Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, traemos la entrada que lleva por título: Los socialistas utópicos: ¿acaso son la verdad de mañana?, escrito para la ocasión por el profesor y filósofo Tomás Moreno.
LOS SOCIALISTAS
UTÓPICOS:
¿ACASO SON LA VERDAD DE MAÑANA?
En el capítulo final de su obra sobre Los Socialismos utópicos, Dominique Desanti pone de manifiesto
las evidentes diferencias que podemos percibir en los distintos modelos
sociales premarxistas, calificados de utópicos, así como en sus creadores: “Al
leer sus obras y penetrar sus vidas, nada parece unir al aventurero Saint-Simon
con el delirio doméstico y metódico de Fourier, o al materialista Babeuf y a su
discípulo Cabet, creador de un “nuevo cristianismo2. Sin embargo, entre Babeuf
y Cabet, comunistas y Owen reformador y devoto de las finanzas y Fourier, el
bucólico enemigo de las ciudades, son más fuertes los rasgos comunes que las diferencias”[1].
Hijos de la
Revolución francesa, de ella extrajeron sus valores más importantes. En efecto,
todos los socialistas utópicos participaron, en fin, del mismo legado; sus fuentes o antecedentes fueron los mismos:
Tomás Moro, Tommaso Campanella, el Código
de la Naturaleza de Morelly, Rousseau, los ideólogos de la Revolución
francesa (Robespierre), Babeuf, Buanoarroti etc. Una concepción optimista de la
historia fundamentada en la idea ilustrada del progreso de las sociedades de
Condorcet, la del Hombre Nuevo
forjado por la educación así como la fe en que la Edad de Oro no se encuentra
en el pasado sino en el porvenir, como llegó a vislumbrar o profetizar
Saint-Simon.
El segundo de los
rasgos comunes a destacar, es la valoración
del trabajo como rechazo de la ociosidad nobiliaria, una idea nueva en
Europa. Antes de 1789, en efecto, el estamento nobiliario no trabajaba, sus
títulos, privilegios y tierras/posesiones les eximían de la penosa carga de
trabajar para sobrevivir. Los “socialistas utópicos” lo revalorizaron sin
excepción. Rechazaron el trabajo forzado que encadenaba al obrero –hombre,
mujer o niño- a la fábrica de 12 a 18 horas diarias. Junto al trabajo digno,
reivindicaron el descanso institucionalizado, el tiempo libre, la humanización
de las condiciones laborales –todas ellas calificadas de imposibles de
satisfacer, de pretensiones ilusorias e irrealizables, hoy día aceptadas en
todos los países industriales y democráticos. Fourier consideraba que las ocupaciones de los serían atribuidas según las pasiones
(aspiraciones, aptitudes, gustos y variarían según el día y la hora para
impedir rutinas y mantener el impulso. Cabet,
por su parte, encabezaba la divisa de su “Viaje
a Icaria” con estas palabras: “Primer derecho: vivir- Primer deber:
trabajar- A cada uno según sus necesidades- De cada uno según sus fuerzas-
Felicidad común”. La idea del trabajo limitado en el tiempo, del ocio
enriquecido por las distracciones, de los “goces en común” fourieranos, el
final de la célula familiar cerrada, una sociedad en la que cada uno sería el
hermano del prójimo, en la que cada uno se vería afectado por el otro, es común
a los socialistas utópicos[2].
El rechazo de la violencia y de la guerra de clases, fue común a la mayoría de
ellos. Ni racistas, ni sexistas o clasistas. El respeto a la diversidad de los
seres y un pacifismo sinceramente profesado eran teóricamente, al menos,
garantía de un régimen de vida apacible y respetuoso con los demás. Ninguno, ni
siquiera el mismo Fourier, repudió la civilización, ni anheló retornar a un
modo de vida “salvaje feliz”, al modo rousseauniano.” Las adquisiciones
técnicas debían servir para los goces en común y la ciencia para liberar a los
hombres de los trabajos difíciles”[3].
En lo que respecta a las costumbres sexuales, no cabe duda de
que Fourier fue el precursor de la libertad sexual, impulsando sin
restricciones todo tipo de uniones sexuales, juegos orgiásticos de grupo,
aceptando desde las denominadas en su
tiempo perversiones hasta el amor
moral o platónico (“celadonismo”) entre hombre y mujer. Como nos recuerda Le
Bras, Fourier con su dura crítica
del matrimonio y su apelación al libre desarrollo de las “pasiones”, abrió el
camino a la revolución sexual y al feminismo. Saint-Simon y sus discípulos
también se caracterizaron por revalorizar a la mujer y su papel en la sociedad:
el Nuevo
Mundo societario futuro (profetizaba el Padre de la Iglesia
sansimoniana, Enfantin) deberá ser gobernado por una Pareja, El Padre y la
Madre. Prosper Enfantin buscará a “la Madre” hasta en Egipto. Augusto Comte, discípulo
predilecto y también sucesor y seguidor del Conde, preconizó el culto a “la virgen- madre” (que llegaría a encarnar su amante, Clotilde de Vaux).
Icarianos y armonianos, por su parte, se quejaban del sexismo inconsciente por
parte de la mentalidad de los varones de su tiempo.
Otros
socialistas adoptaron, sin embargo, una actitud mucho más moderada, al respecto:
conservaron la familia monógama y admitieron el divorcio sólo en casos
excepcionales. “Proclamaban la igualdad del hombre y de la mujer en el hogar y
su derecho al trabajo, pero con matices de importancia: Cabet, por ejemplo, pensaba que la opinión del marido debía ser
preponderante y que la mujer debía consagrarse a las carreras médico-sociales;
los socialistas eran aún más reservados en cuanto a los derechos políticos de
la mujer: se opusieron vivamente en la Asamblea cuando en 1851 Pierre Leroux reclamó para las mujeres un derecho de voto solamente municipal; incluso las mismas mujeres,
encabezadas por la escritora George Sand,
pensaban que no debían ejercer derechos políticos, con la excepción de una
pequeña minoría que sí los reclamaba (Flora
Tristán, Jeanne Deroin o Pauline Roland). Sucumbiendo a la mitología de la época que exaltaba en la mujer el ser todo
“sentimiento”, los socialistas terminaron por temer incluso a esta
sensibilidad, desempeñando una especie de tutoría o tutelaje paternalista sobre
las mujeres”[4].
Finalmente,
y este tal vez sea, en opinión de D.
Desanti, el rasgo fundamental de estos pensadores socialistas premarxistas,
es que todos ellos eran “históricamente optimistas” y “creyeron
que el trabajo libre y aceptado alegremente, la educación, la atención no
represiva en el niño y el respeto sin condescendencia a la mujer engendrarían
una humanidad mejor”. La fuerza del ejemplo podría cambiar las sociedades.
Estableciendo y constituyendo “comunidades ejemplares” podría “evitarse el
sacrificio de una o varias generaciones en revoluciones violentas”. Todos, sin
distinción de razas, sexo o edad, origen de clase, tenían derecho al goce común
creado por su trabajo y su solidaridad[5].
Antes
de la Caída del Muro, al final de los años 80 del pasado siglo, nadie se
atrevía a cuestionar las tesis revolucionarias y salvacionistas del comunismo
marxista, apostando por los desvaríos del “socialismo utópico”. “Querer cambiar
la vida de acuerdo con las recetas de Marx y Engels es una lucha
revolucionaria. Querer cambiar la vida según Fourier, Saint-Simon, Cabet o
Robert Owen es una chifladura”. ¿Cómo es posible y por qué en el primer tercio
del siglo XXI, “las minorías, hippies o cristianas, revolucionarias o
pacifistas, vuelven a creer en ellas?”, se pregunta con toda razón Dominique
Desanti. La historiadora francesa termina su libro con estas certeras y
suscribibles palabras: “Actualmente algunos de los elementos de su proyecto:
derecho al ocio, derechos de la mujer, reglamentación del trabajo, psicología
del niño, revolución en la educación y en la sexualidad, ya son leyes y
realidades. Pero ha llegado ya el momento de examinar a la Utopía en su
conjunto para saber si no será la verdad de mañana”[6].
TOMÁS MORENO
[1] D.
Desanti, Los Socialistas utópicos,
op. cit., p. 409.
[2] Ibid., pp, 410-411.
[3] Ibid., p. 412.
[4] Ibid., p. 412 -413 y Armelle Le Bras, en
O.P. Ory, NHIP, op. cit., p. 159
[5] Ibid, p. 413.
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