Para la sección Pensamiento del blog Ancile, traemos una nueva entrada abundando sobre las condiciones putrefactas en las que se suele amparar el individuo que quiere ostentar el poder, así bajo el título: Una reflexión sobre el constante infundio del farsante que el poder ostenta.
UNA REFLEXIÓN SOBRE EL CONSTANTE INFUNDIO
DEL FARSANTE QUE EL PODER OSTENTA
Lo dijo, o mejor, predijo para las
más tristes y trágicas jornadas el más insigne poeta. Tiempo ha, sí, pero, por
la grande actualidad de sus juicios ya amparados por la calamidad de sus
acciones, bien puede, adoptarse (y adaptarse) para las ignominias que rigen en
los putrefactos corazones de los poderosos de nuestro tiempo. Con enorme
infatuación y falsaria compostura engañan sin pudor faltando todo el preciso y
cabal respeto al ciudadano que desgobiernan. Así decía el prodigioso poeta denunciando
la falsedad de su impostura aquello de: ¡Cómo
la cortesía hace desear que se oculte el delito![1]
Qué
cierto es que cuando se es un inflexible e incorregible hipócrita, el que emite
juicios (y actúa en ¿virtud? de ellos), no hay nada en sus palabras (y en sus
actos) sino la interesada apariencia. Sin entidad moral y nulo decoro son lo
suficientemente depravados para ignorar su falsa, inútil y dañina comparecencia
en este mundo, cuyo peso en pundonor equivale igualmente al del humo incapaz de
sostenerse en un mismo sitio, si en realidad está sujeto al albur nefando del
viento azaroso que sople a la conveniencia de su putrefacto interés.
Es
claro que aquél que no enrojece de pudor al cometer de palabra y obra los actos
más execrables sin vergüenza, advierte al prudente de sus nulos escrúpulos, y
la necesidad imperiosa y no menos evidente de mantener distancia, y aún
circunspección muy meditada para la defensa de la integridad propia. Es algo
extraordinario que estas conductas (acaso psicopáticas) se hayan visto
reflejadas con extraordinaria perspicacia desde antiguo, los clásicos
grecorromanos dan buen testimonio de todo ello, y la excelencia genial de
Shakespeare, especialmente para esta suerte de tiranos y tiranías.
No
obstante, la nulidad, ineptitud, incompetencia y profunda ignorancia dan
muestra de la muy baja estofa de algunos de los que ocupan distinción mediante
el poder en nuestros días, pues, no hacen sino mover a la hilaridad inevitable con
sus comportamientos ridículos, mezquinos y estrafalarios, tan distantes a la
calculada maldad y a la inteligente perversión de sus maneras y ademanes, así
por el estudiado conocimiento del sentir, alienado o negligente, de la estirpe
del hombre desgobernado, así, descollan los tiranos literarios del psicólogo
artista aventajado de antaño. Hoy día todo es una suerte de despropósitos
imbéciles alentados por la necedad de una ambición sin inteligencia, anclada en
una pretensión fatua tan infinita como la estupidez en donde arraiga, que no es
otra que en la vanidad vacua del hombre ridículo con ínfulas grotescas y sin
término, que no hacen sino bosquejar la caricatura de un idiota sin escrúpulos.
Ciertamente
no merecerían dos minutos de la vida de cualquier persona sensata la dedicación
a reseñar o hacer inventario de personajes tan ineptos si no fuera por el
peligro que suponen para la estabilidad social en la que tan nefanda y
funestamente influyen, y cómo envilecen las consciencias individuales. Que una
falsedad lleva a otra falsedad es una evidencia, y que casi siempre aquellas son
parientes de los peores delitos, es una convicción que arraiga en los hechos
más ignominiosos que nos ha mostrado la historia sin reserva, y todo para la contemplación
de toda suerte de oprobios a la dignidad de la persona.
Pero
también es cierto que abusan del que tiene el poder quienes le adulan, y por
eso son merecedores, desde la putrefacción de sus acciones, de cualquiera clase
de desgracia; ya lo decía el poeta: Cuando
el signior Zalamero… proclama la paz, os adula,(y) declara la guerra a vuestra
vida[2]. No
obstante, el tirano, en la abyección e iniquidad de aquellos que le lisonjean,
se sostiene. En cualquier caso, y por todo lo antecedido, es bien sabido que
hay que temer el momento en que los tiranos parecen querer besarnos, por eso
los temores hacia el déspota nunca decrecen, sino que se acrecienta al pasar el
tiempo, y es que para el opresor todo hombre es un villano que está obligado a
ser tal por la escritura no firmada de un inexistente juramento.
Nada
hay que narrar ante semejante estampa. Aún la imaginación más pobre puede
figurarse el teatro de este mundo, sobre cuyo proscenio, mentido por los
farsantes actores, aparece el tirano en su mendaz papel de hombre honrado.
Francisco Acuyo
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