El relato titulado, María frente al espejo, de Pastor Aguiar, conforma un nuevo y sugerente cuento para la sección habitual, Narrativa, de este blog Ancile.
MARÍA FRENTE AL ESPEJO
Vio a María cuando se miró al espejo. Le hubiera hecho una carta,
carajo, sin mentarle lo peor. Ahora estaba ahí, sobre un bote, metiéndole las
manos en su humor acuoso y mirándole una catarata como si fuera a llover.
Las carcajadas convulsas humedecieron el cristal y sopló un viento desde
la sala, que le hizo correr para asegurar todas las puertas. Unas pajuzas de
caña quemada escarbaron en las losas.
Oyó gritar afuera y se asomó por las persianas. A cada ruido hacía lo
mismo. En la acera del frente, la jovencita de Tomás llamaba con insistencia a
alguien, que maletín en mano, se iba alejando hacia la parada. En otro portal,
dos vecinos se mecían lentamente, dormitando con el fresco anochecer, sin
necesidad de hablarse para ser amigos. En sentido contrario, venía a paso
ligero esa divorciada que vive donde se acaban los caminos. Las nalgas dribleándoles
debajo de sus hombros tiesos y su mirar
como pedradas. Muchas veces había
descargado en ella su erotismo. Era la
misma cada vez, ignorándolo todo, sin dar un tropezón. Ahora, cuando volvía a
lo suyo, el ruido de una moto lo retuvo momentáneamente. Era el hombre que
dirigía los trabajos de zafra.
Por fin se relajó. Dentro de la casa el silencio se podía cortar. Apretó
el interruptor al tiempo que cerraba los párpados; pero no pudo evitar una
llamarada amarillenta a través de la piel. La luz era parte de su compañía,
como la noche o como la ausencia de la gente. Debía bañarse, leer algo más de
Faulkner.
Se dejó caer sobre la butaca, mirando el barquito de vela armado con
maderas vietnamitas que viajaba sobre el televisor. Al lado, el portarretratos
esperando una foto de María. Mejor hubiera sido pasar la escoba para espantar
el maldito polvo que velaba su ausencia y se agazapaba en los rincones, debajo
de cada obstáculo, y que también colgaba de las telas de arañas haciéndole
muecas.
El polvo lo hacía carraspear constantemente. Puso Radio Musical y se
reclinó de Nuevo, al tiempo que recogía en sus pulmones el aire que encontró en
la sala.
Cerró otra vez los párpados e hizo un esfuerzo para recordar los ejercicios
de autohipnosis de aquel círculo de interés de Segundo Año. Tenía que lograr ahora
la
levitación del brazo derecho. Le dio la orden de relajamiento profundo a la
cabeza, cuello, tronco y brazos. Después empezó por los pies hasta la cadera.
Respiró hondo y largo, y con cada respiración sentía que se iba relajando más,
como si fuera a partir la butaca. Trató de concentrarse, pero la radio no lo
dejaba. Debió apagarla antes. Imaginó que su brazo derecho se acortaba como una
vela al derretirse; después era papel y el viento lo fue elevando como un
papalote. Sintió que se le iba, que se estiraba como un hilo con la mano
abierta, inflada en el extremo buscando las persianas, y más allá la noche
interminable.
Ahora le llegó el miedo sudándole frío. Estaba seguro que, de poder,
gritaría. Sacudió la cabeza, removió las piernas a un lado y otro como un
fardo, pero no despertaba. Se sintió morir sin nadie que llorara cerca. Comenzó
a quejarse como si hiciera gárgaras y por fin gritó con todas sus fuerzas.
Decidió bañarse de una vez. Después prepararía algo de comer. Pero antes
miró de nuevo por la persiana, lo hacía cada vez que iba a emprender una acción.
Los dos amigos no estaban; en su lugar, la señora gruesa, quien mientras barría
intercambiaba palabras con la viejecita dos portales al sur. Después aparecería
sentada en ese butacón de madera para engordar más.
Así esperaba el fin de su vida. Del portal al servicio sanitario, al cuarto
para componer la cama, a la comida y por último otra vez al butacón de madera
para mirar y escucharlo todo, una legua a la redonda. Las cosas le llegaban dentro de las
islitas de luz de los portales. Mucho más arriba las estrellas
flotaban sobre la tierra y recordó cómo de muchacho sentía terror de que alguna
se cayera y como entonces, repitió en
voz baja: que Dios la guíe hasta la
puerta del cielo.
Partió derecho al baño; al pasar frente al espejo volvió a mirar el ojo
desde lejos, allí estaba la elipse blanca en que le flotaba la pupila parda con
varios círculos gradándole la oscuridad. Se acercó a pasitos cortos, siempre
internándose, temiendo salirse por detrás de sí mismo. Allí estaba la nubecilla
blanca y dulce de la catarata y debajo, reflejos en bronce, pero no ella.
Cuando la pesadez en la parte trasera del cráneo fue insoportable, se
quitó el calzoncillo y comenzó a echarse latitas de agua por el pelo, en los
genitales, y trató de recordar alguna canción. Después se echó fresco con la
toalla para espantar humedades. Eran las once cuando se colocó el pijama. Ahora
comenzaba una larga batalla contra el sueño, hasta la una y media o dos de la
madrugada.
Leería un poco de teoría literaria, algo más de Faulkner, y cuando
tuviera que releer tres o cuatro veces la misma palabra sin llegar a recogerla,
caminando de un lado a otro de la sala, haría té, mientras se abofeteaba para
asustar sus párpados, hasta caer de todas formas, vencido, por algún rincón.
Ojalá que esa noche no lo cogiera la pesadilla de querer gritar sin
poder y sacudirse profiriendo alaridos, que a cualquiera que pasara por la
calle, podría parecerle otra cosa. Tomó el peine de encima de la mesa y regresó
al espejo del baño, después de bajar la música. Su cara le pareció más huesuda
y cuadrada que nunca, y tan serio con aquel rasgo irónico en los labios. Hizo
una gran mueca hasta que se vio la campanilla, y al juntar las dos mitades de
la boca las dejó distendidas de oreja a oreja, y así quedó tendida, bajo la mirada
lúgubre, una escandalosa tajada de locura. Fue recogiéndola mientras sus
pensamientos se sucedían desde el trabajo del siguiente día sin la secretaria
que se fue de vacaciones, hasta echarle un responso al trabajador sanitario por
falta de controles. También pidió a gritos el sábado, para no saber qué rumbo
tomar en busca de una hembra linda y honda, hecha para él. O escribiría cartas
a todas las direcciones del mundo convocándola.
Ahora se miraba el ojo derecho, la nubecilla blanca se había ensanchado.
Y sin esperarlo esta vez, la cara de María, tan vertiginosa que no precisó sus
rasgos. Finalmente quedó del tamaño de un alfiler, sentada en el bote,
navegando en su humor acuoso. Tan adentro y tan chiquita que no podría oírlo. Ahí
estaba, y le cabía debajo de una uña.
Sintió que no podía soportar la soledad de ambos. La llamó con
aparatosos gestos. Se echó atrás, pero su ojo siguió pegado, del tamaño de un
melón. Entonces se puso el short y corrió encarnizadamente por una carretera de
vientos hasta el mismo mar, y siguió corriendo con un jadeo bajito para que
nadie supiera que iba en busca de su mujer madre y su hembra totalmente humana
en un bote, sobre el infinito mar del humor acuoso.
Pastor Aguiar
1980
Gracias, amigo mío, por publicar esta historia casi monólogo, de mis tiempos de albergado trabajando en la salud. Vivía en una casona de un segundo piso, soledad buena para imaginar locuras. Un abrazo grande.
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