Con el título: La misoginia de los filósosfos romántico versus el movimiento feminista decimonónico, del filósofo Tomás Moreno, para la sección, Microensayos del blog Ancile, traemos una nueva entrada, que será de mucho interés para todos los interesados en temática de tan grande actualidad.
LA MISOGINIA DE LOS FILÓSOFOS ROMÁNTICOS
VERSUS EL MOVIMIENTO FEMINISTA
DECIMONÓNICO
La mayoría de los políticos, filósofos e intelectuales,
conservadores o no, pertenecientes al siglo XIX y primeras décadas del XX,
rechazaron las reivindicaciones de emancipación femenina que abanderaban sus
líderes, a las que, por cierto, tildaban de “viriles”, por el hecho de querer ser iguales (en derechos) a los
hombres. Incluso paladines de la igualdad social y económica como Marx o el
republicano Zola, no aprobaron la igualdad de los sexos, a diferencia de
socialistas utópicos como Fourier o Saint-Simon y de los anarquistas de la
tendencia de Bakunin, que sí lo hicieron.
Desde luego, Rousseau, Kant, Hegel, Prudhon, Sighele o
Marx no fueron los únicos intelectuales que desaprobaron el movimiento emancipatorio femenino., Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche y Weininger
también lo reprobaron y de manera más que expeditiva. Schopenhauer consideraba que era inoportuno conceder a las mujeres
los derechos de igualdad preconizados por las feministas y escritoras de su
tiempo, teniendo en cuenta “la debilidad de la razón femenina”. Incluso impugna
el privilegio del matrimonio monógamo para las mujeres, pues privilegia a unas
pocas –las damas o señoras, muchas de las cuales se
exhibían en los salones literarios vieneses de la época[1]- perjudicando a las restantes mujeres -solteronas, pobres trabajadoras y prostitutas-
y
porque la poligamia que preconiza es mucho más conveniente para los varones
dada su condición biológica que tiende naturalmente
hacia ella[2].
En “Sobre las mujeres” (de Parerga y Paralipómena)
escribe el viejo filósofo misógino alemán:
Las leyes
que rigen el matrimonio en Europa suponen a la mujer igual al hombre, y así
tienen un punto de partida falso […] Esas leyes que han concedido a las mujeres
iguales derechos que a los hombres, hubiesen debido también conferirles una
razón viril. […] Cuantos más derechos y honores superiores a su mérito
confieren las leyes a las mujeres, más restringen el número de las que en
realidad participan de esos favores, y quitan a las demás sus derechos
naturales en la misma proporción que a unas cuantas privilegiadas se los han
dado (AMM, 99-100).
Kierkegaard también se opuso
decididamente al feminismo reivindicativo de su época. Contrario a que la mujer se independizara de
los límites naturales impuestos por su sexo, rechaza resueltamente tanto el
acceso de la mujer a la cultura y a una educación libre e igualitaria como cualquier otra perspectiva emancipadora
político o social de las mujeres: “Si se educase también a las muchachas lo
mismo [que a los hombres] ¡pobre género humano! –escribía en cierta ocasión- La
emancipación de la mujer, que intenta esa educación, es una invención del
diablo”. Por lo tanto, los rasgos que atribuye a la feminidad –la inocencia femenina, su capacidad para estar cerca, el distanciamiento de la reflexión y del
espíritu- aparecen no solo como rasgos de la diferencia femenina, sino
también como características que la mujer debe conservar para ser fiel a su
sexo, para no dejarse agarrar por el demonio de la emancipación, que la querría
semejante al hombre. Kierkegaard las quiere conservar e incluso enfatizar[3].
Y
el propio Nietzsche, pese a su
vanguardismo, y a su decidida crítica y denuncia de los prejuicios de su época,
entendió que “la lucha por iguales derechos [por parte de la mujer] es también
un síntoma enfermizo”. El acceso a la cultura y a la ciencia –y por
consiguiente el acceso a la educación superior-
por parte de la mujer revela una manifiesta masculinidad del gusto, una virilización de la misma y una cierta
deficiencia biológico-sexual: “Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas hay
de ordinario en su sexualidad algo que no marcha bien” (MBM, “Sentencias e interludios”, & 144)[4].
Weininger, por su parte, considera que las mujeres defensoras del movimiento emancipador,
tanto del pasado como del presente[5],
han pertenecido exclusivamente a esos grados intermedios que apenas pueden ser
catalogados como femeninos: “pertenecen a las formas intersexuales más
avanzadas -bisexuales u homosexuales- (SYC, 75). Su “aspecto exterior
masculino” las delata. La utilización por parte de sus escritoras más célebres
a adoptar nombres masculinos indica que se sentían más cerca de éstos que de la
mujer. George Sand usaba un seudónimo masculino y llevaba pantalones porque
“ciertas características anatómicas masculinas” se ocultaban bajo los
pantalones de terciopelo. Weininger también hace comentarios sobre la amplia
frente masculina de George Eliot o sobre los rasgos masculinos de Lavinia
Sotana o Helene Petrowna Blavatsky.
Las verdaderas mujeres no han tenido, pues, intervención alguna en la
emancipación de la mujer. Porque toda lucha por la emancipación de la mujer
está destinada, como la historia demuestra, a perder sus conquistas, ya que su
principal enemigo es la propia feminidad: “Por lo que se refiere a las mujeres
emancipadas puede decirse que “sólo el
hombre que en ellas se alberga es el que pretende emanciparse” (SYC, 77). El movimiento de emancipación
feminista induce a las mujeres a ocuparse de la cultura y el estudio y las
impulsan a ocupaciones masculinas. Nada que objetar, afirma, si se trata de
mujeres con rasgos masculinos que, en conformidad con su constitución somática,
se ven impulsadas hacia las ocupaciones varoniles, pero en lo que se refiere a
la “formación de partidos” o a su participación en “movimientos feministas
integrales -que dan lugar a ensayos
antinaturales, artificiosos, en el fondo mendaces-, su rechazo es contundente. Para Weininger, el movimiento
en su conjunto trataba más bien de la
emancipación de las prostitutas que de la emancipación de las mujeres, y su
resultado definitivo sería seguramente “una acentuación de la parte de
prostituta que se halla en toda mujer” (¡sic!) (SYC, 328-329).
Finalmente Freud (vid
supra) también compartía con los filósofos misóginos románticos la idea de que las mujeres emancipadas tenían
una sexualidad “anormal”; afirmaba que su desarrollo psicosexual se habría
detenido, que estaban celosas de los hombres y que –la envidia del pene así lo probaba- ansiaban sus atributos sexuales.
Establecía asimismo, una conexión entre lesbianismo y movimiento feminista y
calificaba como “viril” a toda mujer inteligente. (Cont.)
TOMÁS MORENO
[1] Para conocer el mundillo
literario y cortesano femenino de los salones de la Viena de la segunda
mitad del XIX y finisecular, a los que asistían la flor y nata de la alta
sociedad artística, científica, financiera y aristocrática imperial vid. María
José Villaverde, “La mujer en la Viena de 1900”, Miscelánea Vienesa,
Universidad de Extremadura, 1998.
[2] Con humorismo un tanto sarcástico Schopenhauer aduce como una de las ventajas (sic) de la poligamia el hecho
de que si bien liberaría al hombre de tener que relacionarse estrechamente con
una sola suegra como ocurre en la monogamia establecida, a cambio debería
hacerlo con “¡diez suegras en lugar de una!” (ATM, 93).
[5] Cita entre ellas a Safo, Catalina II, Cristina de Suecia, Laura
Bridgmann, George Sand. Para Weininger incluso aquellas de las que no tenemos
pruebas de que hayan tenido tendencias lesbianas pero que han destacado por su
talento fueron en parte homosexuales o en parte bisexuales. Una mujer bisexual:
tiene relaciones con mujeres masculinas o con hombres afeminados: ejm. Geoge Sand
y Musset (el lírico más femenino que la historia recuerda) y con Chopin (el
único músico afeminado). Victoria Colonna con Michelángelo; la escritora Daniel
Stern amante de Franz Liszt; señala la admiración de Luis II de Baviera por
Madame de Stäel, de Clara Schumann con el músico (cuyo rostro parecía el de una
mujer) (SYC, 77).
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