Ofrecemos un bello texto del poeta Antonio Carvajal para la sección de Homenajes del blog Ancile, y que porta el título, Estudio dicho carmen, extraído del libro agotadísimo, El carmen Rodríguez Acosta, que en su momento llevaba la colaboración de Rafael Moneo, Monserrat Ribas y Francisco Fernández. Aportamos algunas fotos de este último artista sobre el mencionado carmen.
ESTUDIO DICHO CARMEN
Exentos bajo la curva del cielo, los prismas blancos imponen
su rigor sobre la confusa amalgama del caserío urbano, armoniosamente
impulsados a luz mejor, hacia horizontes más amplios y aires más silenciosos.
El carmen, mal llamado así desde las exigencias de una etimología que lo define
como vivienda familiar con huerto (verduras para las ollas, parras para sombra
fresca en verano, sol en invierno y uvas que regalan los sentidos con variedad
de color, suavidad de sabor y terso
contacto, más las plantas de flor y de olor, sean las violetas mezcladas con la
hierbabuena, el jazmín abrazado a la vid, émulo de la madreselva, la invernal mimosa púdica o la veraniega dama de noche, con algún
frutal de gusto y ornamento: el abrigado limonero, la bergamota abrasada),
responde a otras exigencias de dicho lugar ameno: verdor perenne, juegos de
agua con cristalino rumor, amplios remansos para la reflexión y el sueño,
vistas: éstas, quizá el bien más preciado, se ofrecen sin obstáculos como
premio tras el laberíntico, oscuro, afanoso ascenso, con un hondo aspirar
último que premia el esfuerzo: los anales diáfanos del viento registran las
exclamaciones de gozoso asombro de cuantos culminan la escalada. Pero el mundo
interior de quien erigió el edificio necesitaba, a veces, dosis proporcionadas
de paisaje, blancos encuadres melancólicos, lunetos al celaje, y en los muros
se abren inesperadas saeteras por donde los ojos reciben el paisaje sabiamente
abstraído, selecto por único y exquisito, único sí, como el tema con variaciones
que despliega la temperies. Abstraigo y evoco; pues procuro que mis palabras se
integren en el acorde de forma, línea y color de quien aquí labora desde hace
tantos años, heredero de algo más que el deslumbrante edificio en cuyo centro
se aloja el estudio. Estudio y no taller, pues la mano obedece al impulso de la
idea, la suprema visión que fijará la materia, arte desde el instante en que se
define y aquieta en sus límites impuestos, y no se emplea sino en el lápiz o el
pincel, la caricia demorada en el lomo de un libro, que como un gato mimoso se
deja querer mientras le ronronean las palabras dentro, o la elección del disco
desde donde la música se expandirá por el ámbito como un noble gas vivificante.
Huele al estío espeso de la linaza, al silvestre frescor de la trementina.
De Francisco Fernández |
“De todas las historias de la Historia, / la más triste es
la historia de mi patria / porque termina mal”. Por una vez, al menos, el largo
lamento de Jaime Gil de Biedma no es de aplicación inmediata. En nuestra patria
deben yacer, pero nadie sabe dónde, los restos de Cervantes; no hace mucho se
derribó la casa natal de Bécquer; la “Huerta de San Vicente”, en lo que fue la
fértil Vega cultivada de Granada, se ha reducido a un museo minúsculo sin pulso, en un jardín
urbano de elegante diseño, donde sólo se percibe el latido cordial de quienes
lo visitan para soñar con el poeta que la habitó ocasionalmente, Federico
García Lorca; Velintonia, desde cuya penumbra cálida emanaba Vicente Aleixandre
su obra bifronte, insondable en el poema, transparente en su acogida generosa
de los otros, centro de la poesía
española durante décadas, se ha deshecho ante nuestros ojos, y la música de
Albéniz se ve usurpada por algún editor oportunista mientras la biblioteca de
don Juan Valera se sigue desangrando gota a gota en librerías de viejo. Vivir
para ver esto, morir para quedar en nada.
De Francisco Fernández |
El amplio ventanal abre hacia una Alhambra anulada en gran parte por la hermosa piedra renacentista con que se afirma, ordenadas y abscisas almohadilladas que sostienen una sola curva de esplendor, el fulgor renacentista del palacio de Carlos V. Vidrios transparentes, maderas blancas, sosiego. Muy cerca, el caballete, el batallón de tubos cargados de paciente color no usado, botes, frascos, pinceles, más pinceles, tubos, más tubos, frascos y más frascos. Y libros, revistas, discos, papeles ordenados, rosas, carmines, azules de lapislázuli, ocres, negros serenos, blancos limpios y profundos, verdes indecisos entre el aparente ciprés y el agua erguida. Pintó José María los gozos de la vista, los estragos del tiempo, la historia de la piel, los hábitos de la carne, la carne como hábito y la severa lección de la renuncia. Pinta Miguel los restos encendidos de la memoria, el gustoso pervivir del ensueño: donde el tío procuró captar la plenitud del instante pone el sobrino el instante cumplido, el callado rumor, la luz no usada, la perspectiva sesgada de lo entrevisto al paso y cuajado en la emoción perdurable. No sé cuánto el ámbito lo condiciona en la elección del motivo ni cómo se le incorpora en luces nítidas, veladuras sin ocultación, ecos de ensueño, pero percibo que este estudio lo erigió y sobre él fundó el nunca bien celebrado ni bien entendido don José María, pero no heredó don Miguel Rodríguez Acosta.
De Francisco Fernández |
Afirmó don Manuel Machado que “no se ganan, se heredan / elegancia y blasón”, singular disparate sólo permitido a quien es capaz de escribir un poema titulado “Adelfos” o alguna seguiriya tan honda que cualquier herido de alma la puede cantar como suya. La elegancia de Miguel no es la de José María, tan hispano en su morenez incandescente. Miguel tiene un sorprendente aire lombardo, alto, los ojos de radiante celeste, la voz entre risueña y medida, ni enjuto ni pesado, un jubiloso híbrido de madre que vislumbró la última Thule y de padre que dio camelias blancas a las arenas del caliente sur. A veces lo envuelve un aire desvalido, un aura incolora en cuyo difuso espesor la voz se apaga y el gesto se desvae, quizá la vaga sensación de que no está en su sitio ni vive su momento. La sociedad provinciana sólo responde con fervor a sus cómplices, adopten el severo aire de censores consentidos o la muelle sonrisa del consentidor, procura asordar las disonancias, aminorar el mérito, apagar los brillos, insipidar la sal. Miguel tiene sal y mérito, no se implica en medianías y nos entrega un arte que le mana con calidad de trino y fluidez de brolladores. Se parece a su tío en lo generoso, en el apoyo a, quienes más jóvenes, sospecha que quizá necesitan el gesto amigo de una mano dadivosa que, fiel a una ética, ésta sí heredada, sabe que hay más gozo en dar que en recibir, y apoya al pintor que apunta, al escritor que promete, al músico que empieza a sonar, sin preguntarse por su limpieza de corazón ni por la urdimbre de sus intereses. Alguna vez se le escapan ligeros comentarios o lejanas anécdotas teñidas de socarronería, nunca dañina, pruebas evidentes de su no disimulada condición de granadino. Provinciano, jamás; cosmopolita, como pocos, pues lo es sin alardes. No heredero, sino espíritu afín donde otra vida perdura.
Pintor sin anécdotas, dibuja el natural con trazo tan
emotivo y vibrante que, si el lirismo efusivo de sus óleos no fuera tan
contagioso, se lamentaría la pérdida de su figuración fulgurante. Si Sánchez
Cotán pudo plasmar en sus lienzos el hondo himno al Creador que entonó en
armoniosos períodos incandescentes Fray Luis de Granada, Miguel Rodríguez
Acosta bien pudo ofrecer a los ojos el puro sonido de Jorge Guillén en su
gozoso cántico a la transitoria hermosura cotidiana. Tengo en casa un frutero,
por su mano ofrecido, hecho sobre papel de uso común con tintas de bolígrafos
mostrencos, mientras merendábamos al cariñoso abrigo de Sole, que no lo cambio
por un Potosí...
Subo a la galería, cuya ventana apunta, pero nunca he visto
abierta, a un norte seguro. Miro la obra en curso, me empapo de color, me llama
un gris menor cantado por Rubén Darío. Nunca sabrá Miguel con qué serena
plenitud se cumplen estas mis breves horas invitadas.
Antonio Carvajal
De Francisco Fernández |
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