domingo, 15 de marzo de 2015

JUAN MELÉNDEZ VALDÉS, EN CONTRA DE SÍ SU PENSAMIENTO

Raro entre los raros, si por olvido medimos una obra poética, estaría el afrancesado -amigo de Jovellanos y Cadalso- Juan Meléndez Valdés, jurista, político y sobre todo poeta (1754, Ribera del fresno, Badajoz, 1817, Montpellier) el cual recuperamos para la sección, precisamente de, Los raros, del blog Ancile. Esta selección mínima de sus versos para  aquellos que Lucha en contra de sí (su) pensamiento.



Juan Meléndez Valdés, en contra de sí su pensamiento, Ancile.




 JUAN MELÉNDEZ VALDÉS, 
EN CONTRA DE SÍ SU PENSAMIENTO


Juan Meléndez Valdés, en contra de sí su pensamiento, Ancile.




¡OH!, qué don tan funesto
es Fabio, un corazón sensible
cual débil muro puesto
de un mar airado al ímpetu terrible.




Oda, XXXI


QUÉ sedición, ¡oh cielos!, en mí siento,
Que en contrapuestos bandos dividido,
Lucha en contra de sí mi pensamiento.

Elegía V





ODA DE LA NOCHE





¿Do está, graciosa noche,
tu triste faz, y el miedo
que a los mortales causa
tu lóbrego silencio?
¿Do está el horror, el luto
del delicado velo
con que del Sol nos cubres
el lánguido reflejo?
¡Cuán otra, cuán hermosa
te miro yo, que huyendo
del popular ruido
la dulce paz deseo!
¡Tus sombras, qué suaves,
cuán puro es el contento
de las tranquilas horas
de tu dichoso imperio!
Y extático, los ojos
alzando, el alto cielo
mi espíritu arrebata
en pos de su luceros.
Ya en el vecino bosque
los fijo, y con un tierno
pavor sus negros chopos
en formas mil contemplo.
Ya me distraigo al silbo
con que entre blanco juego
los más flexibles ramos
agita manso el viento.
Su rueda plateada
la Luna va subiendo
por las opuestas cimas
con plácido sosiego.
Ora una débil nube
que le salió al encuentro,
de transparente gasa
le cubre el rostro bello;
ora en su solio augusto
baña de luz el suelo,
tranquila y apacible,
como lo está mi pecho;
ora finge en las ondas
del líquido arroyuelo
mil luces, que con ellas
parecen ir corriendo.
Él se apresura en tanto,
y a regalado sueño
los ojos solicita
con un murmullo lento.
Las flores, de otra parte
un ámbar lisonjero
derraman, y al sentido
dan mil placeres nuevos.
¿Dó estás viola amable,
que con temor modesto
solo a la noche fías
tu embalsamado seno?
¡Ay! ¡Cómo en él se duerme
con plácido meneo,
ya de volar cansado,
el céfiro travieso!
Pero ¿qué voz suave,
en amoroso duelo,
las sombras enternece
con ayes halagüeños?
¡Oh ruiseñor cuitado!
tus trinos melodiosos,
tu revolar inquieto,
me dicen los dolores
de tu sensible afecto.
¡Felice tú que sabes
tan dulce encarecerlo!
¡Oh! ¡Goce yo contino,
goce tu voz, y al eco
me duerma de tus quejas,
sin sustos ni recelos!




DE MIS VERSOS






Dicen que alegre canto 
tan amorosos versos, 
cual nuestros viejos tristes 
nunca cantar supieron.
»Pero yo, que sin sustos 
pretensiones ni pleitos 
vivo siempre entre danzas 
retozando y bebiendo,
»¿puedo acaso afligirme? 
¿Pueden mis dulces metros 
no sacar los ardores 
de Cupido y Lïeo?
»¿Por qué los que me culpan, 
de vil codicia ciegos 
inicuos atesoran 
y gozan con recelo?
»¿Por qué en fatal envidia 
hierven y horror sus pechos, 
cuando riente el mío 
nada en genial contento?
»¿Por qué afanados velan 
mientras que en paz yo duermo, 
tras el fugaz fantasma 
de la ambición corriendo?
»Bien por mí seguir puede 
cada cual su deseo, 
pero yo antes que al oro 
a los brindis me atengo,
»y antes que a negras iras 
o a deleznables puestos, 
a delicias y gozos 
libre daré mi pecho.
»Vengan, pues, vino y rosas, 
que mejor que no duelos 
son los sorbos süaves 
con que alegre enloquezco».
Así a Dorila dije, 
que festiva al momento 
me dio llena otra copa 
gustándola primero.
Y entre mimos y risas 
con semblante halagüeño 
respondiome: «¿Qué temes 
la grita de los viejos?
»Bebamos si nos riñen, 
bebamos y bailemos, 
que de tus versos dulces 
yo sola juzgar debo»




EL GABINETE




¡Qué ardor hierve en mis venas!
¡Qué embriaguez! ¡Qué delicia!
¡Y en qué fragante aroma
se inunda el alma mía!

Éste es de Amor un templo:
doquier torno la vista
mil gratas muestras hallo
del numen que lo habita.

Aquí el luciente espejo
y el tocador, do unidas
con el placer las Gracias
se esmeran en servirla,

y do esmaltada de oro
la porcelana rica
del lujo preparados
perfumes mil le brinda,

coronando su adorno
dos fieles tortolitas,
que entreabiertos los picos
se besan y acarician.

Allí plumas y flores,
el prendido y la cinta
que del cabello y frente
vistosa en torno gira,

y el velo que los rayos
con que sus ojos brillan,
doblándoles la gracia,
emboza y debilita.

Del cuello allí las perlas,
y allá el corsé se mira
y en él de su albo seno
la huella peregrina.

¡Besadla, amantes labios...!
¡besadla...! Mas tendida
la gasa que lo cubre
mis ojos allí fija.

¡Oh, gasa...! ¡qué de veces...!
El piano...Ven, querida,
ven, llega, corre, vuela,
y mi impaciencia alivia.

¡Oh!¡cuánto en la tardanza
padezco! ¡Cuál palpita
mi seno! ¡En qué zozobras
mi espíritu vacila!

En todo, en todo te halla
mi ardor... Tu voz divina
oigo feliz... Mi boca
tu suave aliento aspira;

y el aura que te halaga
con ala fugitiva,
de tus encantos llena,
me abraza y regocija.

Mas... ¿si serán sus pasos...?
Sí, sí; la melodía
ya de su labio oyendo,
todo mi ser se agita.

Sigue en tus cantos, sigue;
vuelve a sonar de Armida
los amenazantes gritos,
las mágicas caricias.

Trine armonioso el piano;
y a mi rogar benigna,
cual ella por su amante,
tú así por mí delira.

Clama, amenaza, gime;
y en quiebros y ansias rica,
haz que ardan nuestros pechos
en sus pasiones mismas,

que tú cual ella anheles
ciega de amor y de ira
y yo rendido y dócil
tu altiva planta siga.

Y tú sosténme, ¡oh Venus!
sosténme, que la vida
entre éxtasis tan gratos
débil sin ti peligra.




A UNOS OJOS



LETRILLAS

  I

 Tus ojuelos, niña,
me matan de amor.
Ora vagos giren,
o fíjense atentos,
o miren exentos,
o lánguidos miren,
o injustos se aíren
contra mi dolor,
tus ojuelos, niña,
me matan de amor.
Si se alzan al cielo
llenos de temores,
si alegran las flores
tornados al suelo,
o abaten el vuelo
de mi ciego error,
siempre, niña hermosa,
me matan de amor.
Tórnalos, te ruego,
niña, hacia otro lado,
que casi he cegado
de mirar su fuego.
¡Ay!, tórnalos luego,
no con más rigor
tus lindos ojuelos
me maten de amor.

            II

   Niña, tus ojuelos
no sé cómo son,
que siendo mi vida
 me matan de amor.
 Ora vagos giren,
o fíjense atentos,
o miren contentos,
o amorosos miren,
o airados retiren
todo su esplendor,
tus ojuelos, niña, 
me matan de amor.
   Si se alzan al cielo
llenos de temores,
o colman de flores,
con mirarlo, al suelo,
   o abaten el vuelo
a mi ciego error,
siempre, niña hermosa,
me matan de amor.
   Niña de mis ojos,
¿cómo son, me di,
los tuyos que así
glorias dan y enojos?
   Y si sus despojos
mis potencias son,
¿para qué, mi vida,
 me matan de amor?
   Si me sois piadosos,
¿cómo me matáis?
Si no, ¿a qué me dais
la vida amorosos?
   ¡Ay, ojos hermosos!,
¿a qué tal rigor,
que siendo mi vida,
me matáis de amor?




SONETO



Al Sr. D. Gaspar de Jovellanos, del Consejo
de S. M., oidor en la Real Audiencia de Sevilla




Las blandas quejas de mi dulce lira,
mil lágrimas, suspiros y dolores
me agrada renovar, pues sus rigores
piadoso el cielo por mi bien retira.

El dichoso zagal que tierno admira
su linda zagaleja entre las flores
y de su llama goza y sus favores,
alegre cante lo que Amor le inspira.

Yo llore solo de mi Fili airada
el altivo desdén con triste canto,
que el eco lleve al mayoral Jovino,

alternando con cítara dorada,
ya en blando verso, o dolorido llanto,
las dulces ansias de un amor divino.



LA PRESENCIA DE DIOS





Doquiera que los ojos
inquieto torno en cuidadoso anhelo,
allí ¡gran Dios! presente
atónito mi espíritu te siente.

Allí estás, y llenando
la inmensa creación, so el alto empíreo,
velado en luz te asientas,
y tu gloria inefable a un tiempo ostentas.

La humilde hierbecilla
que huello, el monte que de eterna nieve
cubierto se levanta
y esconde en el abismo su honda planta,

el aura que en las hojas
con leve pluma susurrante juega
y el sol que en la alta cima
del cielo ardiendo el universo anima,

me claman que en la llama
brillas del sol, que sobre el raudo viento
con ala voladora
cruzas del occidente hasta la aurora,

y que el monte encumbrado
te ofrece un trono en su elevada cima,
la hierbecilla crece
por tu soplo vivífìco y florece.

Tu inmensidad lo llena
todo, Señor, y más: del invisible
insecto al elefante,
del átomo al cometa rutilante.

Tú a la tiniebla obscura
das su pardo capuz, y el sutil velo
a la alegre mañana,
sus huellas matizando de oro y grana;

y cuando primavera
desciende al ancho mundo, afable ríes
entre sus gayas flores,
y te aspiro en sus plácidos olores,

y cuando el inflamado
Sirio más arde en congojosos fuegos,
tú las llenas espigas
volando mueves y su ardor mitigas.

Si entonce al bosque umbrío
corro, en su sombra estás, y allí atesoras
el frescor regalado,
blando alivio a mi espíritu cansado.

Un religioso miedo
mi pecho turba, y una voz me grita:
«En este misterioso
silencio mora; adórale humildoso».

Pero a par en las ondas
te hallo del hondo mar; los vientos llamas
y a su saña lo entregas,
o si te place, su furor sosiegas.

Por doquiera infinito
te encuentro, y siento en el florido prado
y en el luciente velo
con que tu umbrosa noche entolda el cielo

que del átomo eres
el Dios, y el Dios del sol, del gusanillo
que en el vil lodo mora,
y el ángel puro que tu lumbre adora.

Igual sus himnos oyes
y oyes mi humilde voz, de la cordera
el plácido balido
y del león el hórrido rugido;

y a todos dadivoso
acorres, Dios inmenso, en todas partes
y por siempre presente.
¡Ay! oye a un hijo en su rogar ferviente.

Óyele blando, y mira
mi deleznable ser; dignos mis pasos
de tu presencia sean,
y doquier tu deidad mis ojos vean.

Hinche el corazón mío
de un ardor celestial que a cuanto existe
como tú se derrame,
y, oh Dios de amor, en tu universo te ame.

Todos tus hijos somos:
el tártaro, el lapón, el indio rudo,
el tostado africano,
es un hombre, es tu imagen y es mi hermano.


Juan Meléndez Valdés



Juan Meléndez Valdés, en contra de sí su pensamiento, Ancile.








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