Ofrecemos para la sección del blog Ancile, De juicios paradojas y apotegmas, la tercera entrega del las reflexiones intituladas, La vívida heredad, bajo el nombre de La libre esclavitud de los afectos.
LA VÍVIDA HEREDAD III
LA LIBRE ESCLAVITUD
DE LOS AFECTOS
LOS indiscutibles horrores de las
dos últimas contiendas mundiales, acaso debieran haber atemperado las
irracionales pretensiones (cuando no severas pulsiones) de desequilibrio y
desafección hacia la humanidad como conjunto, espoleadas las más de las veces
por cuestiones de raza, religión, ideología, cuando no por intereses
político-económicos, nacionalistas… Lejos de entrar en una lógica consideración
de los hechos tan inenarrablemente estremecedores (que muy bien pudieran haber
llevado a la extinción misma de la estirpe humana), parecen recrudecerse en sus
propósitos (¿libremente?) irracionales de segregación, discriminación, desmonte
e incluso destrucción y, aunque parezca increíble, de cualquier rasgo partidario
de una identidad universal como seres humanos. La labor de búsqueda y
compromiso para la construcción de un frente común de entendimiento están, sin
duda, tan lejanas como siempre estuvieron.
No
obstante, la desesperada indagación, rastreo o registro de la felicidad
individual, tras las sucesivas catástrofes que supusieron las dos últimas confrontaciones mundiales, no
pasaron de ser una ilusa y clara omisión de las propuestas que una vez fueron
optimistas y razonables proposiciones de convivencia (ya se expusieron, por
ejemplo, siglos ha, a través del tetrafármaco[1]
epicúreo más hedonista, o, aquel otro singular paradigma que pareció y, aún hoy
parece un canto de sirenas en referencia a la esclavitud humana hacia sus
afectos, entre los que se encuentran los
más peligrosos de : raza, etnia, cultura, ideología, religión… y de los que
sabiamente ya avisara Spinoza).
El homo felix sigue tan atado como siempre
a sus nefastos prejuicios, aun cuando el ser feliz, en nuestros días, se ha
convertido en un imperativo innegociable. La cuestión es que, en realidad, no
solo la inevitable tristeza individual junto a un particular nihilismo social (que
acabará adoptando el marchamo de la depresión psicológica individual y el
absentismo social más deplorable), también las calamidades impuestas por las
desigualdades de toda índole en las sociedades hacen trizas cualquier ropaje de
razonable conveniencia del reconocimiento de una conciencia común –como una
realidad incuestionable- que a todos nos equipare en un verdadero rasgo de
igualdad. No viene mal reconocer a algunos pensadores que ya convinieron en
este particular de manera harto razonable, Bentham por ejemplo, en tanto que ya
pensó que la mayor felicidad del hombre comienza en el establecimiento de una
medida (igualitaria, añadimos) de lo justo y lo injusto y que, a nuestro
juicio, en realidad proviene de la razón existencial que a todos emparenta y
que de forma inevitablemente nos iguala, a
tenor de que todos somos hijos de
las mismas tribulaciones y, al fin, de la muerte misma.
Aquella
felicidad ansiada –desesperada- de nuestros días, debe investirse de un
desesperanzado júbilo que se haya anclado en los prejuicios diferenciadores del
espíritu humano, los cuales no hacen sino poner en evidencia el error
(histórico) tan veces repetido de marcar diferencias y fronteras donde nunca
las hubo, sino en virtud pulsiones profundamente egoístas –de supervivencia- e
irracionales.
No estaría mal, a las alturas de
nuestra breve y presurosa exposición, recordar que los motivos de la búsqueda
de cobijo en la tribu (afín) radica en el terror al otro, no en vano se dice
–de manera bastante equívoca- que por muy sensible o receptivo que se sea, en
realidad nunca sabremos lo que en verdad piensa o siente el otro y,
precisamente en su supuesta impenetrabilidad, se dice, que el luto y el
sufrimiento son vivencias de soledad y, por lo tanto, intransferibles.[2]
En cualquier caso, ¿hasta qué punto somos impermeables al sufrimiento ajeno?
Trataremos con toda modestia de responder a esta cuestión en la siguiente
entrega de este planteamiento.
Francisco Acuyo
[1] Tetrafármaco: Los dioses no son temibles, la muerte no
es nada para nosotros, la felicidad es accesible para quienes saben satisfacer
sus deseos naturales y necesarios, omitiendo los inútiles y, partiendo de la base
de que el dolor es soportable.
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