viernes, 13 de abril de 2018

DE LA SUPUESTA INFERIORIDAD MORAL DE LAS MUJERES. 1. EL JUICIO MORAL SOBRE LAS MUJERES: DE ARISTÓTELES A LA PATRÍSTICA


Proseguimos con los estudios sobre la misoginia con las reflexiones y excepcional aporte de filósofo Tomás moreno para la sección, Microensayos, y esta vez bajo el título: De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística.

De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística. Tomás Moreno


DE LA SUPUESTA INFERIORIDAD 

MORAL DE LAS MUJERES.


1. EL JUICIO MORAL SOBRE 

LAS MUJERES: DE ARISTÓTELES A LA PATRÍSTICA


De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística. Tomás Moreno



La supuesta inferioridad moral de las mujeres sería el tercer rasgo que, según la mentalidad androcéntrica patriarcal, caracteriza la diferencia de la mujer con respecto al hombre o a lo masculino. Aristóteles es quien por primera vez vincula la inferioridad físico-biológica e intelectual con la inferioridad moral. Las deficiencias bio-fisiológicas de las mujeres afectan no sólo a su capacidad intelectual y a su emotividad y carácter psicológico, sino también a su carácter moral: “Los cuerpos de las mujeres prueban que éstas tienen un carácter cobarde y blando, con sus cabezas pequeñas, rostros y cuellos finos, torsos, rodillas débiles, caderas redondeadas y pies pequeños” (Fisiognómica, 809b 3-10). Además la mujer es más compasiva que el hombre, llora más fácilmente, es más celosa, más apta para regañar, más negativa al ver las cosas, más desvergonzada, más falsa al hablar, más engañosa, y tiene mejor memoria, le cuesta más pasar a la acción. La conclusión, obviamente, deja a la mujer en una posición inferior: el hombre es más virtuoso, valiente, recto y, en pocas palabras, mejor que la mujer.
            Aristóteles está, pues, también en los inicios de esa conceptualización moral y emocional negativa de las mujeres. La mujer no tiene esas virtudes éticas que el varón posee por derecho, como señala el texto antes citado; carece de esas capacidades morales, puesto que ni puede deliberar entre el bien y el mal (al carecer de bouletikón o poseerla en menor grado), ni puede controlar sus pasiones (es àkouros: carente de autoridad sobre sus elementos irracionales) (Pol. 1277 b 26-27). Su única virtud consistirá en obedecer al hombre, quien debe instruirla para comportarse correctamente (Ética
De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística. Tomás Moreno
Nicomaquea 1150 b 6-14). Por eso, según Aristóteles, el valor de un hombre se refleja cuando manda y el de una mujer cuando obedece (Pol. 1260 a 20-23). .La imagen que Aristóteles desarrolla de la mujer es, por lo tanto, la de un ser defectuoso, carente de “lo que tiene el hombre, esto es, de aquello que le hace ser a éste un ser superior en la naturaleza: su bouletikon. Esto es, su capacidad de actividad intelectual superior, de deliberación o de juicio moral autónomo.
            La mujer no tiene esas capacidades, puesto que ni puede deliberar entre el bien y el mal  (al carecer de bouletikón o poseerla en menor grado), ni puede controlar sus pasiones. Es àkouros: carente de autoridad sobre sus elementos irracionales (Política 1277 b 26-27). Su única virtud consistirá en obedecer al hombre, quien debe instruirla para comportarse correctamente (Ética Nicomaquea 1150 b 6-14). Con respecto a la virtud en general el hombre la puede alcanzar en plenitud mientras que la mujer semeja una simple caricatura del varón cuando se trata su participación de la virtud: “el hombre semejaría un bellaco si fuese valiente del mismo modo que es valerosa la mujer” (Pol., 1277, b, 20 y ss.).
            No hay duda de que los escritos y textos de los Padres de la Iglesia,  constituirán el fundamento de la moral sexual dominante durante los siglos posteriores en el seno de la cristiandad occidental y la causa de la específica  conceptualización de las mujeres en la misma, a las que se reservarán exclusivamente los papeles de esposa y madre, representados por las figuras de Eva y la Virgen María[1], con el consiguiente y contradictorio protagonismo de éstas tanto en el pecado como en la redención. La imagen negativa de la mujer, del cuerpo y de la sexualidad femenina inspirada en Eva, la primera mujer, responsable del pecado original, fue efectivamente decisiva entre los primeros Padres de la Iglesia, de igual manera que lo había sido entre los gnósticos encratistas (cristianos herejes de la época) y que lo será en la baja Edad Media y en el Renacimiento. En consecuencia, gran parte de las preocupaciones patrísticas se centraron, pues, en debatir acerca de la naturaleza moral femenina y de los peligros y seducciones de su naturaleza carnal, de su sexualidad.
            Como escribe al respecto Uta Ranke-Heinemann: “Si bien Jesús no fue un asceta, ni se deshizo en alabanzas de la virginidad, sin embargo este ideal se difundió en el cristianismo” en los decisivos siglos de la antigüedad tardía (siglos I y II d. C.), en los que se desarrolla la primera Patrística (época post-apostólica en la que se produce el encuentro entre el pensamiento griego, el judaísmo y el naciente cristianismo). El historiador francés Jean Delumeau ha apuntado, en este sentido, cómo en la agresividad de Tertuliano (160-240 de C.) –y en la de otros muchos Padres como Justino, Orígenes o Jerónimo-  contra la sexualidad  y contra la mujer, en la exaltación de la virginidad y en el rigorismo sexual exagerado que profesaba se camuflaban una verdadera aversión por los misterios de la naturaleza fisiológica femenina y por las realidades biológicas de la maternidad[2]. Así, en el De monogamia  evoca con disgusto las náuseas de la mujer encinta, los senos colgantes y los críos que berrean[3].
De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística. Tomás Moreno            Lo que de esta manera destaca más en todos sus escritos es, sin duda, su exaltada posición misógina, que se debe al deseo de unión con Dios, en relación con lo cual la mujer –al fin y al cabo hija de Eva-  representa una peligrosa tentación, a causa de la atracción sexual que ejerce sobre el hombre[4]. Expresa, por ello, en sus escritos un irrefrenable odio, horror y aversión por el cuerpo femenino y por sus órganos y un absoluto rechazo y negación de la sexualidad, viendo, además, en la mujer –en toda mujer- una tentación y un peligro para la moral de los hombres. Por ello dedica su De cultu feminarum[5] a arremeter contra las costumbres femeninas de adornarse.
            Las mujeres, incluso las mejores, eran “la perdición del género humano” conspiradoras con Eva, la tentadora, y “las puertas por las que entra el diablo” (De cultu feminarum, 1.1). Impulsado así por el deseo de castigar las costumbres procaces de las mujeres, Tertuliano denunciará su coquetería, estrategia que emplean para dar una buena imagen y engañar al hombre. Llevando a la práctica esa congénita gana de placer que la propia naturaleza ha puesto en ambos sexos, las mujeres desahogan con toda libertad el deseo de exhibirse y los hombres muestran la propensión a dejarse atraer por quien se exhibe[6]. Incluso Juan Crisóstomo (ca. 345-407), uno de los Padres de la Iglesia, menos hostiles a la mujer juntamente con Clemente de Alejandría[7], advertiría acerca de la supuesta belleza femenina lo siguiente:

“El conjunto de su belleza corporal es nada menos que flema, sangre, bilis, mocos y fluidos de alimentos digeridos… Si se considera lo que está almacenado detrás de esos amables ojos, el ángulo de la nariz, la boca y las mejillas se reconocerá que todo ese bien proporcionado cuerpo no es más que un sepulcro blanqueado”[8].

            “Cuando veáis a alguna mujer no fijéis la mirada en ellas”, escribirá siglos más tarde con toda coherencia San Agustín, (Régula, C. VI), pues heredará de esa tradición patrística su conceptualización negativa del sexo femenino y de la moral de las mujeres. En efecto, tras su conversión, las mujeres, en las que Aurelio Agustín había satisfecho durante muchos años sus deseos libidinosos de juventud, se transmutarán en cierto modo en encarnación negativa de Dios[9], puesto que son asimilables al deseo, a la concupiscencia, sin más. Y también hablará despreciativamente del amor y del placer sexual ya que para su recién adquirida antropología cristiana –lastrada no obstante de un dualismo de origen maniqueo, aunque más mitigado, es cierto, que el de los gnósticos, pero dualismo al fin.
            Como explica Bermejo, para San Agustín “el alma humana podía orientarse hacia Dios o hacia el placer, pero en ambos casos podríamos afirmar que cada uno de los términos es conmutable por el otro”. Buscar el placer, el pecado, implicaría negar el alma, nuestro interior, a favor del cuerpo, que es nuestro exterior y sentir así el placer de los sentidos. Pero conocer a Dios y hacer que se apodere de nuestra alma supondría, por el contrario, renunciar al placer de los sentidos y rechazar esa parte de nosotros mismos –el cuerpo- que nunca podrá identificarse con la divinidad: Ahora que mis gemidos son testigos de que me resulto desagradable a mí mismo, tú brillas y me agradas, y te amo y te deseo hasta avergonzarme de mí mismo y rechazarme, y elegirte a ti, de modo que no sienta placer alguno, ni en ti ni en mí, a no ser por medio de ti” (Confesiones, X, 2)[10]. Ese giro radical suyo que va de la aprobación y la búsqueda del placer en las relaciones con las mujeres a la tajante condena del placer corporal y de la pasión sexual cristalizó en una caracterización y clasificación de la mujer como incitadora al pecado, como simple artículo de placer, asociada exclusivamente  a la libido[11], con el consiguiente desconocimiento de su cualidad de compañera de la vida y de ser humano digno de amor y de afecto.

TOMÁS MORENO



[1] Cf. H. Kraus, Eve and Mary. Conflicting Images of Medieval Woman, en N. Broude y M. D. Garrard, Feminisme and Art History, Nueva York, 1982.
[2] El miedo en Occidente, op. cit., p. 480.
[3] Que anticipan los exabruptos que Inocencio III dedicará, siglos más tarde, en su De contemptu mundi a las realidades fisiológicas que acompañan al parto.  O las infames suciedades que  Sprenger y Kramer verterán sobre las mujeres en el Malleus para expresar su repugnancia con respecto a la corporalidad femenina.Y que sorprendentemente recuerdan las nauseabundas descripciones plenas de pesimismo antropológico, relativas a la corporalidad del “otro”, con las que nos obsequia ocho siglos después Jean-Paul Sartre en sus descripciones fenomenológicas de La náusea: sus alusiones constantes a la sangre, la bilis, la flatulencia, los vergonzosos excrementos, el humus de suciedad de los cuerpos de los otros (La Nausée, Le Livre de Poche Université, Gallimard, París, 1966).
[4] Como recuerda el teólogo español Juan José Tamayo: “El cuerpo, preferentemente el de la mujer, se considera motivo de tentación, ocasión de escándalo y causa de pecado. Hay que evitar, por ende, exhibirlo, cuidarlo, mejorarlo, embellecerlo. Hay que ocultarlo (por ejemplo, con el velo, vestidos largos, etc.), castigarlo, mortificarlo, hasta hacerlo irreconocible. Desde esta lógica dualista se argumenta que el cuerpo de la mujer no puede representar a Cristo que fue varón y sólo varón, no puede perdonar los pecados por su falta de sigilo, no puede, en fin, ser portador de gracia sino de sensualidad pecaminosa.” (Adiós a la Cristiandad. La Iglesia católica española en la democracia, Ediciones B, Barcelona, 2003, p. 180).
[5] Tertuliano, Gli ornamenti delle donne (De cultu feminarum), tr. it. de M. Tasinato. Pratiche, Parma, 1995. Cf. en cast. la mejor versión es la de V. Alfaro & V. Rodríguez De Cultu feminarum. Tertuliano. El adorno de las mujeres. Introducción y comentarios, texto latino y traducción, Málaga, 2001. Sobre los adornos y coqueterías de las mujeres véase también el completísimo ensayo de Virginia Alfaro Bech, Los pecados de Tertuliano, en Venus sin espejo. Imágenes de mujeres en la Antigüedad clásica y el cristianismo primitivo, ediciones KRK, Oviedo, 2005, pp. 225-241.
[6] Para apartarlas de estas artes perversas, Tertuliano acentúa el carácter desagradable y repugnante de las sustancias que se emplean en el “cultus” femenino, incluso la perla, la cual pertenece con todo derecho a los adornos de la mujer, pero, a pesar de su belleza no es más que una pústula, una verruga dura y redonda formada en el interior de una concha enferma, los colores artificiales que las mujeres emplean para embellecerse son incompatibles con la voluntad divina, que no ha querido crear, por ejemplo, ovejas rojas o azules
[7] Mucho más moderados por ser defensores del amor conyugal, de la familia y más comprensivos con las necesidades de la naturaleza humana.
[8] Citado en Marina Warner, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María, op. cit., p. 93.
[9] José Bermejo, Replanteamiento de la Historia.Ensayos de Historia teórica II Akal Universidad, 1989, p. 84. Según Bermejo para San Agustín “el amor hacia las mujeres no es compatible con el amor a Dios, puesto que sustituye el amor a la belleza de Dios por sí misma por el amor a la mujer o el amigo por sí mismos, que hallaría su correspondencia en la sensación de sentirse amado. La reciprocidad en el amor humano supondrá un obstáculo frente al amor divino, puesto que el amor humano, al ser recíproco, es una afirmación, es una afirmación de sí mismo, mientras que el “amor Dei” ha de suponer el olvido e incluso el rechazo de sí mismo. Al apartarnos de Dios nos pervertimos y por ello será necesario que volvamos a él (“reverventur”) para que no nos perdamos (“ut non revertamur”) (Confesiones, IV, 11). Pero ese retorno sólo es posible a través de la continencia, pues “por la continencia somos reunidos y congregados en la unidad de la que nos hemos dispersado en muchas cosas. Porque en realidad te ama menos quien ama algo, además de ti, y no lo ama por ti” (Confesiones, X, 40). El amor a las mujeres no sólo nos aparta de Dios, sino también de nosotros mismos y del acceso a la verdad y la felicidad (ya que, como dice Agustín: “la vida feliz es el gozo de la verdad, ¡oh Dios, mi luz, salvación de mi rostro, Dios mío!” (Ibid, X, 33).
[10] Ibid, pp. 82-83.
[11] “Aunque haya pasión o “libido” de muchas cosas, cuando se habla de “libido” sin especificar el objeto suele hacerse referencia casi siempre a la excitación de las partes obscenas del cuerpo” (De Civitate dei, XIV, 16).


De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística. Tomás Moreno


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