Para la sección De juicios, paradojas y apotegmas, del blog Ancile, Poesía (como el zen): entre los límites de la razón y los confines del lenguaje.
POESÍA (COMO EL ZEN):
ENTRE
LOS LÍMITES DE LA
RAZÓN Y LOS
CONFINES DEL LENGUAJE
SIEMPRE consideré que los
términos pensamiento (pensare,
-estimar, comparar- y miento –resultado-), razón (ratio- onis, de reor, reris, reri –pensar, creer-)
y conciencia (conscientia, con –convergencia- y scientia de sciere –saber-)
- habían traído más sombras y confusión que luces o elucidación para la
actualización de sus terminologías al ámbito de la filosofía, la ciencia, la
disciplina filológica e incluso en
los ámbitos de aplicación artístico literarios. Sobre todo con la
arrolladora aparición de la neurociencia como piedra de toque para la
explanación de todos los fenómenos que atañen al comportamiento psicológico
–consciente e inconsciente-, intelectual e incluso para la explicación de la
aspiración trascendente del individuo (y que en tantas ocasiones se ha evaluado
como la nueva religión (científica) ya que, dice, aporta todas las soluciones
al problema de la identificación y evaluación de los procesos del pensamiento y
la conciencia, todos ellos fenómenos, o, mejor, epifenómenos del cerebro),
cuestión esta que se muestra abierta a un amplio, complejo y contradictorio debate
que no se perfila con visos de solución inmediata.
Hay
procesos de profunda significación psicológica –no solo neurológica-,
filosófica e incidente en ámbitos de diversas ciencia naturales (incluso la
física) que encierran todavía un profundo misterio para el conocimiento humano.
Uno de ellos es el de la propia conciencia advertido en reiteradas ocasiones en
este blog, pero el más extraordinario sea el de la capacidad creativa
–inevitablemente conectado a la conciencia- que, muy bien pudiera emparentarse
con la disposición o idoneidad para lo trascendente –que, aún bajo la imponente
presión positivo científica y desde luego
ideológica- quiere ser relegada al
ámbito de la fabulación, sin tener presente no ya su reiterada y tenaz
insistencia y resistencia a través la historia de la humanidad a desaparecer,
sobre todo por su innegable originalidad para interpretar y recrear el mundo,
cuyos beneficios –puros, me refiero al margen del desarrollo doctrinal e
institucional que pudieran derivarse de algunos de estos intentos trascendente
religiosos- son evidentes para el individuo (y quién sabe si para las
sociedades que quieran admitirlo, a fuer de ser materialistas, no tanto por
convicción sino por relajamiento mental y ético).
Ya
el torturado y agónico pensamiento unamuniano nos advertía de que el pensar no
era compatible con el impulso que alienta a la vida, el entendimiento, es
verdad, puede no tener nada que ver con la vida, aunque sea bajo su manto vital
bajo el que se produzca. El místico nos enseña la necesaria emancipación no
solo de las convenciones culturales y sociales para la liberación verdadera,
también nos habla del aquietamiento y silenciamiento de la mente en sus
procesos de pensamiento, raciocinio e intelección de conceptos. Todas estas
vías de conocimiento o percepción de la vida son parciales y limitadas y
rebajan, e incluso anulan, la visión totalizadora y totalizante de la realidad
que se ofrece y se oculta (a la razón y al pensamiento) en la vida.
Hay
unanimidad entre los iluminados en que se precisa de una ruptura de la
conciencia limitada por el pensamiento y el análisis racional –o lógico-, ya
que serán aquellos los que no permitan ver la totalidad de lo que hay en el
mundo y en la vida consciente tal y como nosotros la entendemos. Véase aquí que
la acepción de conciencia viene claramente diferenciada de la de pensamiento y
razón, por entender que estas últimas son necesarias para el desarrollo
práctico de la vida, pero parciales a la hora de aprehender la realidad el
mundo. El místico verdadero no solo rechaza la voluntad del pensamiento y la
razón, sino la de Dios mismo, en tanto que si no se es libre en
tanto que no soy criatura ni Dios, sino lo que era y lo que permanecerá ahora y
siempre.[1] Lo
curioso es que esta impresionante afirmación no la hace ningún cenobita zen,
sino, nada menos que el heterodoxo e iconoclasta Maestro Eckhart. Algo similar
sucederá con nuestro San Juan de la Cruz, obligado a explicar la naturaleza de
su Cántico Espiritual para no acabar,
quizá, en los tribunales del Santo Oficio.
Aquella
divina universalidad a la que aspira el místico, resueltamente se presenta,
atención, no ajena o antinómica a la razón y al pensamiento, sino que reconoce
que estos son inevitables, insuficientes y reconocibles y, desde luego,
superables para la percepción total; de su desarraigo nace la capacidad de
elevarse para llegar al hombre interior (divino). Es una exigencia para la
superación de los procesos conscientes racionales a través de una necesaria
radical transformación (que nos recuerda a Schopenhauer o al Niezstche de su
Zaratrusta).
Si
el lenguaje lleva a equívocos para el entendimiento unitario de las cosas, no
es extraño que al fin de aprehenderlas en su totalidad la paradoja como vía
heterodoxa sirva de acercamiento, sino a esa realidad perseguida, al menos para
contrastarla de la apariencia. A este efecto el nos encontramos que el poema
–como el Koan[2] (Zen)-
se ofrece como el útil predilecto para alcanzar aquel fin de comprensión última
que en modo alguno se encuentra bajo las directrices o relaciones estrictamente
racionales.
La
falta de presupuestos (racionales, de pensamiento conceptual o lógico) en el
siempre raro ámbito de la poesía[3],
como en el relato zen, obedece en sus fundamentos como principio, mas esto no
significa que no exista una convergencia y un saber (conscientia) que abra a la luz de lo verdadero, sobre todo porque
conecta el mundo de lo consciente e inconsciente ofreciendo el panorama
inaudito de la totalidad que supone la iluminación. Esta consciencia de lo
inconsciente deriva en una necesaria y nueva definición de la palabra
conciencia, al menos para la que pretende abarcar (los contenidos del inconsciente)
como matriz de todos los enunciados metafísicos,
de toda mitología, de toda filosofía y de todas las formas de vida que se basan
en presupuestos psicológicos[4].
Lo que nosotros aquí denominamos consciencia equivaldría al Satori, o al Nirvana y que, dentro de la culturas y lenguas occidentales
encuentran con gran dificultad una expresión (que no sea poética) para su
enunciación. Acaso por eso no nos hemos cansado de emparentar la singularidad
del más elevado discurso poético con la conciencia de la realidad invocada más
allá del devenir temporal, para incluirse en una suerte de eterno presente que
radica en el espíritu en soledad de un hombre que pone en evidencia los límites
del pensamiento, de la razón e inevitablemente del lenguaje.
Francisco Acuyo
[1] Eckhart,
Maestro: El fruto de la nada, Sermones,
Beati Paupere, Siruela, Madrid, 2014.
[2] Pregunta
que hace el maestro cuya respuesta (verbal o de acción directa) es siempre
paradójica e incluso de apariencia absurda.
[3] Por
mucho que las doctrinas literarias postmodernas, cuanto más literarias más
ridículas, pretendan vender la poesía como algo asequible a cualquier a
criatura plañidera y sollozante, o ahíta
de su propia insuficiencia intelectual y espiritual para situarse en un mundo
lleno de convenciones cada vez más frívolas, crueles y egoístamente
impresentables.
[4] Jung, C.
G: Introducción al libro Introducción al
budismo zen, de D. T. Suzuki, Edt. El mensajero, Bilbao, 1986, p. 26.
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