MEDITACIÓN SOBRE LA COMPASIÓN (I)
“Lo humano del hombre es
desvivirse por el otro hombre” (Totalidad
e infinito, Emmanuel Lévinas)
I. Releyendo recientemente un muy querido y
admirable libro -La Lucha por la
dignidad. Teoría de la felicidad política[1]-
encontramos esta vieja crónica de prensa que volvió a conmovernos como la
primera vez que la leímos:
En Sierra Leona, los guerrilleros cortan
la mano derecha de los habitantes de una aldea antes de retirarse. Una niña,
que está muy contenta porque ha aprendido a escribir, pide que le corten la
izquierda para poder seguir haciéndolo. En respuesta, un guerrillero le amputa
las dos. En Bosnia, unos soldados
detienen a una muchacha con su hijo. La llevan al centro de un salón. Le
ordenan que se desnude. ‘Puso al bebé en el suelo, a su lado. Cuatro chetnicks la violaron. Ella miraba en
silencio a su hijo, que lloraba. Cuando terminó la violación, la joven preguntó
si podía amamantar al bebé. Entonces, un chetnik
decapitó al niño con un cuchillo y dio la cabeza ensangrentada a la madre. La
pobre mujer gritó. La sacaron del edificio y no se la volvió a ver más (The New York Times, 13-12-1992).
Su
lectura nos llevó a hilvanar una serie de reflexiones que, sin duda, todos
alguna vez hemos desarrollado, y a experimentar una serie de sentimientos que
también todos hemos compartido: al leer noticias como éstas, inmediatamente
reconocemos el horror que es capaz de infligir un ser humano a otro(s) ser(es)
humano(s). Si no estamos anestesiados
psicológicamente y moralmente contra la barbarie, la ignominia y la impiedad,
ciertamente estos testimonios nos interpelarán profundamente y nos harán
reparar en la crueldad y la maldad de las que son (somos) capaces los seres
humanos.
Enseguida,
comprenderemos la necesidad que todos tenemos de no bajar la guardia, de no
mirar a hacia otro lado cuando se trate de preservar no sólo nuestra
dignidad y autoestima como individuos humanos sino la dignidad y el respeto que
merecen todos los “otros”, todos los seres humanos en concreto, uno a uno, por muy distintos o diferentes a nosotros que
nos pudieran parecer.
En
el texto periodístico transcrito se relata, efectivamente, una historia mil
veces repetida, en todos los tiempos y lugares, a lo largo de la milenaria experiencia
humana. Podríamos haber elegido otras decenas de relatos de la crueldad de
diferente procedencia geográfica, histórico-temporal e ideológica (desde la
Inquisición, el colonialismo genocida europeo o la esclavitud, hasta el Gulag,
Auschwitz, Hiroshima, la sangrienta Revolución cultural maoísta, el genocidio
camboyano de Polt Pot o bien la limpieza étnica en Ruanda o en la antigua
Yugoeslavia, el atentado terrorista de las Torres Gemelas, etc.)[2],
pero éste es lo suficientemente revelador
como para obviar como innecesaria la trascripción de cualesquiera otros
lacerantes relatos del horror .
Al
comentar éstos trágicos episodios de maldad sin escrúpulos, los autores del
referido libro, José Antonio Marina
y María de la Válgoma, escribían
lacónica pero inapelablemente: “Los periódicos están llenos de horrores. La
historia también. Hitler, Stalin, Pol Pot y muchos otros deberían formar parte
de un retablo maldito que no olvidáramos nunca”[3].
En
estos casos, como en otros muchos, el
rostro del otro brilla por su ausencia. Esto es, justamente, lo que Emmanuel Lévinas, filósofo
judío-lituano-francés (1905-1995) autor de Totalidad
e infinito (1961)[4],
trata de rechazar y denunciar, al constituir la presencia del rostro del otro en la relación cara a cara como
núcleo esencial de toda significación ética. Para Lévinas sólo la compasión[5],
es decir, la capacidad de compartir el sufrimiento del otro, nos permite asumir
nuestra responsabilidad "sin escapatoria" frente a la
vulnerabilidad radical del otro. Al ser el eje de su pensamiento la alteridad y la conciencia de la trascendencia del otro, no puede
entender la compasión como una simple anexión condescendiente del otro, sino al
contrario como una respuesta inaplazable y espontánea al grito del otro,
a su vulnerabilidad expresada en la desnudez de su rostro.
La compasión (cum
passio, “sentir con”)
es, entonces, la capacidad del ser humano de escapar a su narcisismo para
acoger el sufrimiento del otro. “La relación de extranjería -de
extrañamiento respecto del “otro”- vendría a ser, precisamente, el paradigma de
esa significación. Refiriéndose al otro,
escribe el pensador judío: “Su epifanía misma consiste en solicitarnos por su
miseria en el rostro del extranjero, la viuda y el huérfano”[6].
Emmanuel Levinas |
Lo
que, según E. Lévinas, genera la violencia contra las víctimas de
cualquier género -ya sean herejes o judíos, burgueses o proletarios, creyentes
o infieles, disidentes, homosexuales, deficientes psíquicos o físicos, enfermos
mentales, pobres, mujeres, niños, ancianos etc.- es nuestro rechazo de su diferencia, es la
falta de respeto al otro en cuanto otro,
la ausencia de piedad o de compasión, la carencia de empatía o de solidaridad por los demás seres humanos[7].
Es
de destacar en este aspecto, sobre todo, cómo resalta en el pensamiento de E.
Lévinas su filiación hebrea. Efectivamente la antropología y la ética hebreas
han enfatizado sobre todo la importancia de la compasión y de la misericordia
con el desvalido. Incluso su noción de justicia
-cuyos términos claves son tzedakà (sentencia dada por un juez, ley,
derecho) y mishpat (“rectitud”)- no
es una justicia de igualdad, sino que
comporta, como han destacado J. A. Marina Y María de la Válgoma, una
predisposición a favor de las viudas, los huérfanos, los
extranjeros, es decir, de los pobres y desvalidos e implica una inequívoca
generosidad y compasión por los oprimidos. La Biblia les da la razón cuando
dice: ‘Dios tiene entrañas de misericordia’. Si tenemos en cuenta que rahamin (‘entrañas’) es el plural de rahem (‘vientre materno’, ‘matriz’, como
en castellano ‘hijo de mis entrañas’), la expresión bíblica podría traducirse: ‘Dios
tiene una matriz compasiva’, lo que presta a Dios una esencia más femenina que
varonil”[8].
Martha Nussbaum |
II. No muy distintas de éstas reflexiones
levinasianas, son las consideraciones a las que, desde otros presupuestos
doctrinales, llegaba la gran filósofa estadounidense Martha Nussbaum[9],
al reflexionar, en un lúcido texto, sobre la necesidad de la piedad y de la
compasión como antídotos de la barbarie y al inquirir asimismo acerca de las razones posibilitadoras de semejantes
ejemplos de sádica crueldad. Su atenta
lectura nos dará la clave -o una de las claves- para intentar profundizar en
las causas profundas que están en la raíz de tan inhumanos comportamientos. En
el texto en cuestión se nos apercibe con estas lúcidas reflexiones:
El
odio y la opresión colectiva a menudo nacen de la incapacidad para individualizar. El racismo, el sexismo y muchas
otras formas de prejuicio pernicioso se basan con frecuencia en la atribución
de características negativas a todo un grupo. A veces -como en el caso de la
descripción nazi de los judíos- […] se llega al extremo de presentar al grupo
como totalmente subhumano, como alimañas, insectos, incluso “parásitos”, una
actitud que no puede sobrevivir al conocimiento individual de uno o varios
miembros de ese grupo [10].
Valgan,
pues, sólo estos dos textos -la noticia del New
York Times y las palabras de la filósofa norteamericana- para servir de
base y referencia a nuestra meditación.
Según
Martha Nussbaum, únicamente la imaginación compasiva -o “la compasión
literaria”, como ella la denomina- promueve hábitos mentales que conducen al
desmantelamiento de los estereotipos,
en que habitualmente se basa el odio colectivo: lo que nos acerca al individuo,
lo hace sujeto de empatía y compasión es su individualización empática. El estereotipo
eclipsa la identidad personal. La empatía
resalta lo que de humanidad común existe en los otros: ver en ellos seres
individuales con quienes se comparte una humanidad común.
En
efecto, sólo el sentimiento de compasión y empatía, la piedad y la fraternidad
solidarias pueden destruir ese estereotipo distanciador y abstracto haciendo
emerger la cualidad humana de la víctima, su individualidad personal: “Hay un
momento memorable en la película La lista
de Schindler, recuerda Martha
Nussbaum, “en el que el comandante del campo de concentración alemán
sostiene la barbilla de su criada judía mientras ella lo mira aterrada y semidesnuda,
y pregunta, desgarrado entre el dogma y el deseo: ¿Es ésta la cara de una rata?”[11].
Juan Aranzadi |
Juan Aranzadi, en un profundo ensayo sobre esta misma temática,
define este sentimiento (la compasión
o la piedad) con Rousseau como “repugnancia innata a ver sufrir a un semejante”, o
con Levi-Strauss como
“identificación prerreflexiva con el otro sufriente”. Y argumenta que tal
sentimiento, que se da también en los animales[12],
es natural, espontáneo en el humano y sólo es anulado cuando una ideología, sea
el racismo biológico, sea el totalitarismo de cualquier signo, político o
teocrático, hace que el concepto que
se aplica al otro se desprenda y aísle de la imagen y del sentimiento.
Para Aranzadi “la definición
conceptual, la separación entre lo
sensible y lo inteligible y la
jerarquización entre sistemas simbólicos, precondiciones de la noción de
‘causalidad’ y de la emergencia de lo que entendemos por “racionalidad”, constituyen,
por tanto, el prerrequisito y el fundamento teórico del racismo”[13]
y, añadimos nosotros, de cualquier tipo de doctrina que trate de igualar o
nivelar violenta o coactivamente a todos los seres bajo un mismo y único patrón.
Es la ruptura entre la sensibilidad y el intelecto lo que supone una quiebra de
la piedad cuya culminación, el
antisemitismo moderno, “no habría sido posible sin el incremento de la abstracción y la completa devaluación y
alejamiento de lo sensible que caracteriza al pensamiento científico”[14].
En
su opinión, la racionalidad filosófica y científica instrumental, lejos de ser
un antídoto contra el racismo y/o la barbarie, constituye su condición de
posibilidad teórica. Y no sólo teórica, sino también ética, si seguimos
prestando crédito al dictamen de Hannah Arendt respecto de la quiebra de la piedad como una de las
claves de la Solución Final nazi, en
la medida en que implicaba una ruptura entre la sensibilidad y el intelecto. Aranzadi
llega a esta escalofriante conclusión: el incremento
de la abstracción y el completo alejamiento
de lo sensible llevan a la “superación” de la piedad y, consiguientemente,
a la posibilidad de convertirse en insensibles verdugos del otro.
Significativamente,
fenómenos como la esclavitud, el colonialismo, la xenofobia, el racismo y el
genocidio totalitario tienen efectivamente como fundamento la consideración abstracta del ser humano. “Si
los judíos no hubiésemos sido reducidos previamente a una abstracción, no
habríamos sido luego reducidos a cenizas”, afirmaba el escritor judío Elie Wiesel[15].
No hace falta aludir al famoso experimento de Stanley Milgram[16]
llevado a cabo en la Universidad de Yale a principios de la década de los
sesenta, para corroborar este hecho: el encallecimiento moral del ser humano se
produce cuando la identificación con
quien sufre el dolor ha sido bloqueada por la distancia físico-espacial o
intelectual-abstracta con respecto de la víctima.
El experimento
prueba, efectivamente, que el
alejamiento de lo sensible y concreto (la víctima), la sustitución de lo
individual por lo intelectual-abstracto y la sumisión incondicional a la
autoridad son condiciones de posibilidad para perpetrar cualquier acto de
crueldad y sevicia contra el otro. Parece, pues, que toda crueldad se facilita si hay
una cierta impersonalización abstracta de la víctima, además de una orden de la
autoridad competente, una justificación global del experimento (el avance de la
ciencia, pedagógica en el caso de
Milgram) y si entre nosotros y el acto se interpone una cadena de mando
intermedia.
Theodor W. Adorno |
Y es que en la sociedad contemporánea la organización racional burocrática y
jerarquizada del trabajo hace precisamente eso: el que ocupa una posición
de poder da una orden y sumerge la acción en una cadena de mando en la que cada
uno es una pieza de un mecanismo, donde “se limita” a recibir órdenes de arriba
y no contempla el final del proceso sino desde la lejanía. La distancia física
y psicológica, el respaldo de la autoridad y la obediencia de la buena gente lo facilita todo, exonerando a los implicados
de toda responsabilidad moral.
Y
poco a poco, imperceptiblemente, los sujetos van siendo atrapados por grados
sucesivamente más altos de crueldad ejercida sobre los otros. A medida que la
víctima es más abstracta y despersonalizada, mayor es la fragmentación de esa
responsabilidad y la erosión y difuminación de las restricciones que la
identidad moral debería activar ante tales hechos, impidiendo así la irrupción
de respuestas empáticas y humanas.
Es
por todo ello, por lo que Theodor W.
Adorno señalaba en su Dialéctica
Negativa, que Auschwitz no era solo un
accidente sino “una consecuencia lógica” de nuestra civilización
occidental: pues Auschwitz no habría sido posible sin “la frialdad que es el
principio fundamental de la subjetividad burguesa”. En efecto, el acceso a la
realidad a través de universales (que
es la manera de dominarla), lleva a captarla mediante conceptos abstractos que
prescinden de los individuos, que son en realidad lo único existente[17].
(Continuará).
Tomas
Moreno
[1] José Antonio Marina y María de la
Válgoma, La lucha por la dignidad. Teoría de la felicidad
política,
“Introducción”, Anagrama, Barcelona, 2000.
[2] Para una historia de los horrores del
siglo XX véanse: Francisco Fernández Buey, La
barbarie de ellos y de los nuestros, Paidós, Barcelona, 1995; Jonathan
Glover, Humanidad e Inhumanidad. Una
historia moral del siglo XX, Cátedra, Madrid 2001, Rafael del Águila, Crítica de las ideologías. El peligro de los
ideales, Taurus, Madrid, 2008 y Daniel Jonah Goldhagen, Peor que la guerra. Genocidio,
eliminacionismo y la continua agresión contra la humanidad, Taurus, Madrid,
2010.
[3] José Antonio Marina y María de la
Válgoma, La lucha por la dignidad. Teoría
de la felicidad política, “Introducción”, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 11.
El texto periodístico con el que iniciamos el ensayo procede de este
interesantísimo y aleccionador libro.
[4] Emmanuel Lévinas, Totalidad e infinito, (1961) Salamanca, Sígueme, 1985. Es uno de los pensadores más ilustres y comprometidos
de nuestra época; nació en 1905 en Lituania, falleció en 1995 en Francia. Vivió
la “experiencia” de cinco años dramáticos en el campo de concentración de
Stammlager. Su obra, influida por la tradición cultural hebrea y en diálogo con
la filosofía fenomenológica de Husserl y
con la de Heidegger, se articula teniendo como telón de fondo el horror del
genocidio nazi. Es autor de numerosos libros entre los cuales destacan, además
del ya citado, "Difficile liberté" (1963), "Autrement qu'être ou
au-delà de l'essence", "Ethique et infini" (1982), "Dieu,
la mort et le temps" (1993).
[5] Son muchos los filósofos
detractores de la compasión: Aristóteles reconoce que puede ser la
expresión de cierta "honestidad"; sin embargo, no la entiende como
una actitud moral. Los estoicos predicaban la apátheia (ausencia de toda pasión); Kant excluía de la autonomía del acto
moral todo sentimiento, toda pasión o emocionalidad; Nietzsche,
en su crítica al cristianismo, consideraba que la compasión, sinónima para él de la piedad, es o una actitud condescendiente
o una actitud femenina, propia de
almas débiles, enfermas y resentidas. Sin embargo otros pensadores -desde Tomás de Aquino, Rousseau, Schopenhauer y otros filósofos más cercanos a nosotros
como Edith Stein, Simone Weil y, por supuesto, Emmanuel Lévinas- consideran la compasión como la máxima expresión moral del ser humano.
[7] Todos estos términos pueden considerarse
sinónimos, pues vienen a significar la misma capacidad de identificación con el sufrimiento
ajeno. El parentesco entre éstos y otros términos similares del mismo campo
semántico -como la bondad, la misericordia, el amor, la caridad, la fraternidad
o la “humanidad”- es evidente. J. A. Marina y María de la Válgoma han señalado
este parentesco: “La palabra “caridad” es un ejemplo. Significaba amor y ahora se ha convertido en un afecto compasivo. Cuando pedimos algo “por
caridad”, no apelamos tanto al amor
como a la piedad, palabra esta que
designaba en latín el amor por los padres o el respeto a la divinidad, antes de
ser atraída al campo de la compasión […]
Egoísmo y compasión son los dos miembros básicos del comportamiento humano […]
La compasión proporciona un firme fundamento a la actitud moral” (La Lucha por la dignidad. Teoría de la
felicidad política, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 47).
[9] Filósofa norteamericana, feliz y
recientemente distinguida con el Premio
Príncipe de Asturias de Ciencias sociales del 2012 y, sin duda alguna, una de las pensadoras más
importantes e ilustres de nuestro tiempo.
[10] Martha Nussbaum, Justicia Poética. La
imaginación literaria y la vida pública, Editorial Andrés Bello, Santiago
de Chile, 1997, pp. 130-136.
[11] Martha Nussbaum, Justicia poética, op. cit., p. 130.
[12] Recordemos la cruel y descarnada al mismo
tiempo que tierna y aleccionadora historia de espontánea compasión animal que nos relata Jiménez Lozano: “Mühsam, que ya había estado seis
años en la cárcel por su participación en la República de Munich, pasó luego
con el nazismo a un campo de concentración. Allí un día pidió permiso para
escribir a su mujer y el guardián S. A. le dijo que le diese la mano, Mühsam se
la alargó y el guardián le rompió el pulgar, y añadió: “¡Anda, ahora ya puedes
escribir a tu esposa!”. En Oraniemburg, soltaron un orangután o chimpancé sobre
él, pero el animal, ‘capaz de distinguir el amigo del enemigo’ se colgó del
cuello del poeta, le abrazó y le besó, mientras Mühsam le hablaba. Pero
entonces torturaron al pobre mono, en presencia de Mühsam, hasta que murió. Al
poeta le invitaron a suicidarse pero, como se negó, le asesinaron. Su mujer
llevó sus manuscritos a Moscú, pese a las advertencias de él, y lo que
consiguió fue que a ella la internaran asimismo en un campo de concentración” (José
Jiménez Lozano, Segundo abecedario,
Anthropos, Barcelona, 1992, pp. 196-197).
[13] Juan Aranzadi, Racismo y piedad, en Juan Aranzadi, Jon
Juarista, Paxto Unzueta, Auto de
terminación, El País-Aguilar, Madrid 1994,
pp. 27-43. Se dan reacciones etnocéntricas de hostilidad y rechazo a las
características físicas y culturales otras también en el “pensamiento no
domesticado”, que mantiene unidos lo inteligible y lo sensible, pero esto no es
racismo y sólo puede serlo cuando ese rechazo se racionaliza y refuerza por una
ideología biologicista.
[14] Racismo
y piedad, op. cit., p. 36.
[15] El texto de W. Shakespeare que
transcribimos, expresa la protesta contra cualquier consideración abstracta del ser humano: “Shyloock.- Ha
menospreciado mi nación, ha dificultado mis negocios, enfriado a mis amigos,
exacerbado a mis enemigos, ¿y qué razón tiene para hacer todo esto? Soy un
judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿es que un judío no tiene manos,
órganos, proporciones sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de
los mismos alimentos, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos
remedios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que
un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? ¿Si nos cosquilleáis, no nos
reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?” (El mercader de Venecia, acto III, escena 1ª).
[16] Stanley Milgram, creó un método experimental que hipotéticamente estudiaba
el efecto del castigo sobre la memoria y el aprendizaje. En realidad, se
estaban midiendo los grados de obediencia por parte de unos sujetos (supuestos “colaboradores” del
experimentador”) a la orden de torturar con descargas eléctricas a un tercer
miembro (pupilo, cómplice del experimentador) atado (aparentemente) a una silla
electrificada en un cuarto separado,
cada vez que respondiese de modo incorrecto al aprendizaje. El 65 por 100 de
los sujetos suministraron descargas a sus víctimas cercanas a los 450 voltios.
El 78 por ciento pasaron de los 300
voltios y casi un 30 por ciento obedecieron las órdenes de sus experimentadores
o entrenadores torturando a su victima hasta el final. Los sujetos victimas lanzaban
gritos y alaridos de dolor de intensidad creciente a medida que se aumentaba el
voltaje de las descargas, suplicando al experimentador que interrumpiera la
prueba (Stanley Milgram, Some Conditions
of Obediente and Desobedience to Authority (1965), cit. en Elliot Aronson, El Animal social. Introducción a la psicología social, Alianza,
Madrid, 1987, pp. 47-50).
[17] Cfr. J. L. González Faus, Estados
Teocráticos, Cuadernos Cristianismo y Justicia. nº 143, Barcelona, 2006, p.
17.
Magníficos trabajos, pues me he leído los dos capítulos con sumo interés y aprendizaje. Muy agradecido. Abrazos.
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