lunes, 17 de septiembre de 2018

El SILENCIO DE LAS MUJERES EN LA TRADICIÓN JUDEOCRISTIANA


Bajo el título, El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, traemos un nuevo post del profesor Tomás Moreno, para la sección Microensayos.



El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, Tomás Moreno



 El SILENCIO DE LAS MUJERES 

EN LA TRADICIÓN JUDEOCRISTIANA




El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, Tomás Moreno



Ésta obsesión patriarcal y androcéntrica por hacer callar a las mujeres no fue exclusiva de los griegos ni de otras áreas culturales más alejadas de nuestra traducción occidental (Islam, y Próximo y Extremo Oriente), también en el ámbito cultural semítico emerge con el nacimiento del judaísmo a la par que la ley judía de Moisés, la misma admonición contra las mujeres: Las mujeres deben permanecer calladas. “Miel destilan los labios de la mujer extraña y es su boca más suave que el aceite. Pero su fin es más amargo que el ajenjo, punzante como espada de dos filos”, leemos en Proverbios (5: 3-4); y en el Eclesiástico, refiriéndose también a la voz femenina, se dice: “La conversación con la mujer quema como el fuego” (9, 11, Vulgata).
El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, Tomás Moreno            Sin sufrir modificación alguna, volvió a resurgir como mandamiento cristiano, en el que San Pablo impone para la mujer el silencio en la asamblea, al exigir que todas las mujeres permanecieran en ella “calladas y sometidas”. En la Primera Epístola a 1os Corintios, San Pablo escribe: “Las mujeres en las iglesias callen, pues no les está permitido hablar; antes muestren sumisión, como también la ley lo dice” (1 Cor. XIV, 34-36). En la Primera Carta a Timoteo, el apóstol de los gentiles prohíbe a las mujeres tomar la palabra en las asambleas litúrgicas y enseñar en ellas y señala que deben permanecer “en silencio, con toda sumisión”: “No le consiento a la mujer que enseñe ni domine al hombre, sino que esté callada, porque primero crearon a Adán y después a Eva, y a Adán no le engañaron sino que la mujer se dejó engañar y cayó en pecado” (1 Timoteo 2, 11-15). Uno de los más influyentes Padres de la Iglesia del siglo II-III, Tertuliano, proscribe en De virginibus velandis (9), que la mujer hable en la Iglesia, y ordena que debe permanecer en silencio.
            El miedo a la voz femenina, a los peligros que podría comportar su escucha, era, para la mayoría de los eclesiásticos, predicadores y teólogos morales, algo habitualmente referido en los tratados morales del Medievo, y también en los del Renacimiento y del Barroco. Para el imaginario patriarcal medieval, la voz femenina constituía, en efecto, una de las características más nocivas de la mujer, que más atraía la atención de los hombres para hacerles caer en las redes del diablo y, en fin, uno de los lugares privilegiados en los que la lascivia femenina actuaba con segura eficacia seductora: su tono suave y tierno, su timbre sugestivo e insinuante eran una de las indiscutibles armas de su sexo, de la que los varones deberían cuidarse para no caer en sus redes. En consecuencia a las mujeres se les impuso también en toda esta época, como en el pasado, la “ley del silencio”.
            Eduardo Galeano en su inapreciable Espejos. Una historia casi universal[1], y bajo el epígrafe “Los santos retratan a las hijas de Eva” nos recuerda algunas admoniciones y sentencias absolutamente misóginas de los Padres de la Iglesia y de preclaros predicadores medievales relacionadas con el peligro que anidaba en la voz y en las palabras femeninas. San Juan Crisóstomo (“Cuando la primera mujer habló, provocó el pecado original”); San Ambrosio (“Si a la mujer se le permite hablar de nuevo, volverá a traer la ruina al hombre”); San Bernardo (“Las mujeres silban como serpientes”). Y en el epígrafe denominado “Prohibido cantar” recuerda que “desde el año 1234, la religión católica prohibió que las mujeres cantaran en las iglesias” porque “ensuciaban la música sagrada”.
El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, Tomás Moreno            La pena del silencio femenino rigió inmutable, durante siete siglos, hasta principios del XX en los lugares de culto. San Jerónimo por ello proponía que las mujeres cantasen los salmos en su casa, pues no era propio ni conveniente que lo hiciesen en la asamblea de los fieles. Una de las razones que da el Aquinate para que la mujer no hablase en público es que su mera presencia en la asamblea es ya una indecencia, pues despierta las pasiones de los presentes en ella[2]. De ahí la prohibición eclesiástica de 1234, a la que antes hemos aludido, que impedía a las mujeres cantar en las iglesias. No es de extrañar por tanto cómo en el Malleus Maleficarum (1486), sus autores Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger[3], nos advirtiesen  del peligro de la voz femenina: desgraciadamente para los hombres que no están en guardia –venían a decir los inquisidores dominicos-, la perversa criatura tiene dulce voz de sirena para atraerlos con su melodía y conducirlos a su propia ruina:

Abordemos otra de sus propiedades, la voz. Como es mentirosa por naturaleza, así también con su habla hiere a la vez que deleita. Por lo tanto su voz es como un canto de sirenas, que con sus dulces melodías atraen a los viajeros y los matan. Y los matan vaciándoles la bolsa, consumiéndoles las fuerzas y haciéndolos abandonar a Dios […] Véase Proverbios, 5:3-4: “Sus palabras son más suaves que el aceite, pero su fin es amargo como el ajenjo” (Malleus Maleficarum, I, q. 6)[4].

            Pero la enemiga de los hombres ante las cualidades persuasivas, hipnotizadoras y peligrosas de la voz femenina traspasaron los ámbitos y espacios clericales. También el jurista y teórico político francés, Jean Bodin, ilustre autor del tratado sobre Los Seis libros de la República, de 1576, incluirá en su famosísimo De la Demonomanía de las brujas (1580)  la charlatanería como uno de los siete defectos esenciales que impulsan a la mujer al mal y a la brujería, junto con su credulidad, curiosidad, impresionabilidad, maldad, espíritu vengativo y facilidad para la desesperación.

TOMÁS MORENO





[1] Eduardo Galeano, Espejos. Una historia casi universal siglo xxi, Siglo XXI, Madrid, 2008.
[2] Humberto de Romans (1194-1277) y Enrique de Gante (1217-1293), fundamentarán como Tomás de Aquino la prohibición de predicar en el templo en que su voz induce al placer en lugar de reprimirlo y contribuye a la inmoralidad en vez de combatirla, en un caso; y en el otro, por carecer de autoridad para flagelar con energía los vicios y mover a la práctica de la virtud. Al contrario, la mujer con su voz más que nada lo que hace es incitar a los hombres e incitarse a sí misma a la lujuria.
[3] Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus Maleficarum,  op. cit.
[4] Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus Maleficarum. El martillo de los brujos, op. cit p. 122.




El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, Tomás Moreno

1 comentario:

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