Me complace ofrecer en el blog Ancile la
espléndida presentación que hizo el profesor Tomás Moreno del libro Haikus de
la Alhambra. Satisfizo totalmente la expectativas y curiosidad que su autor
(quien les habla) tenía en relación a lo que un filósofo y profesor de
filosofía tenía que decir en torno a este conjunto de poemas y de fotografías
inspiradas en el monumental recinto de la Alhambra y sus alrededores. Juzguen
ustedes mismos si mereció la pena hacer reflexionar al filósofo con la singular
temática de la poesía como eje vertebrador de su magnífico discurso.
IMPRESIONES TRAS LA LECTURA Y VISIÓN
DE LOS HAIKÚS DE LA ALHAMBRA,
DE FRANCISCO ACUYO Y FOTOGRAFÍAS DE FRANCISCO FERNÁNDEZ.
El profesor Tomás Moreno |
Les confieso que no soy experto en arte, tampoco
crítico literario, ni entendido en poesía ni en fotografía , aunque sí sea
apasionado de ambas manifestaciones del arte y de la belleza. Por eso, titulo
estas reflexiones, como simples impresiones
de un lector curioso o de un espectador interesado, y, tengo que
reconocerlo, poseído por la magia de
la Alhambra y de los Cármenes granadinos y seducido
por la demostrada sensibilidad y creatividad estéticas de los autores.
Tras
terminar de leer el libro, que os recomiendo efusivamente, escribí a su autor,
mi amigo Francisco Acuyo, unas palabras de felicitación en las que le venía a
decir, más o menos, que la lectura de su obra era “una fiesta para la
inteligencia poética y al mismo tiempo para la sensibilidad estética”. Reafirmo
aquí y ahora, esa original impresión.
Se
trata de una obra que conjuga -con
singular virtuosismo- la poética fotográfica del paisaje, de la geometría y la
arquitectura con la arquitectónica formal de la poesía, por una parte; que unifica -si no explícitamente sí en su trasfondo-, la mística budista-zen
japonesa, con la mística islámica sufí y con la mística cristiana, por otra, en
una feliz y sincrética síntesis, formal
y sensorial y en la que se
integran de armónica manera elementos procedentes de distintas concepciones del
mundo y de distintas artes.
De
la poesía -palabras, sintagmas, imágenes, tropos literarios, símbolos-; de la
fotografía -enfoques, perspectivas, líneas, espacios, claroscuros-; de la
música -"silencios púrpura", "músicas calladas", murmullos,
rumores y sonidos presentidos o adivinados en el agua-; y de la plástica en
general -formas, superficies, colores, luces y sombras-.
El
texto poemático se enriquece, a su vez,
con tropos, imágenes, metáforas, sinécdoques, metonimias, verdaderamente
deslumbrantes y con experiencias sinestésicas de múltiples sensaciones:
táctiles, auditivas, de movimiento (o cinestésicas), y también de sabores,
olores, visiones. Veamos si no algunos ejemplos de ello cuando, por ejemplo, el
poeta alude a imágenes y expresiones como "luz
alada", "sombras
de plomo", "sol aromático", "sombra que susurra",
"silencio gris", "rumor amarillo", "silencio verde
violáceo", "sueña el azul" etc.
Además
de todo ello, el poeta sabe transmitir al lector una serie de emociones,
sentimientos y vivencias, suscitadas
sin duda por una contemplación -yo
diría que extática o mística- de la belleza tanto de la pura naturaleza, como,
sobre todo, de la naturaleza mediada por el artificio humano: la belleza de los
Cármenes, en un caso, y la de la Alhambra, en el otro.
Y
es que, verdaderamente, el marco, el entorno en el que se
inspiran y ofrecen los poemas -como confiesa el autor en su introducción- "es
ya de por sí un rasgo peculiar, incluso inusitado, cuyas raíces remiten, por
una parte al Islam, por otra, al siglo XIX". Ese marco, ejerce o funciona
de catalizador y aglutinante de las distintas atmósferas místicas que impregnan desde siglos sus parajes.
Por una parte, la atmósfera de la mística
cristiana y personalista de un San Juan de la Cruz. Mística del encuentro o unión
con el Tu divino, tras experimentar su cenit como "llama de amor viva".
Por otra, la atmósfera de la mística
islámica Sufí, a la manera de la del murciano Abenarabi: una mística de la
inmersión del yo en el ser divino:"el
sufismo es que Dios te haga morir a ti mismo y vivir en Él", como proclamaba
Junayd, un místico sufí de Bagdad, del siglo X[1].
Místicas, ambas, dialógicas, de unión
con Dios; que participan del encuentro y la comunión de la criatura con la
realidad divina, y en las que nunca se
esfuman o disuelven las categorías personales (esposo-esposa; amado-amada,
amigo-hermano, padre-hijo) en la inmensidad de un Todo o de un Absoluto
Impersonal o Transpersonal.
Y en contraste con esas dos
tradiciones místicas, tan similares, tan cercanas y entreveradas en nuestra
tradición religiosa y literaria (como lo atestiguan los estudios e
investigaciones de Asín Palacios, Massignon, Ritter, Luce López-Baralt o Henri
Corbin)[2], la presencia -incoada no ya en el entorno
referido, sino en el espíritu de la
forma poética empleada- de la Mística budista-zen, una mística monista, impersonal -en la que la
relación Yo-Tú es inexistente-. Una mística, pues, no del encuentro amoroso,
como la cristiana-islámica, sino de la disolución del yo o del ego, y del vacío
transpersonal. Una mística, en fin, anonadante y de la cesación de todo, característica
del Oriente[3].
Conjugar todos esos elementos formales
y conceptuales tan heterogéneos, a partir de un texto literario y de unas
imágenes fotográficas de singular belleza, ya es una proeza estética, de la que
son responsables sus autores: Francisco Fernández y Francisco Acuyo o viceversa.
El medio e instrumento formal,
decíamos, utilizado por los autores para
ello es la palabra y la imagen (fotográfica), el verbo y la plástica, en una
feliz y sugestiva síntesis artística. Ambos
artistas han sabido percibir, lo mismo que percibían en sus poemas ideográficos los viejos
poetas de la tradición china y japonesa.
Y
es que en ningún lugar del mundo han estado tan relacionadas la pintura (o la
imagen representada plásticamente) y la poesía como en las culturas china y
japonesa. Si Aristóteles, y después Horacio, entendían que la palabra poética
copia o "pinta" lo real
-recordemos la clásica locución latina ut pictura poesis ("como la pintura así la poesía")-,
debido a la utilización que hace de la mímesis de la Naturaleza, nosotros
podemos decir que las bellísimas imágenes fotográficas de Francisco Fernández,
que acompañan a los no menos fascinantes haikús
de Francisco Acuyo, nos ofrecen el entorno mágico
y poético en el que
éstos adquieren su climax poemático
y su más pleno sentido.
Desgraciadamente,
nosotros no estamos acostumbrados a leer imágenes sino tan sólo términos,
palabras, sintagmas, frases, enunciados. Diferenciamos ambos ámbitos hasta
el punto de que son dos funciones las que activamos frente a ellos:
"leemos" la escritura y "contemplamos" la
pintura/fotografía.
Para
leer un poema chino o japonés deberíamos lograr
unificar ambas cosas (algo que Mallarmé intentó decirnos, a su manera)[4]. Pues bien, Francisco Fernández y Francisco Acuyo
han sabido hacerlo con una admirable compenetración, hasta el punto en que leemos sus fotografías como poemas
y contemplamos sus versos (haikús)
como representaciones pictóricas. Han logrado, en fin, fundir -con una alquimia virtuosista- la poesía de la palabra y la poesía de la imagen en una única e integral obra de arte.
La
obra se inicia con una sabia y documentadísima Introducción del autor en la que nos informa de la poética que ha
inspirado esta obra, de su afinidad con la poesía china y japonesa tradicional,
así como de los criterios desde los que ha utilizado libre y heterodoxamente la
forma poética de los haikús. Y continúa con las dos partes fundamentales de las
que consta: 1ª, los Haikús de los
Cármenes y 2ª los Haikús
de la Alhambra.
Les
confieso que siempre he sentido una gran admiración por la cultura oriental,
singularmente por el budismo, en su orientación zen. Siempre me ha fascinado la
poesía clásica china y especialmente la tradición japonesa de los haikús.
Es
cierto que los japoneses no se han preocupado nunca por elaborar grandes
sistemas teóricos. Si tuviéramos que elegir las notas más características de la cultura japonesa tendríamos que
aludir en primer lugar a su capacidad
de mimetización, adaptación y asimilación de lo extraño y de lo foráneo
que utilizan como materia prima para
absorberlo y transformarlo en algo propio y original: es decir para copiarlo o imitarlo,
elaborarlo, conservarlo, estilizarlo y difuminarlo, haciéndolos suyos.
Pasó
con los sistemas culturales,
religiosos y metafísicos orientales (logrando un perfecto sincretismo al
enlazar el budismo indio, el taoísmo chino y el confucianismo septentrional); pasó
con la jardinería -transformando
el naturalismo chino en arte floral-, pasó
con la preparación del té convirtiéndolo en todo un rito o una
representación litúrgica; también pasó con la escritura, la pintura y la poesía chinas dándoles un sesgo
distinto: propio y original. Así como pasó, en fin, con la artesanía de
guerra mogol, convirtiéndola en un bello arte
ritual del combate y de la lucha, en el pasado; y en el presente, ha pasado igualmente
con la tecnología occidental más
sofisticada.
Los
japoneses han sabido, en definitiva, llevar al extremo el viejo principio taoísta de que la
victoria no se consigue afirmándose sino cediendo, no resistiéndose sino posponiéndose, plegándose como el junco
frente al viento o el huracán. Esto es: debilitándose, desvalorizándose,
rebajándose, sometiéndose, aunque sólo sea de manera aparente ("Tao Te
King", I, 7. b).
En
el comercio -como en el jiu-jitzu- no
se vence imponiendo el propio valor o fuerza, sino absorbiendo la fuerza del
contrario. Como el Tao, la cultura japonesa “mantiene todas las cosas pero no
se adueña de ellas; actúa sobre ellas pero no se apropia de su voluntad; las
informa pero no las domina” ("Tao", II, 73, c).
Pero,
la nota idiosincrásica que, a mi parecer, destaca sobre todas, la que nos
parece más simbólica y enigmática del Japón, es su capacidad, su sensibilidad
para naturalizar lo artificial, para objetivar lo subjetivo, para la irrupción
de lo natural en un entorno geométrico y ordenado, que se hace patente tanto en
el jardín, como en la miniatura o el haiku[5].
Y
es que: “Ni antes ni ahora –como escribió Octavio Paz en su ensayo sobre "La tradición del haikú", de Los signos en rotación-
el Japón ha sido para nosotros una escuela de doctrinas, sistemas o filosofías,
sino una sensibilidad. Lo
contrario de la India: no nos ha enseñado a pensar sino a sentir”[6].
A
la reducción a escala visual del jardín o a la depuración del Ikebana (arte decorativo de arreglar las
flores) corresponde la depuración y reducción verbal de la poesía japonesa. Los
haikús nos aparecen al pronto como una descripción impresionista de sensaciones
cotidianas: “Hojas / caídas sobre una roca; / bajo el agua (Jösò); de acontecimientos
sin valor, insignificantes: “Enciendo una vela / con otra vela; / una tarde de
otoño” (Buson);
o de un significado que se revela a la
mirada y que el poema no hace sino inventariar: “¿Una flor caída / volviendo a
la rama? / Era una mariposa” (Moritake); o este otro: “La tormenta ha pasado; /
la concha vacía / de un caracol (Söshi).
¿Cuál
es - nos preguntamos- el mecanismo por el que el haiku, lacónico conceptista y económico,
alcanza a producir un efecto tan sensible? De igual modo como en el jardín
japonés la reducción de la Naturaleza permitía la visión holística no analítica
de su sentido, es aquí el simple desdoblamiento verbal de la experiencia la que
dota de figura al sentimiento y posibilita su experiencia como imagen.
Ajenos,
tanto los haikus como sus poetas artífices, a nuestros hábitos del silogismo o del
simbolismo abstracto, una serie de recursos formales utilizados en ellos -tanto
la reducción como el desdoblamiento- les permiten comparecer ante la realidad
sin necesidad de comprenderla intelectivamente, es decir, sin hacerla a su/nuestra
imagen y semejanza. Con sus tres versos de 5-7-5 pies -señala C. Roy-, sus
diecisiete sílabas, su sabia parsimonia de adjetivos, de verbos y adverbios, y
su horror de la metáfora, de la “imagen”, el haikú es el camino más corto entre
una emoción y su
preciso contagio.
Carente, pues, de todo ardid retórico que enfatice la naturaleza de los hechos
mismos, el poema se limita a enunciar con la mayor concisión, precisión y
austeridad, a reproducir literalmente, el propio acontecimiento psicológico: no
hay en él ni una gota más de literatura de cuanta no contenga de suyo la propia
psique humana.
Pues
bien, Francisco Acuyo parece haber aprendido a la perfección todos estos
recursos y artificios formales. Se muestra en sus haikús como un consumado
conocedor de la técnica formal y del espíritu de los mismos, aunque, a veces,
se muestre también heterodoxo respecto a ellos.
Veamos,
si no, algunos paradigmáticos ejemplos o muestras de ello: Concretamente en los
que seguidamente vamos a leer, se observará y apreciará ya, que el poeta busca
la contemplación pura de las
cosas sin retóricas que la mediaticen y desvirtúen. Sus haikús, por ello,
parecen un simple marco para encuadrar un suceso; no son tanto una confidencia
del poeta, cuanto un dedo índice que dice ¡Mira!:
“El Pino duerme/sobre la brisa un dulce/ sueño celeste” (I); o estos otros:
“Del cielo, peces, / por el mar estelar / navegan los cipreses” (I); “Guardián
del alma, / por el agua bogando, / el cisne pasa” (I).
A veces se contenta con abrir los ojos y dejarse iluminar por el destello surrealista de la
realidad: “Arde en la siesta / el jardín monacal: / la cigarra en su prédica
(I); o bien estos otros: “Se oye en la acequia / el rumor amarillo / de la
arboleda (I); “Ígnea magnolia / ilumina la tarde / entre la sombra (I).
Otras,
el poeta -franciscanamente- transfigura la realidad contemplada
fundiendo vida y entorno:“La primavera, / pavo real, un arco/ iris despliega”
(I); “El petirrojo / la tarde porta sobre/ su pecho docto” (I).
En ocasiones, la iluminación que sobreviene al poeta ya no es sólo estética o
naturalista/panteísta sino sutilmente mística y nos hace evocar el mismo
espíritu de San Juan de la Cruz, que paseó por estos lugares y contempló sus
noches y atardeceres, envuelto en la música callada y acompañado de la soledad
sonora de estos maravillosos parajes:“En el jardín/ de la dicha se quema/ el
alhelí” (I); “En el estanque, / la eternidad se mueve / por un instante” (I);
“Fuente del alma / que en el silencio ofreces / la música del agua” (I).
Y la mayoría de las veces, se presiente en sus haikús, la Norma de la
Naturaleza (el camino del Tao) en la humildad, sencillez y pureza de lo que
simplemente sucede sin darnos cuenta, sin forzar nada, dejando que las cosas sean y se desplieguen naturalmente y que el
poeta también sin pretender nada, sin obligarnos a nada, nos transmite a través
de su precisa descripción/impresión: “Se pinta el pez / en el estanque / con
rojo pincel (I) ; “Sobre el peral / el sol muestra amarillo / verde beldad (I).
Frecuentemente, como es preceptivo y habitual en muchos haikús clásicos, nuestro poeta
utiliza lo que los japoneses designan con el nombre de Kireji (palabra cortante), mediante la cual se enfatiza una suerte
de corte, cambio o fricción entre dos realidades antitéticas, que nada tienen
que ver. Se produce entonces el “choque” entre dos realidades, como entre
pedernales, que hará brotar una chispa, una iluminación súbita e inesperada (el
satori): Áspera higuera / en la noche
espectral, / peripatética”;
“Sobre la dalia / un instante medita, / quieta, la
rana” (I); “El boj, compacto, / con prieta geometría / ordena el caos” (I); “Casta
la juncia, / estremece una brisa / del talle, lúbrica" (I).
Se
caracterizan estos Haikús de la 1º Parte, Haikús de los Cármenes (Cármen de los
Mártires y Cármen de la Fundación Rodríguez Acosta), que hasta ahora hemos evocado,
por sus explícitas referencias a la
naturaleza, a los seres vivos Vegetales (pinos, cipreses, juncias, helechos,
arboledas, magnolias, bambúes, washintonias, rosas, alhelíes, adelfas,
claveles, lirios, tulipanes, perales, tomillo, higueras) y Animales (ánades,
cigarras, libélulas, cisnes, pavos reales, lagartos, petirrojos, peces, ranas)[7].
Así
como por la presencia de los cuatro
elementos o raíces primordiales: el Agua (mediante sus reiteraas alusiones
y referencias a albercas, estanques, acequias, lagos, fuentes); el Aire (a
través de expresiones como "aromas de azahar", "el aire efímero",
"gélidas brisas" o "brisas que estremecen"; el Fuego (representado
por "ígneas magnolias", o imágenes como "arde en el agua"; y
la Tierra como
"fértil jardín" omnipresente, sostén nutricio de todos
ellos).
Sería
interesante, si tuviéramos tiempo y sabiduría para ello, analizar todos esos
símbolos e imágenes que Francisco Acuyo va desplegando a lo largo del libro, a
la luz de las categorías hermenéuticas elaboradas por Gastón Bachelard[8], en libros como Psicoanálisis del fuego, La
poética del espacio o El aire y los sueños, o por Gilbert
Durand en su magna obra Estructuras
Antropológicas de lo Imaginario[9].
Bástenos,
por ahora, con indicar que nuestro poeta combina con destreza y oportunidad símbolos
luminosos o purificadores (como el fuego, el sol, el aire, el agua, el azul, el
dorado o el blanco) con otros símbolos cthónico-lunares (cigarra, ranas, lagartos),
en la terminología acuñada por Gilbert Durand; o con símbolos e imágenes
impregnadas, en expresión de Bachelard, de un psiquismo ascensional y vertical (árboles, pájaros, ángeles, alas).
Dejémoslo para otra ocasión.
En
los poemas o haikús de la segunda parte, por el contrario, nos encontramos ante
el puro artificio de una cultura mágica, que diría Spengler[10], como la islámica, en la que -en ausencia de
referentes vivos, de mímesis o imitación figurativa de la naturaleza o de la
vida animal o humana- en su lugar dominan los referentes geométrico-arquitectónicos
(muros, arrocabes, arcos, columnas, frisos, lobulados rosetones, mocárabes,
atauriques, cenefas, trenzados capiteles, aleros, cúpulas, arquerías etc.) y
elementos decorativos vegetales: “Trenzados y ápices / dialogan entre signos /
y vegetales” (II); "El ajimez / en dos mundos proyecta, / un solo
ser" (II)
E incluso toda una poética pétrea y simétrica incrustada en sus muros: “Áulicos
versos / en el patio su canto/ trazan simétricos” (II); “Versos del trono / en
colores inscritos / pintan el cosmos” (II).
Pero se trata de una escenografía iconográfica vegetal y arquitectónica animada y vivificada por el poeta, mediante
imágenes asombrosas y sugestivas, en la que "las fuentes murmuran versos",
"los arcos fingen", "los mirtos colorean sus corolas", "hablan
las estrellas", "las luces y las sombras susurran", "el
silencio se escucha", "el horizonte pregunta", "las fuentes
responden", "arde el crepúsculo", y en la que las estancias de
la Alhambra aparecen como un microcosmos que refleja el macrocosmos de la bóveda
estrellada celeste: “Con ocho puntas/ se inscribe el universo/ sobre la cúpula”
(II); “Sobre la cúpula / arde el agua estelar / arquitectura” (II).
Y todo ello presidido, más allá del tiempo, de las sombras, de los
silencios, por una oración de alabanza al Único Dios: “En los cimacios: / loor
a dios. Al silencio / murmura el diablo (II). Mientras enigmáticos ángeles
"que diseñan tabernáculos" en el "rectángulo del patio" y
otros ángeles silentes: "ángeles de la aurora" y "ángeles de la
tarde" baten sus alas doradas sobre las salas del fascinante palacio
nazarí.
Tomás Moreno
[1] Sobre la mística sufí, véase: Martin Lings, "¿Qué
es el sufismo?", Taurus ediciones, Madrid, 1981; sobre Abenarabi y las
relaciones entre la mística islámica y cristiana, la clásica obra de Miguel
Asín Palacios, "El Islam cristianizado", Libros Hiperión, Madrid,
1982.
[2] Al respecto véase: Luce López-Baralt, "Adiós a lo
indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante", Trotta,
Madrid, 1998.
[3] Sobre los rasgos característicos de la mística
oriental en general véanse: J. López-Gay, "La mística del Budismo",
B. A. C., Madrid, 1974; Ana María Shlüter Rodés y José Ignacio González Faus,
"Mística oriental y mística cristiana", Cuadernos FyS, Sal Terrae,
Cantabria, 1998; José Ignacio González Faus, "Unicidad de Dios, pluralidad
de místicas", Cuadernos CJ, Barcelona, 2012.
[4] Cfr. Francois Cheng, "La Escritura Poética
China", Pre-Textos, Valencia, 2007. Así como la bella y lúcida reseña de esta obra por Chantal
Maillard, "Pintar el Poema", El País, 20 de octubre de 2007.
[5] Cfr. X. Rubert de Ventós, "De la Modernidad. Ensayo de Filosofía
Crítica", Península, Barcelona, 1980, pp. 271-283.
[6] Octavio Paz, "Los signos en rotación y otros
ensayos", Alianza Editorial, Madrid, 1971, pp. 235-250. Con el gran poeta
y eminente humanista mexicano, Octavio Paz, coincide la gran antropóloga
cultural Ruth Benedict, autora de uno de
los libros más célebres sobre la tradición cultural nipona, "El Crisantemo
y la Espada. Patrones de la cultura japonesa", en el que el culto
simultáneo de la estética (el crisantemo) y de la guerra (la espada)
constituiría antitética o paradójicamente el estilo tradicional de vida
japonés. Pero ámbos, sin embargo, participarían de una especial sensibilidad artística, ya que también
la guerra, la lucha o el combate tendrían en esa cultura una evidente
connotación estética. Sobre el pensamiento
japonés en general véase, Hitoshi Oshima, "La estructura del pensamiento
japonés", UA ediciones, Madrid, 2006.
[7] Curiosamente vegetales (flores, árboles, bambúes) y
pájaros también dominan el género pictórico japonés tradicional (Kwachó). La
estética taoísta y la pintura japonesa -que tanto influyeran por otra parte en
la pintura finisecular europea del XIX y sobre todo en el pintor holandés
Vincent Van Gogh- se reflejan así también en el libro de Francisco Acuyo y
Francisco Fernández.
[8] Vid. Gaston Bachelard, "La Poética del
Espacio", Breviario F. C. E., México, 1965; "El aire y los
sueños", Breviario F. C. E. México, 1980 y Psicoanálisis del Fuego,
Alianza Editorial, Madrid, 1966.
Felicidades, Fracisco Acuyo por esta maravillosa obra en un género tan especial y bello.Tus Haikus perfectos, las fotografías bellísimas, y esta presentación del Profesor Tomás Moreno, como un broche de oro que nos permite celebrar con todos Uds. esta fiesta del Arte.
ResponderEliminarGracias por la belleza y que tu libro recorra el mundo.
Un afectuoso abrazo.
Jeniffer Moore
Todo un lujo de presentación para un gran lujo poético, amigo. Qué puedo agregar a las palabras del profesor, que para colmo asegura no ser experto en materias en las que después derocha sabiduría, qué decir después de su aseveración "una fiesta para la inteligencia poética..." Muy bien le viene a la obra este análisis donde cita ejemplos . Me vino la idea de los haikus como bonsais poéticos, a partir de lo que dice el profesor sobre el arte japonés con su depuración y contracción. En fin, gracias por ofrecernos este gran aporte. Un abrazo grande.
ResponderEliminarVuelvo a deleitarme y a reforzar mi aprendizaje con este gran libro y lo expresado por el profesor Moreno. Un abrazo, amigo, y gracias siempre.
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