martes, 11 de septiembre de 2018

LAS MUJERES EXCLUIDAS DE LA PALABRA


Para la sección, Microensayos del blog Ancile, traemos una nueva entrada del profesor Tomás Moreno, esta vez con la denuncia de la exclusión histórica de la mujer en el ámbito de la palabra. Lleva por título esta nueva entrada: Las mujeres excluidas de la palabra.


 Las mujeres excluidas de la palabra. Tomás Moreno




LAS MUJERES EXCLUIDAS DE LA PALABRA




 Las mujeres excluidas de la palabra. Tomás Moreno




Su exclusión de la educación, del saber y del conocimiento comportó para las mujeres, lógicamente, la pérdida de la palabra, su condena al silencio y a la preterición social, así como la ignorancia y  la infantilización de por vida, llegando incluso a ser ridiculizadas, con el apelativo de preciosas ridículas, o de mujeres sabias, cuando reivindicaban su derecho a utilizarla como los hombres varones. En efecto, durante milenios la mujer se ha visto privada de la palabra, lo más propio del ser humano, si atendemos a la clásica definición del hombre de Aristóteles “animal que tiene logos” (zoon logon ejon), porque, en efecto, la palabra (logos) es exclusivamente humana, es lo que nos diferencia de los restantes animales. En este sentido, nos recuerda María Ángeles Durán, cómo en la Política, Aristóteles ponía la palabra en los fundamentos mismos de la ciudad (polis), porque como nos enseñaba el filósofo “la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, el sentido del bien y del mal” [1].
            La palabra –añadía la socióloga española, en su comentario al texto del Estagirita-, permite la ciudad, porque sin ella no podría expresarse la Justicia, que es el orden de la comunidad civil. Por
 Las mujeres excluidas de la palabra. Tomás Moreno
eso, cuando Aristóteles dice que el esclavo carece en absoluto de facultad deliberativa y que la hembra la tiene, pero desprovista de autoridad, “está privando a ambos del acceso a la palabra; a los esclavos, plenamente; a las mujeres, de modo parcial, porque ¿de qué sirve deliberar sobre lo justo e injusto, lo conveniente y dañosos, si luego ha de guardarse silencio sobre las conclusiones?”. Y continúa nuestra ilustre profesora: “Desafortunadamente, el robo de la palabra ha caracterizado la vida de las mujeres durante siglos, tal vez milenios. Ante la ausencia de la palabra pública, la voz se aniña y enreda en expresiones inmediatas. Reclama Aristóteles para las mujeres ‘el ornato del silencio’. El silencio del discernimiento sobre el bien y el mal, sobre la organización de la justicia, sobre los asuntos de Dios y de los hombres”[2].
            En efecto, la prescripción del silencio femenino en las diferentes culturas es algo conocido por todos: la Antropología cultural nos ha informado suficientemente del interdicto contra el uso público de la palabra por parte de las mujeres en la mayoría de las culturas conocidas. En el propio rostro, la mujer escondía una de sus armas más potentes y traicioneras: la lengua. Un proverbio que se encuentra en muchas lenguas sugiere tímidamente que “la única esposa buena es la que calla”, y entre los griegos de Asia Menor, por ejemplo, durante muchos siglos se creyó que si una mujer “tenía lengua” frustraba sus posibilidades de encontrar marido. Entre las tribus de Mongolia, estuvo prohibido durante más de mil años que las mujeres pronunciaran una extensa gama de palabras que sólo los hombres estaban autorizados a utilizar. Un poco más hacia el oeste, bajo el dominio del Islam, el peor vicio que una esposa podía tener era el de “shaddaka”, “hablar mucho”. Pero el silencio de la mujer como condición previa de su sometimiento no sólo se reducía al Próximo Oriente y al Oriente Medio. En las enseñanzas japonesas de la religión Shinto, la mujer fue la primera en hablar en los albores del mundo y como resultado, el hijo que tuvo fue un monstruo. El primer hombre, su compañero, entendió esto como un mensaje de los dioses, según el cual los hombres eran los que debían hablar y así ha sido desde entonces.    
   
 Las mujeres excluidas de la palabra. Tomás Moreno
         Si nos limitamos al ámbito originario de nuestra cultura occidental, a la cultura y  filosofía griegas, uno de sus representantes más ilustres, Aristóteles, consideraba que a la mujer, tal como dijera Sófocles, le conviene ante todo el silencio, es decir, la renuncia a la utilización del “logos”, de aquel lenguaje-razón que en su boca se convierte en una insoportable caricatura: la mujer parecería una cotorra si hablase como el hombre de bien (Pol., 1277, b, 20 y ss.)[3]. La capacidad maléfica, embaucadora e hipnótica de la voz femenina ya sea en el altar o en los espacios públicos se puso de manifiesto en el famoso episodio homérico del canto de las sirenas de La Odisea (canto XII).
                Y es que, como nos ha mostrado Cristina Molina Petit, la historia del discurso filosófico occidental ha llegado a ser valorada como una historia del discurso patriarcal amalgamado por la misoginia, con lo cual “dicho discurso ha sido protagonizado por la autodesignación del varón como único portador y decodificador de la palabra”[4]. Claudio Arturo Díaz-Redondo, comentando esa afirmación señala atinadamente que “debido precisamente a esta apropiación fáctica del logos puede denominarse, en sentido histórico, al logocentrismo como androcentrismo” y que, “como muy bien conoce la sabiduría popular, quien posee ‘la última palabra’ es el amo, el dominus[5]. G. Lloyd  corrobora  todo lo anteriormente expuesto al respecto, afirmando que el logos occidental ha intentado castrar la subjetividad femenina en la historia, del mismo modo que los hombres de Bangla Desh intentan castrar la psique femenina -convertir a las mujeres en un monstruo- volcando ácido en el rostro de aquéllas que les han rechazado. El ácido contra las mujeres del pensamiento occidental se llama misoginia[6].

TOMÁS MORENO





[1] María Ángeles Durán, Si Aristóteles levantara la cabeza, Ediciones Cátedra, Universitat de Valencia, Instituto de la Mujer, Madrid, 2000, pp. 31-32.
[2] Ibid.
[3] Aristóteles, Política,  op. cit.
[4] C. Molina Petit, Dialéctica feminista de la Ilustración, Anthropos, 1994, p. 168.
[5] De “Hombres sin cabeza: aversión misógina y subversión femenina”, Claudio Arturo Díaz-Redondo, pp. 29-33 (en M. Dolores Ramos, M. Teresa Vera (Coords): Discursos, realidades, utopías. La construcción del sujeto en los siglos XIX y XX, Anthropos, Barcelona, 2002).
[6] The Man of Reason: “Male” and “Female” in Western Philosophy, Londres, Methuen, 1984. Podríamos preguntar con G. Lloyd a las desfiguradas de Bangla Desh si el ácido ha sido una anécdota en sus vidas. Inquiérase una/o mismo/a si la desfiguración de las mujeres por el pensamiento misógino constituye una anécdota o chascarrillo, o bien la punta del iceberg de un logos patógeno.





 Las mujeres excluidas de la palabra. Tomás Moreno

1 comentario:

  1. Luis Manteiga Pousa15 de marzo de 2023, 18:20

    Ciertamente, en el mundo de Aristóteles María Angeles Durán no podría haber llegado a donde llegó. Afortunadamente, y no sin mucho esfuerzo, las cosas han mejorado mucho. Si Aristóteles, Platón, Kant, Hegel...volviesen a esta vida tendrían bastante que adaptarse a estos tiempos. Con sus multiples defectos pero el mundo ha mejorado mucho desde sus épocas, también gracias a ellos, y siendo como fueron unos genios algunas de sus ideas han quedado desfasadas.

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