miércoles, 15 de enero de 2025

ESTUDIO DICHO CARMEN, POR ANTONIO CARVAJAL

 Ofrecemos un bello texto del poeta Antonio Carvajal para la sección de Homenajes del blog Ancile, y que porta el título, Estudio dicho carmen, extraído del libro agotadísimo, El carmen Rodríguez Acosta, que en su momento llevaba la colaboración de Rafael Moneo, Monserrat Ribas y Francisco Fernández. Aportamos algunas fotos de este último artista sobre el mencionado carmen.



ESTUDIO DICHO CARMEN

 

                                                                                         

 


Exentos bajo la curva del cielo, los prismas blancos imponen su rigor sobre la confusa amalgama del caserío urbano, armoniosamente impulsados a luz mejor, hacia horizontes más amplios y aires más silenciosos. El carmen, mal llamado así desde las exigencias de una etimología que lo define como vivienda familiar con huerto (verduras para las ollas, parras para sombra fresca en verano, sol en invierno y uvas que regalan los sentidos con variedad de color, suavidad de sabor y  terso contacto, más las plantas de flor y de olor, sean las violetas mezcladas con la hierbabuena, el jazmín abrazado a la vid, émulo de  la madreselva, la invernal mimosa púdica  o la veraniega dama de noche, con algún frutal de gusto y ornamento: el abrigado limonero, la bergamota abrasada), responde a otras exigencias de dicho lugar ameno: verdor perenne, juegos de agua con cristalino rumor, amplios remansos para la reflexión y el sueño, vistas: éstas, quizá el bien más preciado, se ofrecen sin obstáculos como premio tras el laberíntico, oscuro, afanoso ascenso, con un hondo aspirar último que premia el esfuerzo: los anales diáfanos del viento registran las exclamaciones de gozoso asombro de cuantos culminan la escalada. Pero el mundo interior de quien erigió el edificio necesitaba, a veces, dosis proporcionadas de paisaje, blancos encuadres melancólicos, lunetos al celaje, y en los muros se abren inesperadas saeteras por donde los ojos reciben el paisaje sabiamente abstraído, selecto por único y exquisito, único sí, como el tema con variaciones que despliega la temperies. Abstraigo y evoco; pues procuro que mis palabras se integren en el acorde de forma, línea y color de quien aquí labora desde hace tantos años, heredero de algo más que el deslumbrante edificio en cuyo centro se aloja el estudio. Estudio y no taller, pues la mano obedece al impulso de la idea, la suprema visión que fijará la materia, arte desde el instante en que se define y aquieta en sus límites impuestos, y no se emplea sino en el lápiz o el pincel, la caricia demorada en el lomo de un libro, que como un gato mimoso se deja querer mientras le ronronean las palabras dentro, o la elección del disco desde donde la música se expandirá por el ámbito como un noble gas vivificante. Huele al estío espeso de la linaza, al silvestre frescor de la trementina.

De Francisco Fernández
Don José María Rodríguez Acosta, además de unas dotes y una práctica excepcionales como pintor, tenía un elegante sentido del decoro y erigió el estudio que su posición social, su alta consideración personal, sus modelos vitales y artísticos y la propia autoestima basada en la calidad de su obra le exigían. No fue solo. Un bellísimo proyecto urbanístico de claro regusto italianizante, muerto nonato, como tantos impulsos se abortan en Granada, proponía el ornato doméstico del ribazo derecho del Genil, hoy lamentable arrabal sin gracia, al que se unía un tratamiento más amplio de laderas y yermos collados, del que sólo pervive, y cuán empobrecida, la Quinta Alegre. La envidia, que todo lo roe, tachó el decoro como ostentación, los buenos modales como amaneramiento, el flujo normal del dinero como prodigalidad y derroche, y las preciosas y apreciadas vistas se cegaron con paredones de ladrillo visto erigidos por la fea cultura de la avaricia. Supo satisfacer sus gustos (el melancólico coleccionismo de restos arqueológicos, el acopio variopinto y despliegue de curiosidades asiáticas, la pausada lectura de la literatura contemporánea, la satisfacción discreta de necesidades vitales) con largueza, envolver a otros en sus proyectos, soñar y obrar conjuntamente, fundar. Fundar una institución viva, crear paisaje urbano, concitar una nostálgica y no bien expresada simpatía. Pero…

“De todas las historias de la Historia, / la más triste es la historia de mi patria / porque termina mal”. Por una vez, al menos, el largo lamento de Jaime Gil de Biedma no es de aplicación inmediata. En nuestra patria deben yacer, pero nadie sabe dónde, los restos de Cervantes; no hace mucho se derribó la casa natal de Bécquer; la “Huerta de San Vicente”, en lo que fue la fértil Vega cultivada de Granada, se ha reducido  a un museo minúsculo sin pulso, en un jardín urbano de elegante diseño, donde sólo se percibe el latido cordial de quienes lo visitan para soñar con el poeta que la habitó ocasionalmente, Federico García Lorca; Velintonia, desde cuya penumbra cálida emanaba Vicente Aleixandre su obra bifronte, insondable en el poema, transparente en su acogida generosa de los otros,  centro de la poesía española durante décadas, se ha deshecho ante nuestros ojos, y la música de Albéniz se ve usurpada por algún editor oportunista mientras la biblioteca de don Juan Valera se sigue desangrando gota a gota en librerías de viejo. Vivir para ver esto, morir para quedar en nada.

De Francisco Fernández
Por eso es tan reconfortante oír la voz perennemente templada en juventud de Miguel Rodríguez Acosta y acudir a su llamada, ascender hacia el Generalife, desviarse por la muralla y las torres del sur de la Alhambra, evocar a San Juan de la Cruz y a Zorrila a la altura del carmen de los Mártires, adentrarse brevemente en el bosque, girar hacia el hotel que Esperanza Segura, sobrina del famoso pintor extremeño Abelardo Covarsí, signó como el palacio de Herodes en un portalico de Belén, entrever la ciudad y los restos de la vega hacia poniente, enfilar el callejón del Niño del Royo (quizá un nieto de Maricastaña y Vargas el averiguador), dejar el carmen de la Fundación a la izquierda, desembocar junto a las Torres Bermejas para permitirse unos minutos de éxtasis ante la torre de la Vela, los adarves, el palacio de Carlos V, panorama  donde se comprueba que pocos artistas consiguen lo sublime como lo alcanza el Tiempo. He aquí lo que fue fortaleza, lo que se quiso albergue de la gloria de una sociedad de héroes, no convertido en ruinas o despojos que enriquece Genil y Dauro baña sino en trasunto de una ciudad celeste dejada en usufructo nostálgico a los hombres. La belleza es un estado de ánimo que se acrecienta si compartido. A la hora convenida José Gutiérrez te abre la puerta, se asciende por la escalera de caracol que promete plenitudes de arte en el primer descanso, plenitud de paisaje o vértigo en el segundo, te acoge Miguel, y llegas: Lo primero que te salta a la vista es un desnudo femenino impecable, recortado en noche, una hora nupcial y grave de silencios. Tiene la figura un halo de cansancio, como si la piel trasluciera ligeros abatimientos del alma o sospechas de que la carne es triste si se apaga. Cuelgan de la pared, con plenitud de respeto, los cuadros del fundador. Los del sobrino cubren el suelo, se erigen en caballete, se apoyan en las paredes, se ofrecen tendidos como los restos de una lluvia de estrellas. El estudio es grande, muy grande, alto, muy alto, muy profundo, lleno, abigarrado hasta donde alcanza la mano, limpio desde los tres metros hacia arriba, inexplicablemente cerrado a toda luz que no sea la de oriente. ¿Está pensado para captar los levantes de la aurora, para que los cuadros reciban el barniz melancólico de un ocaso desmayado y reflejo, para aislar un fragmento de paisaje en que la arquitectura de fondo se vela de bosque para una cercanía tal vez no querida y cuya monótona constancia genera indiferencia?

El amplio ventanal abre hacia una Alhambra anulada en gran parte por la hermosa piedra renacentista con que se afirma, ordenadas y abscisas almohadilladas que sostienen una sola curva de esplendor, el fulgor renacentista del palacio de Carlos V. Vidrios transparentes, maderas blancas, sosiego. Muy cerca, el caballete, el batallón de tubos cargados de paciente color no usado, botes, frascos, pinceles, más pinceles, tubos, más tubos, frascos y más frascos. Y libros, revistas, discos, papeles ordenados, rosas, carmines, azules de lapislázuli, ocres,  negros serenos, blancos limpios y profundos, verdes indecisos entre el aparente ciprés y el agua erguida. Pintó José María los gozos de la vista, los estragos del tiempo, la historia de la piel, los hábitos de la carne, la carne como hábito y la severa lección de la renuncia. Pinta Miguel los restos encendidos de la memoria, el gustoso pervivir del ensueño: donde el tío procuró captar la plenitud del instante pone el sobrino el instante cumplido, el callado rumor, la luz no usada, la perspectiva sesgada de lo entrevisto al paso y cuajado en la emoción perdurable. No sé  cuánto el ámbito lo condiciona en la elección del motivo ni cómo se le incorpora en luces nítidas, veladuras sin ocultación, ecos de ensueño, pero percibo que este estudio lo erigió y sobre él fundó el nunca bien celebrado ni bien entendido don José María, pero no heredó don Miguel Rodríguez Acosta.

De Francisco Fernández

Afirmó don Manuel Machado que “no se ganan, se heredan / elegancia y blasón”, singular disparate sólo permitido a quien es capaz de escribir un poema titulado “Adelfos” o alguna seguiriya tan honda que cualquier herido de alma la puede cantar como suya. La elegancia de Miguel no es la de José María, tan hispano en su morenez incandescente. Miguel tiene un sorprendente aire lombardo, alto, los ojos de radiante celeste, la voz entre risueña y medida, ni enjuto ni pesado, un jubiloso híbrido de madre que vislumbró la última Thule y de padre que dio camelias blancas a las arenas del caliente sur. A veces lo envuelve un aire desvalido, un aura incolora en cuyo  difuso espesor la voz se apaga y el gesto se desvae, quizá la vaga sensación de que no está en su sitio ni vive su momento. La sociedad provinciana sólo responde con fervor a sus cómplices, adopten el severo aire de censores consentidos o la muelle sonrisa del consentidor, procura asordar las disonancias, aminorar el mérito, apagar los brillos, insipidar la sal. Miguel tiene sal y mérito, no se implica en medianías y nos entrega un arte que le mana con calidad de trino y fluidez de brolladores. Se parece a su tío en lo generoso, en el apoyo a, quienes más jóvenes, sospecha que quizá necesitan el gesto amigo de una mano dadivosa que, fiel a una ética, ésta sí heredada, sabe que hay más gozo en dar que en recibir, y apoya al pintor que apunta, al escritor que promete, al músico que empieza a sonar, sin preguntarse por su limpieza de corazón ni por la urdimbre de sus intereses. Alguna vez se le escapan ligeros comentarios o lejanas anécdotas teñidas de socarronería, nunca dañina, pruebas evidentes de su no disimulada condición de granadino. Provinciano, jamás; cosmopolita, como pocos, pues lo es sin alardes. No heredero, sino espíritu afín donde otra vida perdura.

Pintor sin anécdotas, dibuja el natural con trazo tan emotivo y vibrante que, si el lirismo efusivo de sus óleos no fuera tan contagioso, se lamentaría la pérdida de su figuración fulgurante. Si Sánchez Cotán pudo plasmar en sus lienzos el hondo himno al Creador que entonó en armoniosos períodos incandescentes Fray Luis de Granada, Miguel Rodríguez Acosta bien pudo ofrecer a los ojos el puro sonido de Jorge Guillén en su gozoso cántico a la transitoria hermosura cotidiana. Tengo en casa un frutero, por su mano ofrecido, hecho sobre papel de uso común con tintas de bolígrafos mostrencos, mientras merendábamos al cariñoso abrigo de Sole, que no lo cambio por un Potosí...

Subo a la galería, cuya ventana apunta, pero nunca he visto abierta, a un norte seguro. Miro la obra en curso, me empapo de color, me llama un gris menor cantado por Rubén Darío. Nunca sabrá Miguel con qué serena plenitud se cumplen estas mis breves horas invitadas.



Antonio Carvajal



De Francisco Fernández


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