sábado, 1 de septiembre de 2018

LA REACCIÓN ANTIFEMINISTA FINISECULAR


Cerramos por el momento  el ciclo sobre la misoginia en la sección, Microensayos, del blog Ancile, con el trabajo que lleva por título, La reacción antifeminista finisecular, por el profesor y filósofo Tomás Moreno.


La reacción antifeminista finisecular, Tomás Moreno




LA REACCIÓN ANTIFEMINISTA FINISECULAR




La reacción antifeminista finisecular, Tomás Moreno



 La exacerbación antifeminista alcanzará su cenit en la época finisecular y en las primeras décadas del XX. Alicia H. Puleo nos recuerda cómo para  Bram Dijkstra  -en su documentado estudio sobre el arte de fin de siglo[1]- ese acoso contra la mujer se trató, en realidad, de una auténtica “guerra contra la mujer”, suscitada por la imposibilidad de que ésta se plegara completamente al ideal de “ángel del hogar” vigente  la primera mitad del XIX. Esas imágenes femeninas proliferantes en el arte finisecular  constituían no ya una fuente de excitación y placer masculinos “sino un  aviso de los peligros que, supuestamente, amenazaban al varón decimonónico occidental: ‘razas inferiores’, ‘clases inferiores’ y mujeres son percibidas como naturaleza primitiva, capaz de destruir la civilización”.
            Una particular aplicación de la teoría de la evolución al análisis de fenómenos tales como el colonialismo, el capitalismo, el patriarcado y el darwinismo social, contribuyó a una “amalgama en la que el oprimido –el negro, el proletario, la mujer- adquirió perfiles bestiales y demoníacos. Racismo, clasismo y sexismo coincidieron en la adjudicación de los mismos rasgos al individuo sometido
La reacción antifeminista finisecular, Tomás Moreno
: animalidad y sensualidad portadoras del caos”[2]. Para Bram Dijkstra, se trató de un claro mecanismo de dominación, que justificaba la discriminación y explotación practicada sobre ciertos grupos y canalizaba sobre fáciles chivos expiatorios la ansiedad y frustración generadas por las transformaciones capitalistas. La misoginia y el odio estarán así estrechamente unidos en este periodo que anuncia  el genocidio posterior[3].
            El factor que se revela como fundamental en este radical rechazo de la mujer y del movimiento emancipador feminista finisecular, es sin duda alguna el  desarrollo de los movimientos sufragistas femeninos –europeos, ingleses y estadounidenses- que exigían un cambio radical respecto a la cuestión de la mujer y el tema de la igualdad de los sexos, demandando con coraje y determinación el ingreso de la mujer en la ciudadanía mediante el sufragio, el reconocimiento de sus derechos ciudadanos y de su dignidad humana. Según Erika Bornay, entre los años 1850 y 1870 el movimiento feminista inglés fue el primero que apareció en Europa de manera organizada, coincidiendo con la gran depresión, organizó campañas para su emancipación. Se asoció así, negativamente, crisis y emancipación femenina. Fue a partir de estos años cuando la mujer consiguió acceder a la enseñanza superior: desde 1879 la mujer fue admitida en la Universidad de Londres, y consiguió acceder a cierto tipo de trabajos hasta entonces vedados a la mujer. En Francia, el feminismo organizado no surgió hasta la Tercera República, en 1870. Sólo en 1880 se conseguirá el derecho de las jóvenes a recibir estudios secundarios en los liceos y asistir a las conferencias de la Sorbona.
            Aparece así una nueva figura de mujer, la Mujer nueva[4] que representa una importantísima y casi inaudita, hasta ese momento, eclosión de la mujer en el mundo de la cultura y de la ciencia y que tanto significará en la emancipación femenina del siglo XX. Por otra parte, la mujer –sigue informándonos Erika Bornay en su excelente ensayo- va a ser la protagonista de las grandes novelas del XIX: Madame Bovary (Flaubert, 1857); Ana Karenina (Tolstoi, 1877); Nana, (Zola, 1880); Nora o Casa de Muñecas (Ibsen, 1880); La Regenta (Clarín, 1884)  Effi Briest (Fontane, 1893), etc.[5] La mayoría de estas obras gira en torno a mujeres burguesas que osan cometer adulterio (excepto Nora); con sus fuertes e irreprimibles pasiones, todas ellas transgredieron, pues, los códigos matrimoniales que se les imponían. El caso de la protagonista de Ibsen es paradigmático de la percepción burguesa y opresiva/represiva que sobre la mujer y su rol en la sociedad de la época se tenía. Resumamos, siguiendo la descripción de Bornay,  la peripecia de Nora, la protagonista de Casa de Muñecas de Ibsen, luchaba por emanciparse a través del trabajo remunerado a hurtadillas de Helmer, su marido. Este tiene otra imagen de su esposa, podríamos decir que una doble imagen desde la que o la  infantiliza, tratándola como a una niña –“mi niña”- o la naturaliza, con apelativos cariñosos -su “alondra”, su “ruiseñor”, su “estornino”- de gráciles e indefensos pajaritos.
La reacción antifeminista finisecular, Tomás Moreno            Erika Bornay nos describe así el desenlace del drama: “Nora finalmente, se rebelará, huirá de la ‘casa de muñecas’ e intentará encontrarse a sí misma. Su marido, tratando de retenerla le advierte recriminatoriamente: ‘Antes que nada eres esposa y madre’. A lo que Nora contesta: ‘No creo ya en eso. Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que tú… o, por lo menos, debo tratar de serlo’. Las palabras de Nora antes citadas revelan el alcance de su revuelta, una de las principales reivindicaciones de muchas de las mujeres de su época: que no querían seguir siendo niñas, menores ante la ley, personas no legales”. A medida que avanzaba el siglo XIX, más y más mujeres y esta vez en la realidad de sus vidas y no en las ficciones de los escritores “iban a rebelarse contra esta atmósfera enfermiza, opresiva; contra estas modas y cultos arbitrarios, contra el hastío, en fin, que sacudía a tantas de ellas”[6].
            Entre los que de manera más determinante y eficaz salieron en su defensa, hay que destacar a John Stuart Mill (1806-1873) y Harriet Taylor Mill, autores de La sujeción de la mujer (The subjection of the women) de 1869, libro que causó una enorme impresión en las mujeres cultas de todo el mundo y puede ser considerado como uno de los más grandes hitos en la defensa “racional” y filosófica de las mujeres y de la igualdad de los sexos. Su tesis nuclear contenía una denuncia que ha tardado milenios en asentarse y aceptarse, gracias, sobre todo, a la irrenunciable y persistente lucha secular de las mujeres por expresarla y darla a conocer: “Y es que el principio que regula las actuales relaciones sociales entre los sexos –la subordinación legal de un sexo al otro- es injusto en sí mismo y es actualmente uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad; y que debe reemplazarse por un principio de perfecta igualdad, sin admitir ningún poder o privilegio para un sexo ni ninguna incapacidad para el otro”[7].
               Recapitulando, desde Christine de Pizan hasta Simone de Beauvoir, desde Marie de Gournay hasta Germaine de Stäel, desde George Sand hasta Mary Wollstonecraft, se oyen sus voces que se amplifican hasta nuestro siglo. A lo largo de toda esa extensa historia de lucha por su emancipación y por su derecho a instruirse y expresarse “se observa un inmenso esfuerzo de autodidactismo femenino, realizado por todo tipo de canales: en los conventos, los castillos, las bibliotecas. Saber arrancado, a veces hurtado, en los manuscritos vueltos a copiar, en los márgenes de los diarios, en las novelas pedidas a préstamo a las salas de lectura y leídas ávidamente a la luz de la lámpara y en la calma del dormitorio.
            Esa “escuela del dormitorio” de la que habla Gabrielle Suchon, ese “cuarto propio” o habitación que Virginia Woolf considera una de las condiciones de su escritura. Y esto en todas las clases sociales, aunque fuesen las mujeres de la elite quienes “reivindicaron muy temprano el derecho a la instrucción”[8]. (Cont.)

TOMÁS MORENO



[1] Bram Dijkstra, Idolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, op. cit.
[2] Cf. Alicia H. Puleo, “Mujer, sexualidad y mal en la filosofía contemporánea”, op. cit. p.168-169.
[3] Ibid.
[4] Erika Bornay, Las hijas d Lilith, op. cit., capítulos VI  “La mujer nueva”  y VII  “Los fantasmas del miedo masculino a la mujer nueva”, pp. 80-89. Etiqueta que, en opinión de Erika Bornay, acogería  luchadoras políticas como Flora Tristán, Rosa Luxemburgo y Alexandra Kollontai; científicas, como la física polaca María Sklodowska (que pasará a la historia con el apellido de su marido Pierre Curie); pintoras, como Rosa Bonheur, Berthe Morisot y Mary Casta; intelectuales, como Lou Andréas-Salomé; escritoras, como Mary Ann Evans, aunque ocultara su sexo bajo nombre masculino (George Elliot). Para el conocimiento de la mujer europea  finisecular, véase María José Villaverde “La mujer en la Viena de 1900”, Miscelánea Vienesa, Universidad de Extremadura, 1998.
[5] Ibid. p. 81.
[6]  Ibid., 75-76.
[7] John Stuart Mill y Harriet Taylor Mill, La sujeción de la mujer, en Ensayos sobre la igualdad sexual. Ed. Península, Barcelona, 1973, p. 155.
[8] M. Perrot, Mi historia de las mujeres, op. cit., p. 122. Para la larga lucha de las mujeres por lograr su plena instrucción: la escolarización de las niñas desde el siglo XVIII y el acceso a los estudios superiores de las jóvenes (licenciaturas y doctorados universitarios) a lo largo de los siglos XIX y XX en Inglaterra, Alemania, Francia, Noruega, Finlandia y España, vid. Pilar Ballarin, Margarita M. Birriel y Teresa Ortiz, Las mujeres y la historia de Europa, Xantippa, http: // hesinki.fi / science / Xantipa / wes / wes 21. Html, Universidad de Granada, Agosto de 2010, p. 29-30;  Carmen Rubalcaba Pérez, “Historia de la educación de las mujeres: primera aproximación”, Edades, Revista de Historia, 6, 1999.



La reacción antifeminista finisecular, Tomás Moreno

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