Bajo el título, El silencio de las mujeres en la tradición judeocristiana, traemos un nuevo post del profesor Tomás Moreno, para la sección Microensayos.
El SILENCIO DE LAS
MUJERES
EN LA TRADICIÓN JUDEOCRISTIANA
Ésta obsesión patriarcal
y androcéntrica por hacer callar a
las mujeres no fue exclusiva de los griegos ni de otras áreas culturales más
alejadas de nuestra traducción occidental (Islam, y Próximo y Extremo Oriente),
también en el ámbito cultural semítico emerge con el nacimiento del judaísmo a
la par que la ley judía de Moisés, la misma admonición contra las mujeres: Las mujeres deben permanecer calladas.
“Miel destilan los labios de la mujer extraña y es su boca más suave que el
aceite. Pero su fin es más amargo que el ajenjo, punzante como espada de dos
filos”, leemos en Proverbios (5:
3-4); y en el Eclesiástico,
refiriéndose también a la voz femenina, se dice: “La conversación con la mujer
quema como el fuego” (9, 11, Vulgata).
Sin
sufrir modificación alguna, volvió a resurgir como mandamiento cristiano, en el
que San Pablo impone para la mujer el silencio en la asamblea, al exigir que todas las mujeres permanecieran en ella “calladas y sometidas”. En la Primera Epístola a
1os Corintios, San Pablo escribe: “Las mujeres en las iglesias callen, pues no les
está permitido hablar; antes muestren sumisión, como también la ley lo dice” (1
Cor. XIV, 34-36). En la Primera
Carta a Timoteo, el apóstol de
los gentiles prohíbe a las mujeres tomar la palabra en las asambleas litúrgicas
y enseñar en ellas y señala que deben permanecer “en silencio, con toda
sumisión”: “No le consiento a la mujer que enseñe ni domine al hombre, sino que
esté callada, porque primero crearon a Adán y después a Eva, y a Adán no le
engañaron sino que la mujer se dejó engañar y cayó en pecado” (1 Timoteo 2, 11-15). Uno de los más
influyentes Padres de la Iglesia del siglo II-III, Tertuliano, proscribe en De virginibus velandis (9), que la mujer
hable en la Iglesia, y ordena que debe permanecer en silencio.
El
miedo a la voz femenina, a los peligros que podría comportar su
escucha, era, para la mayoría de los eclesiásticos, predicadores y teólogos
morales, algo habitualmente referido en los tratados morales del Medievo, y
también en los del Renacimiento y del Barroco. Para el
imaginario patriarcal medieval, la voz femenina constituía, en efecto, una de
las características más nocivas de la mujer, que más atraía la atención de los
hombres para hacerles caer en las redes del diablo y, en fin, uno de los lugares privilegiados en los que la lascivia femenina actuaba con segura
eficacia seductora: su tono suave y tierno, su timbre sugestivo e insinuante
eran una de las indiscutibles armas de su sexo, de la que los varones deberían
cuidarse para no caer en sus redes. En consecuencia a las mujeres se les impuso
también en toda esta época, como en el pasado, la “ley del silencio”.
Eduardo Galeano en su inapreciable Espejos. Una historia casi universal[1],
y bajo el epígrafe “Los santos retratan a
las hijas de Eva” nos recuerda algunas admoniciones y sentencias absolutamente
misóginas de los Padres de la Iglesia y de preclaros predicadores medievales
relacionadas con el peligro que anidaba en la voz y en las palabras femeninas. San Juan Crisóstomo (“Cuando la primera
mujer habló, provocó el pecado original”); San
Ambrosio (“Si a la mujer se le permite hablar de nuevo, volverá a traer la
ruina al hombre”); San Bernardo
(“Las mujeres silban como serpientes”). Y en el epígrafe denominado “Prohibido cantar” recuerda que “desde el
año 1234, la religión católica prohibió que las mujeres cantaran en las
iglesias” porque “ensuciaban la música sagrada”.
La pena del silencio femenino rigió
inmutable, durante siete siglos, hasta principios del XX en los lugares de
culto. San Jerónimo por ello
proponía que las mujeres cantasen los salmos en su casa, pues no era propio ni
conveniente que lo hiciesen en la asamblea de los fieles. Una de las razones
que da el Aquinate para que la mujer no hablase en público es que su mera
presencia en la asamblea es ya una indecencia, pues despierta las pasiones de
los presentes en ella[2].
De ahí la prohibición eclesiástica de 1234, a la que antes hemos aludido, que
impedía a las mujeres cantar en las iglesias. No es de extrañar por tanto cómo
en el Malleus Maleficarum (1486), sus
autores Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger[3],
nos advirtiesen del peligro de la voz
femenina: desgraciadamente para los hombres que no están en guardia –venían a
decir los inquisidores dominicos-, la perversa criatura tiene dulce voz de sirena para atraerlos con
su melodía y conducirlos a su propia ruina:
Abordemos
otra de sus propiedades, la voz. Como es mentirosa por naturaleza, así también
con su habla hiere a la vez que deleita. Por lo tanto su voz es como un canto
de sirenas, que con sus dulces melodías atraen a los viajeros y los matan. Y
los matan vaciándoles la bolsa, consumiéndoles las fuerzas y haciéndolos
abandonar a Dios […] Véase Proverbios, 5:3-4: “Sus palabras son más suaves que
el aceite, pero su fin es amargo como el ajenjo” (Malleus Maleficarum, I, q. 6)[4].
Pero la enemiga de los hombres ante las
cualidades persuasivas, hipnotizadoras y peligrosas de la voz femenina traspasaron los ámbitos y espacios clericales. También el jurista y teórico político francés, Jean Bodin, ilustre autor del tratado
sobre Los Seis libros de la República,
de 1576, incluirá en su famosísimo De la
Demonomanía de las brujas (1580) la charlatanería como uno de los siete
defectos esenciales que impulsan a la mujer al mal y a la brujería, junto con
su credulidad, curiosidad, impresionabilidad, maldad, espíritu vengativo y
facilidad para la desesperación.
TOMÁS MORENO
[2]
Humberto de Romans (1194-1277) y Enrique de Gante (1217-1293), fundamentarán
como Tomás de Aquino la prohibición de predicar en el templo en que su voz
induce al placer en lugar de reprimirlo y contribuye a la inmoralidad en vez de
combatirla, en un caso; y en el otro, por carecer de autoridad para flagelar
con energía los vicios y mover a la práctica de la virtud. Al contrario, la
mujer con su voz más que nada lo que hace es incitar a los hombres e incitarse
a sí misma a la lujuria.
[4]
Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus
Maleficarum. El martillo de los brujos, op. cit p. 122.
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