Con motivo de la conmemoración del fallecimiento del
poeta Horacio Castillo, y coordinado por el también poeta y escritor Alfredo
Jorge Maxit, ofrecemos en las páginas de nuestro blog Ancile, una serie de
semblanzas sobre su figura y obra de diversos autores, así como unas más que
interesantes y singulares traducciones de poetas griegos traídas a esta sección
de poesía como homenaje a Horacio Castillo y como vía de conocimiento y lectura
de poetas tan importantes como Odysseas Elytis o Nikiforos Vretakos. Queden pues estas páginas de nuestro blog como sentida
y admirada consideración al poeta argentino de Ensenada.
OTROS ACERCAMIENTOS A LA
POESÍA DE HORACIO CASTILLO
La
fecha del 5 de julio trae -con el tercer aniversario de su fallecimiento- este
nuevo intento de hacer conocer la obra poética de Horacio Castillo. Por eso el
ofrecimiento de otros acercamientos a la misma. En esta selección encontrará el
lector una serie de textos que pueden brindarle nuevos accesos a aquel
manantial siempre fluyente.
Así
podrán leerse tres poemas de Castillo homenajeados con otra creación y dos
comentarios críticos y tres traducciones del poeta a tres poemas de autores
griegos contemporáneos.
Todos los acercamientos tienen como autores a
poetas de La Plata. Horacio Preler, con una mirada sintética sobre toda la obra
Literaria de Castillo. Gustavo Caso Rosendi respondiendo al poema “Dice Eurídice” con su poema “Canta Orfeo”. Sandra Cornejo
comentando “Visita al maestro”, lo mismo que Norma Etcheverry a “El pecho
blanco, el pecho negro”. Rafael
Felipe Oteriño revelando una nota íntima de aquella escritura. Guillermo Pilía
advirtiéndonos de lo imposible de una interpretación unidimensional de tan
honda poética. Gustavo Martínez Astorino proponiendo una lectura alegórica de
la misma.
Alfredo Jorge Maxit
HORACIO CASTILLO (1934-2010)
Horacio
Castillo es autor de una excepcional obra poética que lo coloca entre los
mejores poetas de nuestra época, circunstancia que ha sido reconocida
unánimemente por la crítica literaria. Su último libro de poesía titulado Mandala fue publicado en el año 2005 por
la editorial Fénix de Córdoba, en su colección El Copista.
Además, fue
un relevante conocedor de la poesía griega que lo llevó a traducir la obra de
Kavafis, Seferis, Embirikos, Ritsos, Elytis, Vretakos, Varvitsiotis y
otros. Por otra parte fue miembro de
número de la Academia Argentina de Letras y ha realizado, además de la
traducción directa mencionada, varios trabajos de investigación literaria.
Respecto de
su obra poética podemos destacar dos elementos esenciales: la reflexión y el
lenguaje. El primero conlleva una profunda indagación sobre sí mismo y la toma
de conciencia plena de la fragilidad del hombre frente a la magnitud del
universo. Ello lo coloca en un espacio mínimo y en un tiempo efímero, difícil
de dimensionar desde la contingencia individual. Desde este lugar trabaja en
una obra que intenta reflejar la circunstancia de ese acontecer incierto y
fatalmente definitivo.
Por otra
parte, el lenguaje empleado en esa labor, cuidadoso y profundo, se adapta
plenamente a su contenido, con la convicción de que la poesía es el recurso que
permite elaborar la exacta dimensión de su pensamiento. Refiriéndose al tema de
la creación poética, Castillo afirmaba que “de lo que se trata es de separar
las cualidades de un objeto para considerarlo en su propia esencia; es decir,
eliminar lo contingente hasta alcanzar la claridad de lo absoluto, aligerar el
peso hasta que adquiera gracia”.
Sin duda la
poesía de Horacio Castillo perdurará como un hito fundamental de nuestro
tiempo, por la solidez, calidad y hondura, de la totalidad de su obra.
Horacio Preler
TRADUCCIONES DE POETAS GRIEGOS
De Odysseas Elytis
EDAD DEL RECUERDO AZUL
Olivares y
viñedos lejos hasta el mar
Rojas barcas
de pesca más lejos hasta el recuerdo
Dorados
élitros de agosto en el sueño del mediodía
Con algas o
caracolas. Y aquel barco
Recién
botado, verde, que lee aún en las serenas aguas del golfo
Dios
proveerá
Pasaron los
años hojas o guijarros
Recuerdo a
los muchachos, los marineros que partían
Pintando las
velas como sus corazones
Cantaban los
cuatro puntos cardinales
Y tenían
dibujados vientos boreales en sus pechos.
Qué buscaba
cuando llegaste teñida por el amanecer
Con la edad
del mar en los ojos
Y la salud
del sol en el cuerpo –qué buscaba
En las
hondas grutas marinas en los vastos sueños
Donde el
viento desconocido y azul
Espumaba el
sentimiento, grabando en mi pecho su
emblema marino.
Con la areno
en los dedos cerraba los dedos
Con la arena
en los ojos apretaba los dedos
Era el
dolor-
Recuero era
abril cuando sentí por primera vez tu peso humano
Tu cuerpo
humano arcilla y pecado
Como en
nuestro primer día sobre la tierra
Las amarilis
estaban de fiesta –Pero recuerdo que te dolió
Fue una
profunda marca en los labios
Un profundo
rasguño en la piel allí donde el tiempo se graba
para siempre
Entonces te
dejé
Y un hálito
sonoro levantó las blancas casas
Los blancos
sentimientos recién lavados hacia lo alto
Hacia el
cielo iluminado por una sonrisa.
Ahora tendré
a mi lado un cántaro de agua inmortal
La forma del
viento que sopla libremente
Y tus manos
aquellas donde será torturado el Amor
Y aquel caracol donde resonará el Egeo.
De Nikiforos Vretakos
CARTA
A Themo Amurgui
No tengo una
hoja de los viejos árboles verdes.
En este
papel te escribo mi tristeza
tan leve que
la lleva el viento,
tan buena y
tierna que el sol no se sorprende,
noble como
el silencio que camina de noche
en la hierba.
Simple y pura como el agua que corre
sin que
nadie adivine que nació de la tormenta ayer.
Muchos han
muerto. Muchos seguimos viviendo. Todos estamos
heridos. El
mundo pesa de tanto dolor.
Con el
silencio del mar recibirás mi tristeza.
Te envío este
eterno “no me olvides”, es una
luz plegada
en una pequeña nube.
Te envío
este corderito, pues estás cerca de Dios,
para que lo
lleves a su verde jardín.
Te envío
este niño de pie quebrado.
Álzalo hasta
la ventana con el Lucero,
cerca del
mundo, cerca del sueño
Cerca de tu
bondad cálida como el aliento de una madre.
Cerca de la
chimenea donde apoyas la mano en la frente
y sueñas con
la felicidad del hambriento, del soldado, del enfermo.
Colócalo
cerca de la verde bandera. Cerca del rojo
caballo.
Junto a tu madre que rodeada
por los
gorriones de enero teje la esperanza.
Colócalo
cerca del suspiro de la amistad. Cerca, muy cerca.
Siéntalo y
abre como una sonrisa la ventana
para que vea
el mundo.
Nada más,
querido Themo. Como siempre
peregrinando
por la tierra del sol, te saludo
con el ala
de mi pena.
De Takis Varvitsiotis
DIEZ POEMAS
DE LA CÓLERA Y EL DEBER
10
Aprendimos
el amor y la muerte
Viajando de
una orilla a otra
Sobre la
proa de un barco
Repartiendo
claveles rojos
A los
náufragos
Descubriendo
abundantes milagros
Que no
desaparecen
Aunque
cerremos los ojos
Aprendimos
el amor y la muerte
Siguiendo un
río donde se mezclan
Sangre y luz
Tocando una
trompeta
Que
hermanaba a todos los hombres
Que
derribaba las murallas
Y las
convertía en polvo amarillentos
Aprendimos
el amor y la muerte
Solos en una
celda
A veces
escondidos en un baúl
A veces
apretados
En una
franja de sol
Que podía
apagar
Inclusive la
mano
De un
visitante indiferente
Aprendimos
el amor y la muerte
Allí donde
hoy reina el silencio
Entonando
cantos joviales
Recogiendo
con una pala la nieve
Acortando
con nuestra alegría la distancia
Que separa
la tierra del cielo
(De:
Horacio Castillo. Poesía griega moderna.
Buenos
Aires, Vinciguerra, 1997.)
POEMAS HOMENAJADOS POR OTRO POEMA O
POR COMENTARIOS CRÍTICOS
DICE EURÍDICE
La ansiedad me dominó, y luego la
inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este
tocado de sombra,
el pelo sin brillo –el pelo, que el
sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el
mismo –el que permanecía
en mi memoria-
y al mismo tiempo curiosidad por ver
de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o
un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz
llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a
ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó
como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina
atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las
piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la
luz,
los árboles junto a los cuales
caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo
nervioso,
tu pensamiento se espantó como un
caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de
mí,
de librarte de la trampa de la materia
mortal.
“No te vayas –supliqué- no me dejes
aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el
sol,
suéltame por el mundo como una
potranca tracia.”
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí
como llorabas,
como cantabas en la ribera del río
infernal
nuestra vieja canción: “Lo lejano,
sólo lo más lejano perdura.”
Horacio
Castillo.
De
Alaska, 1993.
CANTA
ORFEO
La
ansiedad comenzaba a oler, y la voluntad
que no muere,
a
medida que escarbaba buscando tu sombra. Tu sombra
de cabellera negra como ala de cuervo.
Mi
conciencia sabía de la podredumbre que embarga los ojos
de
los vivos ante los muertos –pero tu piel permanecía en mi memoria-.
Allí
dentro, despojada de coqueterías, estabas esperándome.
Hace
tanto que nadie venía por mi corazón,
tanto
que nadie me acariciaba el alma como a un perro,
que
cuando escuché tu quietud comencé a cantar tu nombre.
Cuando
por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando el barro
que éramos.
Después
tus huesos se hicieron sentir en mis mejillas
y
mientras caminábamos, percibí que sin tus pasos
yo era un niño andando a tientas por
la noche,
mi corazón cesaba de latir y se
apoderaba de mis miembros
una rigidez marmórea…
Mientras caminábamos,
imaginaba
tus brazos estrechándome bajo aquel árbol
donde
las frutas maduran por el sol. Y aquel zaguán
donde
nos mordíamos como una perdición.
Hasta
que de pronto tú dudaste de mí,
un
tropel implacable creyó que en tu
mano
no
crecería la carne que había en mi mano.
No
me fue mi pensamiento, Eurídice, el que se espantó
como
un caballo. Es la muerte la que se desboca ante la vida.
“No
te quedes aquí –rogué- no dejes que me vaya,
déjame
ver de nuevo tu esternón de angustia, tu mirada rancia,
tu
pelo sin viento”.
Pero
ya corrías de nuevo hacia el abismo, mientras mi corazón
otra vez se llenaba con la turbulencia
de una inundación.
Y
sentí la necesidad de cantar, pero callé.
Mi
oído en el barro escuchó atentamente tu suspiro.
Gustavo Caso Rosendi
Nota:
La cursiva pertenece al cuento “Ligeia”, de Edgar Allan Poe.
(En Horacio
Castillo. Mitografías. Ernesto
Girard Editor, 2009.)
VISITA AL MAESTRO
Llueve sobre colinas y jardines.
Allí, junto a la ventana, está el
fuego.
Hablar o callar ¿qué es lo mejor?
Preguntar o responder ¿qué es lo peor?
Llueve sobre colinas y jardines,
el agua salmodia en la penumbra.
¿También el callar es un hablar?
¿También el hablar es un callar?
Llueve sobre colinas y jardines.
Un caballo negro viene como volando.
¿La respuesta es entonces la pregunta?
¿La pregunta es entonces la respuesta?
Llueve sobre colinas y jardines.
El silencio del cuarto es el silencio
del mundo.
Horacio Castillo
De Alaska, 1993.
LA VOZ DE LO ABSOLUTO
¿De cuántas maneras debería preguntarse
aquello que sólo se vislumbra en el silencio? ¿Cuál es la construcción posible
que nos hace menos ajenos a la incertidumbre que habita en los otros y en
nosotros mismos? Exiliado en esa especie de “pregunta preñada de preguntas”
(1), el corazón del poeta se entenebrece, duda, y en el centro de una mudez que
poco entiende de resplandecientes soles, interroga al enigma ensordecedor del
Universo.
Como un peregrino, como un buscador “en
medio del camino de la vida” (2) percibe indicios en lo perdurable de la
naturaleza; ahí, en esa primaria seguridad es donde se sostiene cierta certeza,
aun cuando esa certeza viene a galope de negros
caballos alados.
El misterio, privilegio de lo sobrehumano,
abunda en el silencio. El fuego, cálidamente instalado en un adentro, no
deviene ni palabra ni instante creativo: llueve
sobre colinas y jardines abandonados a la desnudez de un mundo enmudecido.
La palabra no es dada. En el cuarto, el silencio. Silencio que retumba en la
soledad del Ser. Ser que, en su anhelo de comprensión, pareciera no recordar
que “todas las divinidades residen el en corazón humano” (3)
Quizá debería inferirse también,
elípticamente, que el maestro, en este juego de imágenes espejadas, en este
correlato de realidades reflejándose unas en otras, “agotado todo lo que la
palabra puede expresar” (4), haga del silencio el lenguaje esencial y de cuanto
calla, la voz más tersa de lo absoluto.
Sandra Cornejo
- Edmond Jabès/ 2 Dante Alighieri/ 3 William Blake/
4 Sung Chic Wen
(En
Horacio Castillo. Mitografías. )
EL PECHO BLANCO, EL PECHO NEGRO
Mi madre tenía un pecho blanco y un
pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en
su mano
y acercándolo a mis labios decía:
Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa,
dulcísima.
Luego apretaba entre sus dedos el
pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía:
Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura,
infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un
pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en
su mano
como una paloma, susurraba: es la luz
del mundo;
y a la noche, mientras exprimía
suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la
oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un
pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho
negro
canturreaba: Ésta es la leche que
sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una
sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho
negro
y tomándolo en su mano con piadosa
resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe,
hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da
más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un
pecho negro.
Horacio Castillo
De Los gatos de la Acrópolis, 1998.
LA SED VERDADERA
De los dioses se decía que no era posible
conocer su color porque éste indicaba el carácter insondable de su ser, así
como para los antiguos egipcios la palabra color equivalía a su esencia. “Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho
negro”, dice el poeta, y si bien lo blanco y lo negro tienen infinitas
simbolizaciones en todas las culturas y religiones, antiguas y modernas, es
fácil reconocer que, en su mayoría lo blanco se refiere a la Vida, a lo
positivo, a la luz que emana de la sabiduría mientras que lo negro nos remite a
la Muerte, a lo negativo, a los enigmas de nuestra propia Sombra.
En este poema lo vital está, en principio,
representado por el pecho blanco de la madre empeñada en asegurar a su hijo un
camino tibio y leve, sin heridas, o, lo que sería mejor, sin misterios, sin sed
de preguntas que nos enfrentan al núcleo de nuestro ser, es decir, a la
inminente posibilidad de la muerte, única certeza entre lo contingente. Blanca
es la leche de la Madre Tierra, dulcísima
y musical, luz del mundo. Negra
es la amargura de la falta. Sin embargo, el hijo, por su propia naturaleza,
porque nació “con la boca abierta a lo
inefable” (como diría Castillo en “Contrapunto”, otro poema suyo que se
corresponde con éste), incansablemente buscará el otro pecho. “… pero mi boca buscaba otra vez el pecho
negro” –dice, cuya leche no sacia nunca porque lo que provoca es
precisamente la sed de conocimiento, de verdades que jamás serán del todo
reveladas al hombre, aun cuando lo constituyen o precisamente por eso.
Es la leche oscura, infinitamente agria del
“deseo de los deseos”, esa condición que nos separa de los animales, que nos
determina y nos tienta a buscar, a buscar siempre, y siempre algo más. Porque
sólo el Todo es lo verdadero –tal la máxima hegeliana- y, sediento siempre, el
hombre en su finitud busca en ambas fuentes con la ilusión de vivir una
existencia completa. Y es en la “Coda o romance” de “Contrapunto”, donde
Castillo nos devuelve lo blanco y lo negro ya no como antagonistas sino en la
identificación al estilo romántico de la muerte con la culminación de la vida
presente en Keats, en el expresionismo de Rilke, y, sobre todo, en Trackl: Un
caballo blanco y un caballo negro que se intercambian monturas al final del
día, luego de haber compartido el pan y el vino.
Así, lo negro y lo blanco están entre el
principio y el fin de nuestra existencia, y el reflejo de ambas orillas
alimenta nuestro espíritu inquieto. Es la vida que susurra y nos ilumina con
una sonrisa y es la muerte siempre latente, dándole densidad y sentido a lo que
nos rodea. En esa dualidad suceden los actos humanos, y es en la conciencia de
ese espesor donde los poetas beben, escupen, tragan, transforman lo líquido en
palabra hasta que, al final y felizmente como es el caso de Horacio Castillo,
cantan.
Norma
Etcheverry
(En
Horacio Castillo. Mitografías.)
DE ANOTACIONES, RIGOR Y ALEGORÍA
Horacio Castillo. Retrato íntimo. Fragmento.
Hubo
épocas en que anotaba en un cuaderno el tema de los poemas que iba a escribir,
mientras recolectaba las imágenes con las que emprendería la tarea. Primero
estaba, pues, el núcleo a investigar; luego venía el desarrollo verbal y la
puesta en práctica de la escritura; en aquél operaba de modo prioritario la
emoción; durante el segundo, la agudeza era la llave para que la intuición
originaria no se diluyera. Había un plan en su modo de trabajar y una artesanía
en su escritura. Corregía los poemas, pero no excesivamente. Daba la impresión
de que llegaban a la página ya elaborados y que una vez escritos sólo debían
ser sometidos a una breve limpieza que consistía en sustituir las palabras
repetidas, precisar las figuras e interlinear los versos conforme a una
composición visual apropiada. Para los poemas de mayor desarrollo, el verso
largo y la estrofa compacta; para los acotados a una circunstancia, la
concisión epigramática del verso corto y los profusos blancos; para los
decididamente más complejos, como el mencionado “Mandala”, en el que los
tiempos se yuxtaponen y las funciones se fragmentan, con paralelismos y
tachaduras, optó por la composición apaisajada que le permitía un desarrollo
casi espacial de la escritura. Durante el proceso de redacción solía incorporar
fragmentos en bruto que le llegaban como relámpagos cedidos por la casualidad.
Con ellos daba carnadura a su esfuerzo para empujar la tela de lo
indiscernible. Recuerdo que cuando me mostró el poema “El foso” -en el que vuelve a uno de sus temas acuciantes: el
latido de la eternidad y el ansia de saber de ella-, me comentó que esa mañana
se encontraba pelando unas papas todavía sucias de tierra y no dudó en darles
cabida en el poema con toda su rugosa materialidad: cantábamos bajo las duchas de la luna llena, / cantábamos pelando papas
infinitamente oscuras,/ cantábamos separando la uña de la carne.
Rafael Felipe Oteriño
La
poesía de Castillo, como se habrá comprobado, es una de las más complejas y no
acepta, por lo tanto, una lectura unidimensional:
hacerlo sería empobrecerla. Toda ella parecería exigir la existencia de un
universo en dos planos: así como en la antigua epopeya los ríos tenían un
nombre para los hombres y otro para los dioses; así como en Platón estaba el
mundo de las imágenes, de lo transitorio, y el de las ideas. La poesía de
Castillo parece tener su ámbito en la intersección de esas dos superficies: son
los expedicionarios que escalan una montaña con el secreto deseo de alcanzar
las estrellas; la palabra que se resiste a descarnarse bajo la tierra; los ojos
del conocimiento que nos permiten el acceso a otra realidad que, irónicamente,
es esta realidad; el navegante que se encuentra no con la tierra, sino con la
luz; la persecución eterna del oso blanco, quizá uno de los tantos nombres de
lo absoluto; las migraciones que viajan en la dirección de las grandes aves, de
los grandes ríos, de los grandes sueños; y los sueños de telas incorruptibles,
de un agua inmaculada.
En el estudio varias veces citado, Pablo Anadón
señala que “hay poetas cuya obra no puede
desvincularse de la existencia que le ha dado origen”, en tanto que otros
responden al postulado de Eliot: “mientras
más perfecto sea el artista, mayor será la separación que se perciba entre el
hombre que sufre y la mente que crea”. Coincidimos en que Castillo
pertenece a este segundo grupo. Su poesía no es ajena a las contingencias de su
vida, personal o social, pero de tal forma ha sido transustanciada en arte que
se presenta como universal y paradigmática. Son pocas, en síntesis, las cosas
que perseguimos los hombres a lo largo de nuestra existencia, y para todas
ellas hay palabras, hay versos, hay poemas en la obra de Horacio Casitillo: la
búsqueda del Bien o de lo Bello, de lo Verdadero o de lo Justo. Y la esperanza
en alguna Salvación.
Guillermo Pilía
Apuntes para una lectura alegórica de la poesía de Castillo. Fragmento.
En el tercer
capítulo, “Apuntes para una lectura alegórica
de la poesía de Castillo”, la refuncionalización de la Allegorie como categoría de interpretación post-metafísica,
posibilita una nueva lectura de la
poesía de Horacio Castillo; una poesía que no se deja designar fácilmente y que
rehúsa la literatura crítica sistemática. No obstante esto, ha sido leída en el
marco de una tradición de pensamiento (el pensamiento simbólico), cuyo
resultado es más producto de poner en juego un conjunto de categorías
estético-críticas no sometidas a examen que la adecuación de éstas al objeto
estudiado. Esta lectura no hace justicia a la poesía de Horacio Castillo,
tampoco a los procedimientos retóricos desplegados en su obra y, sobre todo, lo
posiciona detro de la “Institución-Arte” en un lugar impropio. La lectura
alegórica permitiría volver a pensar las soluciones imaginarias que su obra
poética provee a la problemática del ser,
en el tiempo de la metafísica cumplida, y de la verdad en términos de evidencia
(el darse incontrovertible de la cosa y conformidad de la proposición a la cosa
y al estado de cosas), e incorporarlos a la discusión teórica actual, ya que el
paradigma del análisis ha sido la naturalización del discurso literario, como
discurso propiamente simbólico, pero también permitiría una ubicación más
adecuada y convincente dentro del “campo intelectual” del poeta y de su poesía.
Gustavo Martínez Astorino
Ha sido deleite enriquecedor. He conocido más sobre el poeta, gracias a los ensayos sobre su obra y a sus poemas. Y como regalo adicional, esas traducciones de grande griegos. En fin, gracias, Acuyo, por esta labor encomiable e impagable. El poema del pecho negro y el pecho blanco es trascendental. Especial recuerdo me trajo la fecha de su muerte, la misma fecha de la de mi padre. Un abrazo.
ResponderEliminarExcelente! Muchas gracias, Francisco!
ResponderEliminarCordial saludo.
Jeniffer Moore