Presentamos para la sección de
Microensayos del blog Ancile, una nueva entrada del profesor Tomás Moreno
titulada El final de la Utopía, que
viene muy apropósito con las inquietudes de muchos de los que también
reflexionamos sobre lo que ya parece una deriva incontrolable entre el saber,
el conocimiento científico, la ética, la tecnología y el vacuo papel de la política ante este (y desde luego muchos otros)
fenómenos de la actualidad social e individual que afectan gravemente a nuestra
civilización.
EL FINAL DE LA UTOPÍA
Desde el siglo XVIII hasta los inicios del XX, la
mayoría de los expertos en el pensamiento utópico sostenían que los dos modelos
utópicos existentes (el modelo eutópico
de las utopías sociales y el modelo
tecnópolis de las utopías científico-técnicas) presentaban una cierta
ligazón: se exaltaba la ciencia y sus aplicaciones técnicas, así como una
ingenua pero firme credulidad en el
progreso, asociando con frecuencia “las esperanzas utópicas” sociopolíticas
al avance de ese proceso técnico y “civilizador”.
Sin
embargo a lo largo de todo el siglo XX se fue evidenciando progresivamente la
inevitable desvinculación o divorcio entre ambos modelos utópicos. Quizá la
mejor manera de caracterizar esa inestable
relación o vinculación entre ambas -entre la utopía técnico-científica (tecnópolis) y la utopía socio-política (eutopía)- sería la formulación de H. Schlette, que remedaba la clásica de
Kant: “La utopía social, concepto sin intuición, es algo vacío; la utopía
técnica, que no carece de modelos intuitivos, pero sí de aquel fundamento
conceptual que le da sentido, es ciega” [1].
Jean Amery |
A
finales del pasado siglo, era ya una verdad establecida que el tiempo de las
utopías sociales y políticas (eutópicas)
había pasado, estaba periclitado. En efecto, mientras que en el ámbito científico-técnico las
aspiraciones, los deseos, los sueños de las ficciones utópicas habían sido, en cierto modo, realizadas, e
incluso cumplidamente superadas, en el nivel
político-social, aunque factibles o realizables en la teoría, sin embargo,
no había ocurrido otro tanto en implementación práctica[2].
Jean Amery, por su parte, consideraba
que la utopía social, sustentada por
el principio esperanza[3], tenía una clara tendencia
a posponer los modelos técnicos y a orientarse hacia un mundo pre-técnico, un
mundo sin instrumentos, mientras que la utopía
técnica, que ponía a salvo el principio “hybris”, extrapolaba todas las
posibilidades técnicas empeñadas en el presente, intentando liberar a la esperanza
de la posibilidad de la desilusión y dirigiendo sus ojos sin temor hacia un
futuro, en el cual el hombre se convertiría en parte de un mecanismo y por ello
en un mero instrumento. En una simplificación grosera de los hechos, pero que
quizá se acerque a la verdad, podría decirse que el peligro de las utopías sociales
se basaba en un milenarismo irracionalista[4],
mientras que el peligro de la utopías técnicas residía en un suprarracionalismo
que se elevaba hasta lo absurdo[5].
Las antiutopías del pasado siglo XX -
las de E. Zamyatine, de G. Orwell o de Aldous Huxley- revelaron finalmente cómo
la utopía, tal y como había sido
conceptualizada desde el Renacimiento y desde los inicios de la Modernidad,
había fenecido. Se había producido, efectivamente, una caída de los sueños y anhelos utópicos, una verdadera crisis de la utopía (tanto de la utopía socialista como de la utopía de la sociedad industrial
capitalista, tanto del modelo
eutópico como del tecnopolita).
Y
esa crisis era, sin duda, pareja a
la crisis o declive de la idea o mito del progreso -piedra angular, por
otra parte, de la construcción racionalista ilustrada que había sostenido la
civilización moderna occidental y que había sido hegemónica en ella durante un
par de siglos- y también a la crisis o decadencia de la modernidad,
como analizó convincentemente Krishan
Kumar [6] en un destacable ensayo.
En
efecto, tras la experiencia totalitaria, las dos guerras mundiales, el
Holocausto, el Gulag, Hiroshima, las armas nucleares, la destrucción ambiental
etc., fue imposible sostener la fe en
que el mundo estaba volviéndose mejor y en que, con ayuda de un poco más de
ciencia y de tecnología, mejoraría más aún. Los científicos e ideólogos de la
modernidad prometieron que su conocimiento liberaría de la guerra a la especie
humana y de la escasez al mundo. Pero, en este caso su mentor parecía haber sido
el barón Frankenstein, en lugar de Francis Bacon, y la utopía había mostrado su
otra
cara, su verdadero rostro oculto: la mueca trágica de la distopía[7].
Krishan Kumar |
Coincidiendo con el diagnóstico de Krishan
Kumar, Rafael Argullol y Eugenio Trías justificaban así, en los finales del
segundo milenio, el desmoronamiento de
las utopías de raíz ilustrada:
El
mecanismo del Progreso se ha engrasado con las promesas utópicas. Pero éstas
han quedado en entredicho. No hace falta insistir en el fracaso de las utopías
políticas, tanto de “izquierdas” como de “derechas”. Este fracaso ha ido
acompañado de otro, de igual importancia, que concierne a las promesas utópicas
alrededor de la ciencia y la técnica. El optimismo ilustrado, reencarnado en el
optimismo científico y técnico, había previsto horizontes paradisíacos. Esto se
interrumpe a partir de cierto momento del siglo XX. La bomba atómica, Hiroshima
y, luego, la amenaza de autodestrucción son el gran golpe. Después se producen
toda una serie de fenómenos, desde el deterioro ecológico hasta la aparición de
una enfermedad con ribetes de peste negra como el sida, que debilitan, cada vez
más, la confianza en la utopía científica [8].
Pero
fue, sin duda, Edgard Morin quien,
con mayor concisión, lucidez y dramatismo, certificó tanto la quiebra de la
bicentenearia idea de progreso como el
fin de la modernidad -y por
consiguiente la muerte de la utopía,
indisolublemente vinculada a ambos conceptos- al escribir estas palabras:
Nuestra
civilización, nacida en Occidente, al soltar sus amarras respecto al pasado,
creía dirigirse hacia un futuro de progreso infinito guiado por el progreso
conjunto de la ciencia, la historia, le economía y la democracia. Con Hiroshima
ya aprendimos que la ciencia es ambivalente; hemos visto el retroceso de la
razón y el delirio estalinista adoptando la máscara de la razón histórica;
hemos visto que no había leyes en la
Historia que guiaran inequívocamente hacia un porvenir radiante; hemos
visto que el triunfo de la democracia no estaba definitivamente garantizado en
ninguna parte; hemos visto que el desarrollo industrial podía causar estragos
culturales y contaminaciones mortíferas; hemos visto que la civilización del
bienestar podía al mismo tiempo producir malestar. Si la Modernidad se define
como fe incondicionada en el progreso, en la técnica, en la ciencia y en el
desarrollo económico, entonces la Modernidad está muerta[9].
Todo
ello explica el que las imágenes del futuro[10] que se han introducido en
la conciencia popular a lo largo de todo el siglo XX hayan sido distopías[11]: Un Mundo feliz, de Aldous
Huxley, “1984” de G. Orwell, Nosotros, de E. Zamyatin, La Naranja mecánica, de Anthony
Burghes -llevada al cine por Stanley
Kubrick-[12], con casi la única excepción de alguna utopía
tecnológica todavía ingenuamente optimista como Walden dos, de B. F. Skinner.
Antes, en la Modernidad -abierta al futuro y hostil a todo cierre utópico-, las utopías decimonónicas se adaptaron con éxito al
requerimiento de cambio y novedad: reemplazando los esquemas estáticos, propios
de la utopía desde Tomás Moro, con esquemas más abiertos,
experimentales y dinámicos, como los instaurados por socialistas utópicos
(Owen, Saint-Simon, Fourier, Cabet, Wells) -que trataron infructuosamente de
ensayar nuevas formas de convivencia humana, esto es: otras alternativas
socio-económicas y políticas de organización social-. Después de la
Primera y Segunda guerra Mundiales, sin embargo -como
ya hemos mostrado-, la “progresista” Modernidad
fue severamente puesta en entredicho. Su dinamismo, su apertura, su falta de un
sistema general de valores se parecían más a una amenaza apocalíptica que a una
promesa emancipadora.
Edgar Morin |
Ante
esta falla de la confianza en el futuro,
también la Utopía se retiró. Su
coexistencia con la Modernidad
dependía de la confianza en que la razón podría forjar el futuro y, hasta
cierto punto, discernirlo. Uno de los rasgos más persuasivos de la Antiutopía del siglo XX fue denunciar
esta creencia como un peligroso engaño.
Y -lo que fue aún más dañino para las utopías optimistas del pasado- asumió el
argumento de escritores antiutópicos como Evgeny
Zamiatin, G. Orwell y Aldous
Huxley o de teóricos de la Escuela de Frankfort como Max Horkheimer y T. W.
Adorno[13],
de que, en la medida en que la razón ilustrada se estaba realizando en el mundo moderno, los resultados que ella acarreaba estaban
siendo desastrosos para la humanidad y podrían serlo aún mucho más.
A
finales del siglo XX, pocos se habrían atrevido a cuestionar la lucidez y
veracidad de este epitafio utópico de
Krishan Kumar:
La antiutopía cuya popularidad en nuestro siglo ha sido muy superior a
la de la utopía, dio la espalda al presente. Enterró la civilización moderna en
nombre de valores y prácticas que habían desaparecido sin dejar ninguna
posibilidad de resurgir. Contempló el fin del mundo moderno, fuese en una
llamarada de violencia apocalíptica o en virtud de una lenta decadencia
acarreada por medio del hastío, sin la esperanza de que la muerte significara,
como tantas veces en el pasado, una resurrección. La ley de la entropía, que
anunciaba el último agotamiento del universo, pareció finalmente haber
extendido su esfera de operaciones a la sociedad humana[14].
Tomás Moreno
[2]
Véase H. Marcuse, El final de la utopía, Ariel, Barcelona, 1968.
[3] Alusión a Ernst Bloch, autor de Das Princip Hoffnung, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1959 (El Principio Esperanza Aguilar, versión
del alemán de Felipe González Vicen, 3 tomos, Madrid, 1977), la obra más
profunda y enciclopédica que se ha escrito sobre la utopía y el espíritu de
utopía.
[4] Para las relaciones entre utopía y milenarismo
en nuestro tiempo véase: Tomás Moreno, De
la Utopía al Milenarismo, en Ángel Valencia y Fernando Fernández Llebrez, La Teoría Política frente a los problemas
del siglo XXI, Universidad de Granada, 2004, pp. 201-210.
[5] Cfr.J. Amery:
Gewalt und Gefahr der Utopie, en
Widersprüche, Stuttgart, 1971, p. 96 (cit. en H. Schlette, op. cit., pp.
240-241).
[6] Cfr. Krishan Kumar, El Apocalipsis, el Milenio y la Utopía en la actualidad, en Malcolm
Bull (compilador), La teoría del
Apocalipsis y los fines del mundo, Fondo de Cultura Económica, México,
1998, pp. 233-260.
[7] Y es que toda utopía lleva como adherida su sombra:
una contrautopía; todo paraíso evoca su respectivo infierno. Frank E. Manuel
considera que “la antiutopía no fue un invento de A. Huxley y Yevgeny Zamiatin realizado en el siglo XX: La Asamblea de las mujeres de
Aristófanes fue contemporánea de la República
de Platón (…); la utopía de Moro dio pie a las más diversas burlas y parodias;
y en más de una utopía nos encontramos con algún diablillo maligno dispuesto a
dar al traste con todo”. Todas esas intrusiones y utopías satíricas, o las que
se ha dado en llamar distopías o antiutopías, no se pueden excluir enteramente
de un examen serio de la cuestión:”Si en el fondo de toda utopía late una
antiutopía -el mundo real visto a través de los ojos críticos del fabricador de
la utopia-, también se puede decir inversamente que en el fondo de toda
distopía late una secreta utopía” (Frank E. manuel y Fritzie P. Manuel El pensamiento utópico en el mundo
occidental, tres tomos, Taurus, Madrid, 1981, tomo 1º, p. 20).
[9] Edgard Morin, Los
siete saberes necesarios para la educación del futuro, Paidós, Barcelona,
2001, pp. 85-86.
[10] Sobre las antiutopías y distopías véanse: Peter
Sloterdijk, La Utopía ha perdido su
inocencia, entrevista con Fabrice Zimmer, Magazine Litteraire, mayo 2000;
Ángel Rodríguez-Kauth, Razones del
discurso antiutópico, Universidad Nacional de San Luis, Argentina, en la
Revista Utopía y Praxis Latinoamericana, nº 4/6, Venezuela, 1999; Estrella
López Keller, Distopía. Otro final de la
utopía, Separata de la “Revista Española de Investigaciones Sociológicas”
nº 55, Julio-Septiembre,1991; Juan López
Morillas, Sueños de la razón y la
sinrazón: utopía y antiutopía, Sistema, nº 5, Madrid, Abril, 1974; W. H. G. Armytage, Visión histórica del futuro, Península, Barcelona, 1971.
[11] También denominadas como cacotopías, utopías negativas,
antiutopías,contrautopías o distopías.
Distopía: proyección al futuro de los
rasgos negativos del presente sobrevalorados; macabro espejo de aquello en que
podrían convertirse nuestra sociedades o nuestra civilización si no se pone
freno a alguna de las tendencias a las que apuntan. La distopía ve el futuro como portador de una amenaza, exactamente
como la utopía ve el espacio todavía no explorado y el mañana anhelado como una
esperanza.
[12] Todas se asemejan en dos aspectos fundamentales: las
denuncia del despotismo estatal y del
totalitarismo y el rechazo de la tecnologización deshumanizadora. Su objetivo:
alertarnos de la posibilidad de que lo que pronosticaban venga a cumplirse
inexorablemente, confiando en que al mostrar el lado más oscuro y terrible de
estas sociedades -en apariencia perfectas- se impedirá su cumplimiento.
No puede ser más enjundioso este ensayo enriquecido con dosis balanceadas de saber universal. Complejo el tema, casi intocable por su materia de estudio, que es la vida misma. Utopías tras utopías, el hombre mismo se "ajeniza" y no se percibe. A los filósofos les toca el papel de observadores, de casi narradores de aquello que filtran a través de su conocimiento y valoración personales. La humanidad, mayormente ignorante de sí misma, marcha como por inercia hacia no sé dónde. La utopía es la realidad misma, quizás un sueño del ego. Un abrazo, amigo.
ResponderEliminarExcelente exposición en un tema tan complejo. En tal estado de cosas, necesitamos que la Poesía nos alumbre. La utopía que no muere, acercarnos a la verdad y la belleza a través de la Poesía por ese camino profundamente humano en el que no están ausentes el dolor y el Amor. Quizás el sueño de la Vida.
ResponderEliminarGracias por tanta riqueza, Prof. Tomás Moreno.
Un cordial saludo.
Jeniffer Moore