuestión desde posturas
diferenciadas.
[11] Sobre este
interesantísimo tema véanse: Antonio Torres Queiruga, Un Dios para hoy, Aquí y Ahora, nº 33, Cantabria, 1997, Sal Terrae,
pp. 8-15; Johann Baptiste Metz, Dios y
Tiempo. Nueva Teología política, Trotta, Madrid 2002; Hans Küng, El Judaísmo. Pasado, Presente, Futuro,
Trotta, Madrid, 1993, pp. 550-571; Peter Watson, La Edad de la Nada. El mundo después de la Muerte de Dios, Crítica,
Barcelona, 2014, pp. 503-521.
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