Ofrecemos la segunda entrega del trabajo del profesor TomásMoreno titulado Sobre la compasión en la sección de nuestro blog Ancile, Microensayos. Sobrecogedor post que suma al anterior publicado que completa un impecable trabajo muy a tener en cuenta en los tiempos que corren para establecer una muy seria reflexión sobre la condición humana y los peligros que acechan a una de las condiciones que la hacen más significativas y que no es otro que la necesaria presencia de la compasión en su trasiego existencial.
Foto de Samuel Aranda |
SOBRE LA COMPASIÓN, SEGUNDA ENTREGA,
POR TOMÁS MORENO
Foto de Kevin Carter |
Meditación sobre la compasión (Segunda parte)
III. Como señalábamos en los anteriores apartados -primera parte de nuestra
meditación sobre la compasión- la abstracción
desindividualizadora y estereotipada, la despersonalización y deshumanización,
la animalización y cosificación de los “otros”, han sido los mecanismos
habitualmente utilizados por los verdugos y victimarios de todas las épocas
para reducir a sus víctimas, considerarlas
inferiores, despojarlas de su
dignidad y de su estatus humano y, en consecuencia, desvalorizarlas y
excluirlas de la comunidad moral del género humano como seres subhumanos (Untermenschen), anulando así nuestras
restricciones morales hacia ellas[1].
Si acudimos al testimonio
de la historia lo comprobaremos fácilmente. Al reflexionar sobre el espantoso
sufrimiento humano infligido a los hugonotes por grupos fanatizados de
católicos, en la Matanza del día de san Bartolomé (24 de agosto de 1572), Barrington
Moore señala cómo se utilizaron a tal fin
formas organizadas de crueldad y escribe:
Barrington Moore |
Si se contempla en términos de sus efectos sobre el
sufrimiento humano, lo más significativo de todo este asunto fue el proceso
global de creación de una aprobación moral de la crueldad. Para ello, es
necesario definir al enemigo contaminado como elemento no humano o inhumano, es
decir, situado al margen del grupo de los seres humanos a quienes se debe la
más mínima obligación en tanto que criaturas iguales a uno mismo. A partir de
ahí, el enemigo contaminado se debe definir como una amenaza demoníaca al orden
social existente. La deshumanización y la demonización sirven para disminuir o,
en numerosos casos, para eliminar por completo los remordimientos o el
sentimiento de culpa ante las crueldades más bárbaras y enfermizas[2].
Pues bien, en opinión de B.
Moore, esta manera de infligir la muerte con crueldad, que contaba además con
la aprobación moral de la elite en el poder, tuvo una continuación que apareció
de nuevo en Europa a mediados del siglo XX, razón de más para reforzar su
importancia. El Holocausto no fue, en su opinión, un simple estallido de cólera
motivado por intensas emociones
identitarias. Fue un suceso muy controlado y organizado, incluso aunque
sufriera numerosos tropiezos, como sucede siempre en el caso de un enorme
aparato burocrático organizado con toda rapidez. Según ha mostrado de la manera
más vívida y con toda clase de pruebas Daniel Johan Goldhagen, se dio aquí la misma deshumanización y demonización (con
respecto a los judíos), idéntica carencia de culpabilidad y de remordimiento
(por parte de los victimarios).
Daniel Johan Goldhagen |
En numerosos casos, los
verdugos nazis consideraban su espantosa tarea como si se tratara de una
inocente excursión campestre, que
concluía con fotografías, presencia de novias, almuerzos en el campo y cosas
por el estilo, y con la misma clase de crueldad superflua y gratuita que se dio
en el episodio histórico aludido por B. Moore. Los alborotadores franceses de
1572, arrojaban criaturas por la ventana en medio de explosiones de rabia. En
1942, los soldados alemanes disparaban con brutalidad gratuita contra niños a
sangre fría[3].
Para que ello ocurriera se
necesitó, en ambos casos, una inhibición del sentimiento de piedad o compasión
respecto del otro sufriente. Como ha escrito Cristina Peñamarín: “Centrándonos
en los humanos, considero cierto que para que la visión del sufrimiento de otro
ser humano no nos afecte es precisa una anestesia
del sentimiento que se produce cuando alguna característica de ese otro se
hace más visible que la del ser humano, o se hace la única perceptible. Y ese
“condicionamiento de la percepción” y “del sentimiento” puede venir quizá de la
mano de todo conocimiento que establece distinciones y que se ve fortalecido
por el hábito de hacer anteceder o resaltar su
otra característica diferenciadora sobre su esencial condición de ser
humano[4].
La ficción literaria nos
ofrece ejemplos de esa anestesia moral.
Gabriel Bello nos lo recuerda: en la novela de Albert Camus, L’etrangere, su protagonista, Mersault
mata al “árabe” anónimo de un tiro sin reconocerlo o verlo como individuo con
rostro, identidad, nombre propio, confundido o diluido en su etnia. “La forma en que el objeto de la
mirada de Mersault no es un individuo singular diferenciado, sino un individuo
étnico”[5].
Todo lo contrario de lo
que el mismo Camus nos describe en Los
Justos, en donde la visión de unos niños disuade al terrorista Kaliayef de
llevar a efecto su atentado mortal contra el gran duque Sergio, tío del zar.
Kaliayef, activista revolucionario sensible y generoso, encargado de lanzar la
bomba -considera que el amor a la justicia no debe excluir la compasión, al
contrario, debe incluirla, debe estar al servicio del amor- desiste de ello en
el momento en que va a hacerlo: en la carroza del gran duque iban junto a él
dos niños; y la visión directa de su mirada (“esa mirada grave de los niños”)
le hace renunciar a su empeño.
Algo semejante apreciamos
en una emotiva escena de la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, cuando la percepción individualizada y humanizada
de la situación de desamparo en que se encuentra el protagonista del relato -el
dirigente falangista Rafael Sánchez-Mazas- por parte de su capturador,
despierta su sensibilidad preoriginaria,
por usar una expresión tan cara a Lévinas, y lo disuade de detener al falangista
evadido.
Y es que a veces la
irrupción de respuestas humanas en situaciones de hostilidad y violencia es
capaz de atravesar defensas cuidadosamente montadas para impedirlas o
imposibilitarlas. Cuenta Jonathan Glover el caso –esta vez real- ocurrido en la
antigua Sudáfrica del apartheid
durante una manifestación en Durban: la policía atacó violentamente a los
manifestantes con su violencia habitual. Al correr, una de las manifestantes
perdió un zapato y policía que la perseguía con su porra en la mano, en vez de
aporrearla recogió su zapato y se lo entregó. El policía -un afrikaner bien educado- sabía que cuando una mujer pierde el zapato, uno debe
recogérselo. Se había producido a partir de una situación de cortesía convencional, una brecha por la que inesperadamente se
coló una respuesta humana[6]
El texto que a
continuación transcribimos[7] -una
extensa carta enviada a sus padres de un joven soldado norteamericano en una
misión de guerra en Vietnam- ejemplifica, bien que dramáticamente, la irrupción
de la empatía, de la piedad o de la compasión en una situación de extrema violencia, por el simple
hecho de “mirar a los ojos” -cara a cara,
al rostro- de la víctima por parte del victimario:
Queridos mamá y papá:
Hoy salimos a una misión y no estoy muy orgulloso de mí
mismo, mis amigos o mi país. ¡Incendiamos todas las chozas que encontramos! Era
una pequeña red de aldeas rurales y la gente era increíblemente pobre. Mi
unidad quemó y saqueó sus magros bienes. Permítanme explicarles la situación a
ustedes. Las chozas aquí están techadas con hojas de palma. Cada una tiene, en
el interior, un hoyo de barro seco. Estos hoyos son para proteger a las
familias […] Los comandantes de mi unidad, sin embargo, optaron por pensar que
estos hoyos son ofensivos. De modo que se nos ordenó que incendiáramos, hasta
destruirla totalmente, toda choza que descubriésemos con un hoyo. […] Todos
están llorando y suplican que no los separemos ni apresemos a sus maridos y
padres, hijos y abuelos. Las mujeres gimen y se quejan plañideramente. Luego
miran aterrorizados mientras les quemamos sus casas, sus bienes personales y
sus alimentos. Sí, quemamos todo el arroz y matamos a tiros a todo su ganado.
[…]
Hoy, uno de mis camaradas al entrar a una choza dijo: “La Dai” (“ven aquí”), y
un viejo salió del refugio contra las bombas. Mi compañero le dijo al viejo que
se apartara de la cabaña y […] arrojó una granada de mano al refugio. Mientras
le quitaba el perno, el viejo se excitó y comenzó a farfullar y a correr hacia
mi camarada y la choza. Un GI, al no entender las palabras del viejo, lo detuvo
sujetándole con fuerza justo en el momento en que mi compañero arrojaba la
granada dentro del refugio. (Una granada de mano tarda cuatro segundos en
estallar).
Después
de arrojarla y de correr para cubrirnos […], todos nosotros oímos ¡a un bebé
que lloraba desde el interior del refugio! No había nada que pudiéramos hacer… Después
de la explosión, encontramos a la madre, dos niños (de aproximadamente 6 y 12
años de edad, un varón y una niña), y a un bebé casi recién nacido. ¡Eso era lo
que el viejo estaba tratando de decirnos! ¡¡FUE HORRIBLE!!
Los
frágiles cuerpos de los niños estaban despedazados, literalmente mutilados. Nos
miramos los unos a los otros y quemamos la choza. […] Lo último que vi fue un
hombre viejo, muy viejo, cubierto de andrajosas, rotas, sucias prendas,
arrodillado cerca de la choza que ardía, rezando a Buda. Su blanco cabello era
agitado por el viento y las lágrimas rodaban hasta el suelo… Continuamos
caminando […]. A cierta distancia había una choza y el jefe de mi patrulla me
dijo que fuera hasta ella y la destruyera. Un viejo salió de la cabaña. La
revisé y me aseguré de que no hubiera nadie dentro de ella, luego saqué mis
fósforos. Entonces el hombre se me acercó y se inclinó una y otra vez con las
manos en un movimiento de súplica […] Ambos
estábamos allí solos, y él tenía aproximadamente tu edad, papá. Con el corazón
apesadumbrado, temblorosamente, puse el fósforo contra la paja y comencé a
alejarme. Papá, fue tan difícil para mi darme la vuelta y mirarle a los ojos…
pero lo hice. […] Tiré al suelo mi rifle y corría a la choza que en ese momento
ya estaba envuelta en llamas, y saqué todo lo que pude salvar… alimentos,
ropas, etc. Después, él me tomó la mano, todavía sin decir nada y se inclinó
tocando el dorso de mi mano con su frente… Disculpen mi mala letra, pero yo
estaba bastante emocionado, supongo, incluso un poco tembloroso.
Tu hijo… (Carta
que un joven soldado estadounidense envió a sus padres desde Vietnam)[8].
Hasta aquí esta conmovedora carta del joven soldado americano, en la que
asistimos -sobrecogidos por el horror, pero también esperanzadamente
emocionados por la inflexión humanizante final de su comportamiento- a un despertar de la conciencia moral, a la
emergencia de uno de los sentimientos más valiosos del ser humano: la piedad,
la compasión ante la vulnerabilidad de otro ser humano indefenso. Fue precisamente después que el joven soldado de Vietnam halló el coraje
suficiente como para mirar a la cara de su
víctima, (“Papá, fue tan difícil para
mí darme la vuelta y mirarle a los ojos…, pero lo hice”) cuando se rebeló
por primera vez contra su despiadado encargo. El mirar al otro-víctima le
permitió salvar de la situación alguna pequeña brizna de dignidad y humanitarismo.
IV. Muchos han sido -los hemos evocado ya- los pensadores que han relacionado la barbarie con el olvido del otro, con el eclipse de su
valor infinito y de su dignidad moral. Todas las grandes barbaries que se han
producido a lo largo del último siglo en las sociedades supuestamente civilizadas de Occidente “ponen en
evidencia” -escribe el filósofo y pedagogo catalán Francesc Torralba- “esta
ausencia de compasión o de misericordia ante el sufrimiento del otro”[9] . Y añade que la barbarie no es una casualidad de la
historia ni un hecho puramente arbitrario, sino que es consecuencia de una
multiplicidad de factores -como las que se implantaron, por ejemplo, durante el
Tercer Reich- que funcionaron como condiciones de posibilidad para hacer efectiva
esa situación de barbarie monstruosa. Entre ellas: la complicidad de una rígida educación en la obediencia ciega
y la carencia de empatía por el otro,
además del establecimiento de un sistema político fanático y totalitario.
Como nos demostraron Hannah
Arendt, en su célebre Eichmann en
Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal[10]y
Daniel Johan Goldhagen, en su obra antes aludida, los casos de Adolf Eichmann y de los
verdugos voluntarios de Hitler son
paradigmáticos. En el juicio al que fue sometido en Jerusalén (en 1961) el
organizador del Holocausto, Hannah Arendt señala cómo A. Eichmann -encarnación
elocuente de la monstruosidad moral que puede llegar a engendrar la deformación
de la conciencia- dijo en su defensa que no se sentía culpable de haber enviado
a seis millones de judíos a las cámaras de gas, porque obedecía órdenes y lo habían entrenado
para obedecer. Se habría sentido culpable –confesaba- si hubiera
transgredido las órdenes de sus superiores militares, pero las cumplió
meticulosamente. Lo habían preparado sistemáticamente para cumplir con su deber y para ser un
hombre frío y sin compasión, capaz de obedecer cualquier consigna, fuera de
la naturaleza que fuera[11].
En el caso de la mayoría de los voluntarios colaboradores y
cómplices de los crímenes nazis, la investigación de Daniel Johan Goldhagen
confirma también el hecho -ya denunciado por la filósofa judía, con la
expresión “banalidad del mal”- de que no se trataba de locos perversos, ni de
sádicos degenerados, sino de “honrados padres de familia y obedientes
ciudadanos”, gente corriente, que -prestando crédito a las ideas de sus
maestros y filósofos, los diagnósticos de sus científicos, los consejos de sus
médicos, o los mandatos de sus superiores- “se limitaron a cumplir órdenes en el seno de un aparato estatal que puso los
logros tecnológicos de la sociedad industrial y la perfección organizativa de
la racionalidad burocrática al servicio de un objetivo sanitario
científicamente justificado y fríamente realizado con arreglo a criterios de
adecuación medio-fin respetuosos de la más estricta racionalidad económica”[12].
No tuvieron que hacer ese
difícil trabajo de anestesia moral
ante sus víctimas, por dos motivos fundamentales: porque, a la luz de su
ideología racista, los judíos sufrientes, etiquetados y valorados moralmente al
mismo nivel que los chimpancés,
habían dejado de ser sus semejantes,
y porque el Estado nazi había llevado a un grado extremo de perfección la producción social de indiferencia ética e
invisibilidad moral característica de la civilización
tecnocrático-instrumental moderna.
Mientras esta indiferencia ética e invisibilidad moral sigan estando
presentes en nuestras sociedades, la posibilidad de la barbarie no será una
ficción mental, sino una posibilidad efectiva: “Ante esto”, sostiene y propugna
Francesc Torralba, “las instituciones educativas han de velar por superar la
tendencia individualista que rige el mundo social occidental con el fin de que
el educando descubra al otro y lo respete como alguien dotado de un valor
infinito. Es necesaria una paideia de
la compasión”[13], que trate de evitar el
olvido o desprecio del otro y eleve como imperativo moral de su sagrada misión
pedagógica el lema expresado en estas palabras de T. W. Adorno: “la educación
ha de combatir, por encima de todo, la frialdad, la ausencia de compasión” [14].
Tomás Moreno
[1] Sólo en el nazismo se dieron todos estos
mecanismos a la vez, de manera
consciente y sistemática: con estereotipos
vejatorios y caricaturescos (“cara de diablos”, “orejas desproporcionadas”);
con identificaciones impersonales y estigmatizantes (mediante números o estrellas de distintos
colores); con procedimientos
deshumanizadores y humillantes (calificándolos de infrahombres y de
monstruos subhumanos y descalificándolos moralmente como seres repulsivos,
viciosos, lujuriosos, avaros, despreciables e inmorales); animalizándolos (refiriéndose a ellos con nombres de repugnantes
especimenes: ratas, piojos, larvas putrefactas, bacilos, virus, gusanos etc.
(cfr. Mi Lucha) o hacinándolos como
“ganado” en los vagones y en los Lager; hasta finalmente, tras su exterminio y aniquilación, llegar a cosificarlos
para usos industriales perfectamente planificados y organizados con
racionalidad burocrática-comercial (profanando sus cadáveres, arrancándoles el
pelo, los dientes, la piel y otros
restos de sus cuerpos para fabricar pantallas de piel humana, encuadernaciones
de libros, cosméticos, fertilizantes, jabones, aislantes térmicos, colchones
etc.).
[2] Barrington Moore,
Pureza Moral y persecución en la historia,
Paidós, pp. 88-89 En este libro B. Moore, de la Universidad de Harvard, utiliza
el método de la comparación histórica para investigar las razones que llevan a
determinados grupos de personas a matar y a torturar a otras. Su respuesta es
sorprendentemente sencilla: las gentes persiguen a quienes consideran
contaminados debido a sus ideas religiosas, políticos o económicas
“impuras”. Por eso este libro interesará
a cualquiera que haya oído alguna vez la palabra “genocidio” y se pregunte por
los motivos de su existencia.
[3] Daniel Jonah
Goldhagen, Hitler’s Willing Executioners:
Ordinary Germans and the Holocaust, Nueva York, 1996 (su versión
castellana: Los verdugos voluntarios de
Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto, trd. Jordi Fibla, Taurus, Madrid, 1997).
Sobre la atmósfera de
fiesta campestre y las fotografías de recuerdo, vid. pp. 246-247; sobre la brutalidad gratuita, pp. 228,
236-237. Es bastante
improbable, en opinión del autor, considerar que ese hecho fuera excepcional.
Estas escenas fotografiadas nos recuerdan las que describía Nietzsche al evocar la bestia rubia, que vagabundea
codiciosa de botín y victoria, esos animales
de rapiña, que disfrutan en la selva
de la libertad de toda constricción
social y “se desquitan de la tensión ocasionada por una prolongada
reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales
rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras de sí una serie
abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual
petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos
fuera una travesura estudiantil” (F. Nietzsche, La genealogía de la moral, (Tratado 1º, parágrafo 11), Alianza,
Madrid, 1980, p. 47).
[4] Cristina Peñamarín,
Sobre la Razón despiadada, los
nacionalismos y las emociones colectivas en Crítica del lenguaje Ordinario, Edición de Román Reyes, Ediciones
Libertarias, Madrid, 1993, pp. 99-108.
[5] Gabriel Bello, La
construcción ética del otro, op. cit., pp. 41-42. Este mecanismo, añade G.
Bello, opera hoy, en Europa, con determinados individuos singulares, que
tampoco son reconocidos aunque los maten. Cuando la prensa da la noticia de que
han muerto “tres turcas” en Alemania o una “dominicana” en España, una lectura
posible es que lo que se mata es la diferencia étnica, siendo irrelevante la
identidad personal de las portadoras ocasionales, que son absorbidas por su
propia filiación genérica.
[6] Jonathan Glover, Humanidad e Inhumanidad. Una historia moral del siglo XX, op. cit.,
p. 63. La psicología de robot, la dureza defensiva, el distanciamiento y la
inhibición moral a veces se rompen por una situación
cómica que hace emerger la simpatía por la humanidad de la víctima,
compartida por el verdugo. George Orwell cuenta que combatiendo en la Guerra
Civil de España había visto a un soldado franquista, semidesnudo y corriendo al
tiempo que, con ambas manos, mantenía los pantalones en alto una vez
sorprendido haciendo sus necesidades excretorias. “Me abstuve de dispararle” –dice-
“No disparé a causa de ese detalle de los pantalones. Yo había venido a
disparar a “fascistas”; pero un hombre con sus pantalones en alto no es un
fascista, sino, evidentemente, una criatura como tú y no te da gusto dispararle”
(Ibíd., p. 81).
[7] A pesar de su extensión merece la pena
transcribirlo por su valor testimonial y ejemplarizante.
[8] In The Name of America, publicado por Clergy y
Laymen, distribuido por Dutton and Co.,
New York, 1968, pp. 151-152. Citado en Charles Hampden-Turner, El Hombre Radical, F. C. E., México, 1978, pp. 123-125.
[9] Francesc
Torralba, ¿Es posible otro mundo? Educar después del once de
septiembre, PPC,
Madrid 2003.
[10] H. Arendt, Eichmann en Jerusalén, trad. de Carlos Ribalta, Lumen, Barcelona,
1999.
[11] En su Ética
para vivir mejor (Ariel, Barcelona, 1995), Peter Singer nos informa de que
durante el juicio al que fue sometido Eichmann, éste había aludido a ‘que había
vivido toda su vida según la definición kantiana del deber’. Al ser interrogado
por uno de los jueces al respecto, el criminal nazi repuso lo siguiente: “Con
ese comentario sobre Kant quería decir que el principio de mi voluntad debe ser
siempre tal que pueda llegar a ser principio de leyes generales”. El comentario
de Singer muestra hasta donde puede llevar un adoctrinamiento pedagógico basado
en la absoluta obediencia y en la ausencia de piedad hacia los “otros”:
“Eichmann citó también, en apoyo de su actitud kantiana hacia el deber, que en
el curso de millones de casos que pasaron por sus manos, sólo en dos ocasiones
permitió que la compasión le
apartara del deber. Estas palabras significan que en todas las otras ocasiones
sintió compasión por los judíos que enviaba a las cámaras de gas, pero al
considerar que el deber ha de cumplirse sin dejarse influir por la compasión, se ciñó estrictamente al
deber, en lugar de violar las reglas y ayudar a los judíos”
[13] Francesc Torralba, ¿Es posible otro mundo? Educar después del once de septiembre, PPC, Madrid 2003, pp.33-34.
[14] La
Educación después de Auschwitz (1967).). El título del ensayo se inspira en la
radio-conferencia que pronunció el filósofo de la escuela de Frankfurt en el año 1966 (recogido en Theodor W. Adorno, Educación para la emancipación, Morata,
Madrid, 1998). Cit. en F. Torralba, op. cit., pp. 33 y ss.
Siento compasión hacia los niños que les toque padecer la anunciada Reforma Educativa. La educación obligatoria tiene que ser integral e integradora. Fomentar la competitividad, segregar a los menos favorecidos -social e intelectualmente-, mediante reválidas (que solo evalúan conocimientos teóricos) avoca, irremediablemente, al fracaso infantil -fracaso escolar-, conculcando Derechos del niño.
ResponderEliminarPrestigiar la enseñanza privada, y costear la concertada (ambas selectivas y segregadoras) desfavorece la educación en valores, que tiene que humanizar, encauzando y templando sentimientos y emociones, en beneficio del desarrollo moral y espiritual del niño.
La compasión, la empatía, la comprensión, la bondad, la tolerancia...quedarán veladas por el beatífico palio de la caridad. De niños desmoralizados, crecerán hombres desalmados.
Desde la Torre de la Justicia, un afectuoso saludo.