viernes, 11 de julio de 2014

EL MITO DE EVA, SEGUNDA ENTREGA, POR EL PROFESOR TOMÁS MORENO

Ofrecemos la segunda e interesantísima entrega intitulada El mito de Eva, del profesor y Filósofo Tomás Moreno, para la sección de Microensayos, del blog Ancile.


El mito de Eva, 2 Tomás Moreno, Ancile



EL MITO DE EVA, SEGUNDA ENTREGA, 
POR EL PROFESOR TOMÁS MORENO



El mito de Eva, 2 Tomás Moreno, Ancile


El MITO DE EVA (y II)

2. El Relato patriarcal de la caída
Todo comenzó, pues, con el relato de un Edén paradisíaco donde Yahvéh Dios colocó al hombre que había formado (Génesis 2,8) y más tarde a la mujer,  y en el que había hecho brotar dos árboles -"[…] y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal" (Génesis, 2,9)- prohibiendo, seguidamente, a la pareja humana comer la fruta del "árbol de la ciencia del bien y del mal" (2,17)[1].
El mito de Eva, 2 Tomás Moreno, AncileY todo se malogró con la desobediencia, inducida por la serpiente, de Adán y de Eva: "Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr  sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió. Entonces se le abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores" (Génesis, 3, 6-7)[2]. En el acto de la pareja humana de probar la fruta prohibida del árbol de la ciencia, estaba implícito que ellos aspiraban también a adquirir el misterio del árbol de la vida, el conocimiento de la inmortalidad, que estaba reservado a Dios.
            Tal implicación, señala Gerda Lerner, se evidencia tanto en la orden antes citada que prohíbe comer de su fruto, como en el castigo que Dios prescribe: "porque eres polvo y al polvo tornarás" (Génesis, 3, 19). Aspirar al conocimiento que sólo Dios posee es el supremo acto de insolencia; el castigo por ello es la mortalidad. Pero Dios es misericordioso y redime. Y por tanto, el castigo sobre Eva va a tener también una connotación redentora. De una vez y para siempre se separa el poder de creación (y con ello el secreto de la inmortalidad) del de procreación. La facultad de crear está reservada a Dios; la procreación de seres humanos es el destino redentor de las mujeres. En efecto: en el primer acto después de la caída, en la siguiente línea, Adán da a su esposa el nombre de Eva (o, más bien, reinterpreta de esta manera el significado de su nombre) "por ser ella la madre de todos los vivientes" (Génesis 3, 20). Es el reconocimiento profundo de que en ella reside la única inmortalidad a la que pueden aspirar los humanos: la inmortalidad de la descendencia.
Por tanto, la sexualidad femenina está destinada exclusivamente, como servicio, a su papel de madre[3] y sólo será beneficiosa y redentora limitada a dos condiciones, ambas impuestas por Dios, que definen y delimitan sus opciones como mujer: "se le separa de la serpiente" (3,15) y se le prescribe que "con trabajo parirá sus hijos  y su marido la dominará" (3,16). La consecuencia del "conocimiento sexual" -la otra vertiente de la "ciencia", como queda patente en la frase que describe una de las consecuencias de la caída: "y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (Génesis, 3,7)-,  es separar la sexualidad femenina de la procreación. Dios pone así enemistad entre la serpiente y la mujer (Génesis, 3,15). En el contexto histórico de la época en la que se redactó el Génesis, la serpiente estaba claramente asociada a la diosa de la fertilidad y a la sexualidad femenina y era su representación simbólica.
El mito de Eva, 2 Tomás Moreno, Ancile
Tablilla del poema de Gilgamesh
De esta manera, por mandato divino, la sexualidad libre y abierta de la diosa de la fertilidad le iba a ser prohibida a la mujer caída. La maternidad sería la forma única en que encontraría expresión su sexualidad. Si entendemos que la serpiente era el símbolo de la antigua diosa de la fertilidad, esta condición resulta fundamental en el establecimiento del monoteísmo. Se repetirá y reafirmará en la alianza: sólo habrá un único Dios y la diosa de la fertilidad será desechada como algo malo y se convertirá en el símbolo del pecado. No tenemos que forzar la interpretación para verlo –concluye Gerda Lerner- como la condena de Yahvéh a la sexualidad femenina, practicada de modo libre y autónomo.
La segunda condición[4] es que Eva, la mujer, una vez caída en desgracia por el pecado: parirá sus hijos con dolor y tendrá que estar subordinada al marido, deberá estar gobernada por él: "A la mujer le dijo: tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con trabajo parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará" (Génesis, 3,16)[5]. Es "la ley del patriarcado", perfectamente definida aquí  y a la que se otorga la aprobación divina[6]. Se reafirma así el poder de los hombres sobre las mujeres. Eva -es decir "la mujer en su alianza con la serpiente, símbolo de la libre sexualidad femenina"- fue la responsable de "traer el mal y la muerte al mundo". De acuerdo con esta manera de pensar, es claro que se deba excluir a
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las mujeres de la participación activa en la comunidad de la alianza, y que el símbolo de esa comunidad y de ese pacto con Dios deberá ser un símbolo masculino. La maldición que cayó sobre Eva convierte su existencia en un destino doloroso y de subordinación[7].
En el siguiente versículo, dirigiéndose al hombre, Yahvéh le dice cuál será su condena, el oneroso trabajo y anunciándole la pérdida de la inmortalidad, la muerte como su destino último: "Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol que Yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida" (3,17). "[…] Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás" (3,19).
Yahvéh decreta así la división sexual del trabajo, a modo de castigo para ambos, pues la condena afecta a los culpables en sus actividades esenciales, a la mujer como madre, al hombre como trabajador: no sólo "el hombre trabajará con el sudor de su rostro" sino que hombres y mujeres mortales dependerán de la función redentora, dadora de vida, de la madre, para la única inmortalidad que podrán experimentar. Adán "trabajará con fatiga" y Eva, caída en desgracia, "parirá con dolor" y educará a los hijos, habiendo de asumir con coraje su nuevo papel redentor de madre. Vale la pena señalar que el castigo impuesto por Dios convierte el trabajo del hombre en una carga onerosa, pero condena al dolor y al sufrimiento no sólo el trabajo de las mujeres sino su cuerpo con el que dan vida, haciendo de ellos una consecuencia natural de la sexualidad femenina[8].
Gerda Lerner sostiene, finalmente, que el desarrollo del monoteísmo en el Libro del Génesis, supuso un paso enorme de los seres humanos hacia el pensamiento abstracto y la definición de símbolos con carácter universal. Es un trágico accidente de la historia, el que este avance se produjera en una sociedad y
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bajo unas circunstancias que reforzaron y reafirmaron el patriarcado[9]. Así es que el proceso de creación de símbolos ocurrió de tal modo que marginó a las mujeres. Las consecuencias de la trasgresión de Adán y Eva caerán, pues, con distinto peso sobre la mujer y sobre el hombre. El simplismo del relato del Génesis sugiere una dicotomía entre Adán, creado del polvo, y Eva,  creada de una parte del cuerpo del varón, ambos imbuidos con una sustancia divina gracias a la intervención de Yahvéh.
Para ella y para sus descendientes (las mujeres), sostiene asimismo Gerda Lerner, el Libro del Génesis representó su definición como criaturas diferentes en esencia a los hombres; una redefinición de su sexualidad como beneficiosa y redentora sólo dentro de los límites fijados por el dominio patriarcal; y, por último, el reconocimiento de estar excluidas "de representar de forma directa el principio divino". El peso de la narración bíblica parece decretar que por deseo de Dios las mujeres estarán incluidas en la alianza de Él, sólo gracias a la mediación de los hombres. Este es el momento histórico en que muere la diosa madre y se la sustituye por el Dios padre[10].

Hasta aquí el mito de Eva, la tentadora, que desde su elaboración patriarcal ha recorrido los siglos sin solución de continuidad y ha presidido, como arquetipo primigenio, la representación y conceptualización occidental de la mujer. Sería tarea inacabable llevar a cabo un seguimiento de la presencia de su figura, de sus innumerables representaciones icónicas[11] y de sus distintas interpretaciones y significados a lo largo de los siglos posteriores, tanto en el plano de la teología y de la espiritualidad cristianas como en el marco del arte, la literatura profana y el pensamiento secular: desde los escolásticos medievales o los teólogos de la Reforma –Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564)- hasta El Paraíso perdido, de J. Milton (1608-1674), desde la Ilustración hasta el Romanticismo[12].
El mito de Eva, 2 Tomás Moreno, Ancile            Representada y percibida, tanto en la imaginería religiosa y pictórica, como en el inconsciente colectivo occidental, como madre del género humano caído, como primera responsable del pecado original, rebelde instigadora de la desobediencia de Adán, causa de la expulsión del Paraíso (y por lo tanto de la introducción del mal, el trabajo, el dolor y la muerte en el mundo), sobre ella (esto es: sobre la mujer) ha gravitado la pesada carga del pecado y de la condenación, de la mancha y de la culpa , que no se ha matizado ni suavizado tras más de dos milenios de teología androcéntrica y patriarcal. Y ello, a pesar de San Pablo que en la Epístola a los Romanos (5, 12-21) identificaba y responsabilizaba a Adán como agente del primer pecado (entendiéndolo como representante de la humanidad, de toda: varón y mujer incluidos en ella). O de que el Concilio de Trento (1546-1563), en su decreto sobre el pecado original, hablara asimismo del pecado de Adán, sin mencionar a Eva (Ds. 1510 y ss.).
            Las cosas, no obstante, van cambiando: actualmente -recuerda García Estébanez- se cita el texto sacerdotal del Génesis, que habla de la creación del hombre, como hombre y mujer, como sujeto único, siendo, por tanto, el sujeto culpable del pecado original esa unidad formada por él y por ella a la que se llama 'hombre'. El Vaticano II (1962-1965), refiriéndose al pecado original del primer hombre, entenderá por hombre a la unidad formada por Adán y Eva, si aludir a ellos por separado (Gaudium et Spes, 13). Igualmente, Juan Pablo II, en la Mulieris dignitatem (1988)[13], atribuirá el pecado original a ambos como unidad o sujeto único, distinguiendo sólo los papeles distintos jugado por una y otro. Como escribe Emilio García Estébanez:
El mito de Eva, 2 Tomás Moreno, AncileEsto es una novedad teológica, que obligaría a ver en el nuevo Adán que es Jesús la contrapartida del 'hombre' que cometió el pecado, es decir, de la unidad formada por Adán y Eva. Esto haría del todo impropio contraponer a Eva y María, que sería confrontar a Jesús y María, pues Jesús no está por Adán sólo, sino por el 'primer hombre', que incluye a Eva. Decir que Eva es la desobediencia mientras María es la obediencia, Eva, la soberbia, María, la humildad, etc., no tiene sentido, porque al decir Eva hay que entender también a Adán. Obligaría, sobre todo, a no contraponer a Eva y a Adán en la comisión del pecado, pues no existe dualidad; el pecado es obra de un único agente, el integrado por los dos sexos sin distinción[14].
            Pasará, sin embargo, mucho tiempo antes de que el estigma milenario que cayó sobre Eva, la mujer, se extinga o desaparezca, tan profundo ha sido y es su arraigo en el inconsciente colectivo y en el imaginario social de la cultura occidental. Precisa y significativamente recuerda R. Gubern cómo los dos vectores éticos que configurarían esencialmente a Eva, la mujer primigenia del relato sagrado, - el ser, por una parte, la gran tentadora del hombre y, por la otra, la culpable de la caída o de la pérdida de la felicidad- han conservado intacta su vigencia incluso en la sociedad secular del siglo XXI, en la actual cultura de masas de nuestra mass-mediática e informatizada sociedad occidental [15].

                                                                                             Tomás Moreno





[1] El mito hebraico de los orígenes, el mítico jardín del edén, es derivado de los jardines de Oriente: en él resplandecen todos los fragmentos de un mosaico antiquísimo, oriental: la luna, la tierra, la vegetación, el fruto del árbol, la serpiente, típicos de una cultura agraria. La serpiente, que cambia de piel, es la (difundidísima) portadora mítica y fálica de la inmortalidad adquirida o perdida, y el mito hebraico de los orígenes es un mito de la inmortalidad perdida, de la institución de la muerte. El motivo lunar es el más oculto: la costilla, con la que es creada Eva. En otros mitos semejantes, la costilla o la clavícula simbolizan la luna en cuarto creciente o menguante; y también en otros mitos la relación entre la mujer y la luna en cuarto creciente o menguante es alusiva al menstruo.
[2] Según Leonardo Boff este mito "quiere etiológicamente mostrar que el mal está del lado de la humanidad y no del lado de Dios, pero articula esa idea de tal forma que traiciona el antifeminismo de la cultura vigente en aquel tiempo. En el fondo se comprende a la mujer como sexo débil, por eso ella cayó y sedujo al hombre. De ahí la razón de su sometimiento histórico, ahora justificado ideológicamente" (Masculino y Femenino, op. cit., p. 73).
[3] Gerda Lerner, op. cit., pp. 290 y ss.
[4] Ibíd, p. 291.
[5] En el mito hebraico se revela la tragedia del destino humano que consuma una maldición de Dios: para el hombre, los afanosos frutos de la tierra que producirá para él "espinas y abrojos"; para la mujer, los dolores del parto y del embarazo "muy aumentados". También forma parte de la maldición de Eva su relación de dependencia del hombre: sus deseos dependerán de tu esposo, y él dominará sobre ella. El estatuto metafísico de la mujer "crea" lo que el clan arcaico y patriarcal de los pastores nómadas ya había institucionalizado: la dependencia del padre, del hermano, del esposo, a semejanza de lo que ocurría entre los antiguos pastores nómadas del Próximo Oriente.
[6] Hemos visto, constata G. Lerner, un desarrollo anterior, que conduce a una definición parecida, en el código de Hammurabi y en el artículo 40 de las leyes mesoarias. Ahora la vemos bajo la apariencia de decreto divino totalmente integrada en una poderosa visión religiosa del mundo.
[7] La trama central de este mosaico, que recuerda una antiquísima magia del árbol (relacionada con el principio de la domesticación de las plantas), representa el árbol cuyos frutos, al comerlos, otorgan el conocimiento del bien y del mal y hacen que sea semejante a los dioses. Un predecesor de este árbol había florecido en Babilonia: una planta espinosa sobre el fondo del mar, la que tiene por nombre "el hombre viejo se convierte en joven", la que rejuvenece y confiere la inmortalidad. Así Gilgamesh, en busca de la inmortalidad, arranca  la planta de las rocas del fondo, sale a la superficie y se encuentra con la serpiente, que le arrebata la planta… Y Gilgamesh se desespera inútilmente: "¿Por quién se ha exterminado la sangre de mi corazón?". La muerte ha entrado en el mundo.
[8] La Creación del Patriarcado, op. cit.,  p. 274.
[9] Existe, como sostiene Leonardo Boff, una lectura todavía más radical del Relato Patriarcal, también en consonancia con la lucha de los géneros: la representada por dos conocidas teólogas feministas, Riane Eisler (Sacred Pleasure, Sex, Myth and the Politicics of the Body: New Paths to Power and Love, Harper, San Francisco, 1995) y Françoise Gange (Les dieux menteurs, Editions Indigo-Coté Femmes, París, 1997). Según ambas autoras, el relato actual del pecado original es la relectura patriarcal del relato original matriarcal. Sería una especie de proceso de culpabilización de las mujeres en su esfuerzo por arrebatarles el poder y consolidar el dominio patriarcal. Los ritos y símbolos del matriarcado habrían sido diabolizados y retroproyectados a sus orígenes bajo la forma de un relato primordial con la intención de borrar totalmente los trazos del relato femenino anterior (véase: Leonardo Boff y Rose M. Muraro, Femenino y Masculino, op. cit. pp. 73-75).
[10] Ibíd., p. 291. Desde el punto de vista psicoanalítico, es obvio lo que eso significa: la envidia del hombre hacia el “poder” materno femenino. Pero, en cambio, desde el punto de vista histórico, da a entender una subversión de culturas que debió sacudir el Oriente antiguo: el vuelco de culturas matrilineales inspiradas en la religión de la Madre a culturas patriarcales gobernadas por dioses y antepasados masculinos. Fue durante ese vuelco de estructuras y valores cuando la gran imagen uterina de la Madre –que asociaba aún en sí los animales sagrados de la prehistoria, como la serpiente, los árboles de los primeros cultivos neolíticos (entre los cuales estaban la Planta de la Inmortalidad y el Árbol de la ciencia del bien y del mal)- saltó en pedazos, cuando se insertó la última brizna en el nuevo mosaico masculino y, dando la vuelta al significado, asoció el Mal a la mujer. La Diosa Madre había engendrado realmente no sólo la vida. A la imagen mítica de la feminidad, Pandora, Eva, se le adhirieron, en trágica exclusiva, Muerte y Mal. La cosmogonía masculina de las nuevas estructuras patriarcales utilizó de este modo briznas del mundo precedente –la Diosa Madre, el Árbol, la Serpiente, y su fuerza mortal- para insertarlas, mutiladas y saturadas de censura, en un contexto cultural nuevo y distinto, y sobre Eva o Pandora cayó la peor luz posible. Esa constelación mítica de feminidad fatal fue posteriormente adaptada a las particularidades locales de las estructuras patriarcales en Oriente. Y eso sucedió también en Palestina.
[11]  En un  abreviado repertorio de obras pictóricas que han tratado de la figura de Eva, el Pecado original o la expulsión del Paraíso habría que incluir los  nombres de grandes pintores de todos los tiempos como Bertram de Minden,  Ghiberti, Ucello, Van Eyck, Masolino, Masaccio, Van der Goes, Gossaërt, Durero, El Bosco, Baldung Grien, Lucas Cranach, Cousin, Tiziano, Miguel Ángel, Tintoretto, Rafael,  Bassano, C. Cornelisz van Haarlem, Jean Cousin,  Van der Stockt, Lévy-Dhurmer, Max Klinger, Edgard Munch, Félicien Rops, O. Mueller, Gustav Klimt, Franz Von Stuck, T. de Lempicka, M. Millares etc., etc.
[12] Para la significación histórica de Eva y las distintas interpretaciones históricas de su figura, véanse: Pamela Norris, Eve: A Biography, New York University Press, 1998 y John A. Phillips, Eve. The History of an idea, Nueva York, 1984. Para la contraposición entre los dos grandes arquetipos cristiano-occidentales de la mujer (Eva y María) véanse: H. Kraus, Eve and Mary. Conflicting Images of Medieval Woman, op. cit., y Eva Schirner, Eva-Maria: Rollenbilder von Männern für Frauen, Laetare Verlag, Offenbach, 1988 (que es un análisis crítico de esa antítesis propia de la Mariología masculina). Sobre la dimensión materno-femenina de Dios, véase: Andrew Greeley, The Mary Myth: On the Feminity of God, Seabury, New York, 1977; y Leonardo Boff, El rostro materno de Dios, San Pablo, Madrid, 1979.
[13]Aunque no signifique todavía un explícito y definitivo cambio de paradigma en la conceptualización cristiana de la mujer en opinión de las teólogas feministas más críticas, la Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem (del 15-VIII-88), significa un verdadero hito en la doctrina respecto a la dignidad de la mujer y a la esencial igualdad entre los sexos. Se aparta abismalmente de toda esa tradición patriarcal y androcéntrica que hemos ido hasta aquí relatando. En el apartado Eva-María llega el Papa polaco a liberar a Eva de la responsabilidad única del pecado original, ya que “el primer pecado es un pecado del hombre, creado por Dios varón y hembra. Se trata, en definitiva del primer ajuste de cuentas expreso de la Iglesia con respecto a una tradición teológíco-moral y antropológíca absolutamente misógina e injustificada desde el mensaje de igualdad entre mujeres y hombres de Jesús y desde el espíritu de su doctrina radicalmente antimisógina y antipatriarcal y de los textos evangélicos. Algunas feministas, como Maria Antonietta Macciocchi, acogieron con gran simpatía la Carta  del Papa Wojtyla (cf., M. A. Macciocchi, El misterio de la mujer, El País, lunes 3 de octubre de 1988; véase al respecto: Yves Semen, La sexualidad según Juan Pablo II, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2005). Cfr. Hans Küng, La mujer en el cristianismo, Minima Trotta, Madrid, 2011.
[14] Contra Eva, Melusina, pp. 75-77, 2008,
[15] Pues, como escribe Gubern, "la Gran Tentadora resurge esplendorosamente en la publicidad comercial, en la seductora incitación al consumismo del hombre (sujeto del poder económico) y en el mundo del espectáculo, sobre todo en géneros como la comedia, la revista musical, el cabaret, etc. Y la Culpable sigue vigente a través de las expiaciones y de los castigos a la mujer por el melodrama, el folletín, los seriales y todos los géneros narrativos lacrimosos, y también a través de los roles laborales y sociales subalternos, inferiores o degradantes que suelen serle asignados punitivamente en la división sexual del trabajo" (R. Gubern, Estereotipos femeninos en la cultura de la imagen contemporánea, op. cit. p. 34).




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