Tenemos el placer de reproducir la segunda entrega (de las tres previstas) dedicadas al fenómeno de la misoginia por parte del profesor y amigo Tomás Moreno, esta vez centrada en el período del romanticismo, y todo esto para nuestra sección de Microensayos en el blog Ancile. Recomendamos su lectura por ser temática de grande interés y actualidad. De hecho, la primera entrega ha sido visitada de manera masiva debido a su evidente atractivo y propicia circunstancia en los agitados tiempos de cambio (necesario en muchos casos) que nos ha tocado en suerte vivir.
TRES FILÓSOFOS MISÓGINOS: EL DISCURSO DE
II. Ha sido, sobre todo, Celia Amorós quien ha caracterizado el discurso de la misoginia romántica como un discurso
filosófico fuertemente esencialista, ontologizador y normativo sobre las mujeres
como género, y reactivo con
respecto a las posibilidades de cuestionamiento de la legitimación patriarcal
que el proceso de la Ilustración, aun en medio de sus sinuosidades y sus
incoherencias, parecía haber abierto para ellas. Y señala que hay que leerlo en clave política, porque sólo así “se
explica la recurrencia y el juego de variantes de su tópica, lo enfático de su
retórica”.
Celia Amorós |
En efecto, dos
son los registros, considera Celia
Amorós, desde los que se conceptualiza a la mujer en esta corriente: o idealizándola, en una nueva versión o reelaboración simbólica del amor cortés de los trovadores
medievales, o denigrándola, describiendo a la mujer en los términos
naturalistas más peyorativos, como aparece en boca del traficante de modas, uno de los comensales de In vino Veritas de Kierkegaard
o en el discurso de Schopenhauer de
su Ensayo sobre las mujeres[2].
De este modo, ora por idealización de
la mujer -que no es sino una forma de neutralizarla-, ora por su denigración, la misoginia se vuelve, en
nuestros románticos gnósticos, un expediente soteriológico por excelencia.
Soren Kierkegaard |
Las flores del mal baudelaireanas se abren y
proliferan en la cultura de la época. Las Ménades
y Salomé pueblan las fantasías de los
artistas, los intelectuales y su público. La Mujer es representada una y mil
veces como fuerza ciega de la Naturaleza, realidad seductora, pero
indiferenciada, ninfa insaciable, virgen equívoca, prostituta que vampiriza a
los hombres, belleza reptiliana, primitiva y fatal[4].
Jean Jacques Rousseau |
Las
tres pensadoras españolas, antes aludidas, sostienen además que con esta serie
de figuraciones de lo femenino se
inicia un proceso de fabricación de “la mujer” caracterizada como un ser carente del principio de individuación. Celia Amorós señala a este respecto:
La
hipertrofia esencializadora del género femenino que caracteriza el discurso de
la misoginia romántica lleva hasta el límite la anulación de toda diferencia
individual entre las mujeres, la negación más radical en ellas del principio de
individuación. Ciertamente, las mujeres han sido siempre las idénticas (subsumidas en la indiscernibilidad de lo genérico)[7].
Alicia H. Puleo |
Se
diría que las mujeres, singulares universales, son ontológicamente la antítesis
más cumplida y perfecta de los ángeles
del catolicismo: todas ellas constituyen una sola y única especie mientras
que los ángeles, en cuanto universales singulares, constituyen cada uno en sí
mismo una especie completa. Kierkegaard
lo dejó asimismo meridianamente establecido: “La mujer es una criatura infinita
y, en consecuencia, un ser colectivo: la mujer encierra en sí a todas las
mujeres”[10]. Nietzsche también la unificará específicamente, identificándola
genéricamente con el mero disfraz, la
máscara y la apariencia más vacía y epidérmica: “Se considera profunda a la
mujer – ¿por qué? Porque en ella jamás
se llega al fondo. La mujer no es ni siquiera superficial”[11].
Weininger, finalmente, llegará más lejos
si cabe al negar no sólo la individualidad -“la mujer genuina, únicamente vive
en la especie, no como individualidad”[12]-
sino la propia entidad y el alma a la mujer:
En
un ser como la mujer, que carece de fenómenos lógicos y éticos falta también la
razón para atribuirle un alma. La feminidad perfecta no conoce el imperativo
lógico ni el moral, y la palabra ley, la palabra deber, es la palabra que suena
en sus oídos del modo más extraño. Está pues, completamente justificada la
conclusión de que también falta la personalidad trascendental. La mujer
absoluta no tiene Yo[13].
En
efecto, la asociación de lo femenino con
el simulacro, el señuelo, la inanidad ontológica -que se dobla de
apariencia seductora y de trampas- se
hace manifiesta, como veremos en los tres filósofos que vamos a tratar y, como señala Celia Amorós, es tan vieja
como el mito hesiódico de Pandora: la misoginia romántica no lo inventa, pero
explota su rendimiento simbólico hasta el paroxismo. Si la mujer no es
semejante al varón, sino que sólo tiene con respecto a él una apariencia de
semejanza, falsa imagen o simulacro platónico, concluye nuestra filósofa que
evidentemente:
Cualquier reivindicación de igualdad
oscilará entre la impostura y el ridículo. Ella sólo tiene la entidad que el
varón le otorga […]. Con lo que la ontologización de lo femenino llegará a su
colmo: ella es el ser del no-ser, a la vez impostura
–ontológica- e impostora –ética-;
pues, falsa conciencia de una entidad falsa, no puede sino engañarse y engañar.
Lo cual justifica, claro, que sea engañada, objeto de seducción por parte del
que sabe de su inconsistencia[15].
Tomás
Moreno
[1] Celia Amorós: Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y
postmodernidad, op. cit., Cátedra, Madrid, 2000, p. 208
(las cursivas son nuestras). En el epígrafe Figuras
de la ironía romántica de esta misma obra (p. 243), alude a la afirmación de Alicia Puleo, de que esa nueva Eva en versión laicizada, y, en
esa misma medida, mujer fatal, es una tentación irresistible para el hombre
schopenhaueriano, seducido por la voluntad de vivir, expresada
paradigmáticamente en el instinto sexual. La
iconología de la femme fatale, ligada a la misoginia romántica tiene, en
consecuencia, una clara raíz en el
pesimismo schopenhaueriano, si bien tendrá otras derivas. Por su parte
Maria José Villaverde al analizar la conversión de esa nueva Eva en el arquetipo de la femme
fatale rastrea sus huellas, no ya en
el XVIII como hace Amorós, sino en la
pintura, el teatro, la novela y la poesía de comienzos del XIX, para concluir
que su fuerza sexual demoníaca y su poder tentador aparecen, en efecto,
“reflejados en las telas de Klimt, Egon Schiele o Kokoschka, en los personajes
de Wedekind o de Hofmannsthal, en las historias de Musil, o de Arthur
Schnitzler así como en los escritos de autores no germánicos como Poe, Flaubert
o Zola, en las poesías de Swinburne y D’Annunzio..
[2] Celia Amorós: Tiempo de feminismo, op. cit. pp. 205-206.
[3] Amelia Valcárcel: Misoginia romántica: Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche,
en Alicia H. Puleo (coord.), La filosofía
contemporánea desde una perspectiva no androcéntrica, op. cit, p. 15. También Weininger participará,
como veremos, de esta escisión de lo femenino en dos figuras contrapuestas: en
su caso, los polos del vivir femenino serán la madre y la prostituta,
vid. Weininger, Sexo y carácter, op.
cit.
[4] Alicia H. Puleo, Mujer, Sexualidad y Mal en la filosofía contemporánea, Cátedra de
estudios de género, Universidad de Valladolid (una primera versión fue
publicada en Daimon. Revista de
Filosofía de la Universidad de Murcia nº 14, enero-julio 1997). Para el estereotipo de la femme fatale véase: Erika Bornay, Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra,
1995, para quien el mito de la mujer depredadora se remonta a Lilith, diablesa
hebraica y esposa rebelde de Adán,
anterior a Eva. Sobre la presencia de la
mujer fatal en la literatura: el libro de Hans Mayer, Historia maldita de la literatura, y en el cine el de José Jiménez,
La vida como azar. Complejidad de lo
moderno, cap. V, La “mujer fatal”,
Mondadori, Madrid, 1989, pp. 113-125.
Sobre su presencia en el arte del XIX véanse: Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer
en la cultura de fin de siglo, Debate, Madrid, 1994 y Pilar Pedraza: La bella, enigma y pesadilla. (Esfinge, Medusa, Pantera…),
Tusquets, Barcelona, 1991
[5] Según Bram Dijkstra se trata de una de las “imágenes de
autosacrificio”, con las que la puritana sociedad victoriana trataba de negar
el cuerpo de las mujeres, cubriéndolo con mantos y velos, adhiriéndose así a la
idea de una mujer frágil, débil, delgada, sin impulso sexual o asexuada, eternamente
infantil, salvadora del alma del varón en claro contraste con la “otra imagen” emergente en la sociedad
finisecular, de un tipo de mujer
sexuada, independiente, amenazante y devoradora de los hombres. Djkstra muestra
en su obra cómo esas “mujeres diabólicas con la luz del infierno destelleando
en sus ojos acechaban a los hombres por todas partes en el arte de finales del
XIX”. Cf. B. Dijkstra, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer
en la cultura de fin de siglo, op. cit, pp. 35-36.
[7] Celia Amorós, Tiempo de feminismo, op. cit, p. 211. En
esto los misóginos románticos coinciden con Freud para quien, según la citada filósofa, la negación a “lo
femenino”, fuertemente esencializado, del principio de individuación encuentra
su pendant en la célebre formulación
de la pregunta freudiana “¿qué quiere una mujer?” Citemos sus propias palabras:
“A lo largo de la historia, la gente ha golpeado sus cabezas contra el enigma
de la naturaleza de la feminidad… Tampoco vosotros habréis logrado escapar de
ese problema –quienes de entre vosotros sean hombres, esto no se aplica a
quienes sean mujeres- vosotras mismas sois el problema” (citado en C. Amorós
(editora), Feminismo y filosofía,
Síntesis, Madrid, 2000, p.83).
[10] S. Kierkegaard. Diario del Seductor, trad. de A. Gregori, Buenos Aires, Santiago Rueda editor, págs. 114-115.
[13] Ídem, p. 183.
Precisamente por ello, por no mostrar, la mujer, rasgos de individualidad ni de
voluntad Weininger sacará la conclusión, en diversos pasajes de su obra, de
que: “las mujeres no tiene existencia ni esencia; no existen, no son nada… la
significación de la mujer estriba en carecer de sentido. Representa la
negación, el polo opuesto de la naturaleza divina, la otra posibilidad de la
humanidad”. Ernesto Sábato (Hombres y engranajes. Heterodoxia.
Alianza editorial., Madrid, 1973, p. 104) apostilla al respecto: “Pero ¿tiene
alma la Mujer? Para el joven Weininger es clarísimo: No. Para él, como para
Aristóteles, el principio masculino es activo y formador, el “logos”, mientras
que el principio femenino constituye la “materia pasiva”; el alma es “forma”,
“entelequia”, y, por lo tanto, “está ausente en la mujer”. En términos
filosóficos: la mujer es una especie de viscoso protoplasma que adopta
cualquier forma porque no tiene ninguna. De donde su notoria capacidad para el
teatro y la simulación. De donde que sus opiniones sean las de su marido o
amante (cfr. ”Two three Graces”, de Huxley). En consecuencia, cuando se trata
de mujeres, cherchez l’homme”.
[14] Celia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y
postmodernidad, op. cit., pp. 208-210.
En Feminismo y filosofía, op.
cit. p. 83, aclara ese concepto de “otredad”: “Ciertamente los “Otros/Otras”
siempre son enigmáticos por definición: enigmáticos son los chinos para los
occidentales. Pero los chinos están todavía lejos y las mujeres, en cambio,
conviven con los varones en la mayor de las proximidades. Por otra parte, los
discursos masculinos, filosóficos o no filosóficos, están plagados de retahílas
de afirmaciones acerca de lo que la mujer es-debe ser. Ellos saben muy bien lo
que quieren decir –y lo que quieren- cuando afirman querer “a una mujer-mujer”.
Lo saben, obviamente, en la medida en que responde a su propia
heterodesignación. Pero como, a pesar de todo las mujeres empíricas no se
ajustan del todo a “la mujer” por ellos heterodesignada, he aquí que se les
antoja un enigma”. Para el tema de la otredad de la mujer véanse: Christian Delacampagne, Racismo y occidente, Argos Vergara,
Barcelona 1983, pp. 206-207 y Amelle Le Bras, El zoo de los filósofos, Taurus, Madrid, 2003, pp. 227-259.
Lo que yo he aprendido del feminismo es que nunca trasciende el género hacia la subjetividad, porque creo que siempre hay un resto de resentimiento. Una paradoja: aquí se denuncia la "ontologización" de la mujer, pero nunca se sabe se habla del género femenino o de su "hacceitas".
ResponderEliminar¡Excelente artículo! Mis felicitaciones al escritor.
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