Ofrecemos en la sección de narrativa de nuestro blog Ancile, un nuevo relato de Pastor J. Aguiar, quien ha tenido a bien regalarnos con otra de sus espléndidas narraciones para deleite de nuestros habituales. En esta ocasión con el relato inédito para la ocasión titulado El puente de Jacán. Le recuerdo que recientemente ha visto la luz su libro "Cuentos, en la editorial Pelícano de Miami. En esta publicación podrán encontrar lectura de alta calidad y de muy grato entretenimiento, por lo que nuevamente recomiendo su adquisición.
EL PUENTE DE JACÁN
Era la mañana cargada de olores. Un vendaval de
grillos mantenía al aire vibrando, y el sudor se empozaba en el alma desde
antes de salir el sol.
A tal hora, Pepín se espantaba los
entumecimientos de la noche. Hinchado a más no poder, el campo de pangola, que
iba creciendo desde la ventana de la cocina hasta los primeros rayos, le
pareció un espejismo hasta que vio abrirse paso el polvo azorado de la
guardarraya, y a poco, el jeep del Moro descabezando terrones y dando saltos
sobre ellos como un sapo viejo.
Ya en camino, Pepín recordaba a su padre como
una lluvia fresca y se arrellanaba un poco más. Iba riéndose solo.
El Moro, cuando manejaba, no sabía hacer otra
cosa. Su perfil cincelado contra el azul de afuera, subía y bajaba con los
tirones.
Si la vieja no hubiera tenido que ir a operarse
a la Habana con el puerco de diciembre como paga, Pepín no hubiera estado ahora
con todas las truchas en la imaginación, como si las tocara.
De pronto el Moro se cagó en su madre y saltó
al suelo dando patadas.
_ ¡Carajo, por apurarme!_
_ ¡Qué apuro, si vamos a catorce!_
_Venía cogiendo la loma. Ésa no es velocidad
para esta mierda.
Pepín sintió todo perdido. Aquella “cafetera”
se estremecía con el motor apagado, como si fuera a huir mundo arriba
desvistiéndose de todos los hierros. De no haber sido por el tractor de
Bernardo, que los pasó de la loma, hubieran muerto de puro desespero.
Eran las diez.
Las truchas estarían despiertas, resbalando por
un agua descansada y levantando piedras para comerse todas las cosas vivas de
la laguna.
El jolgorio de los sinsontes les embobecían los
oídos. Los pitirres espantaban unas tiñosas que les doblaban el tamaño; y para colmo los sabaneros, como si fueran a
dejarse atrapar con la mano, hasta que
echaban a correr para levantar un vuelo que a Pepín le daba lástima.
Los ojos nudosos del Moro se agarraron cien
varas por delante de los almácigos para impulsar al jeep. A cada rato metía
unos ronquidos que lo levantaban en peso.
_ ¡Este catarro!_
Pepín se puso a revolver las lombrices. Una de
ellas alcanzó el borde de la lata y saltó al rollo de polvo que huía hacia
atrás. Cualquiera, a trote corto, los hubiera adelantado fácilmente.
_ ¡Cuidado, que viene el puente!_
Ahora se fueron contra el parabrisas para ver
los tablones renegridos y separados unos de otros, con huecos llenos de
yerbajos espinosos que no dejaban ver el agua. Al lado de allá dejarían el
camino y saltando sobre los terrones, atravesarían el potrero de Ambrosio Mental, para alcanzar
la laguna y arrancarle el peje muerto de hambre.
Las gomas delanteras astillaron un tablón y Pepín se sujetó de la puerta.
El Moro aceleró como nunca para salvar los
lomos de madera de una vez; pero algo pasó en el corazón podrido del puente y
lo primero que oyeron fue un rajarse de leñas como en estampida, y vieron, a
través del parabrisas, un bando de codornices que salían a más no poder, hacia
donde se calentaba la Luna Nueva.
Todo fue sustituido por un vacío en los pechos,
parecido al miedo.
El agua partió los cristales y les llenó la
boca.
Pepín se salió por la ventanilla. Los
guajacones le escarbaban los oídos buscando lombrices. Forcejeó contra las
raíces del fondo y las uñas de gato le arrancaron la carne.
Abrió los ojos y vio menos.
No le quedaba otra cosa que morir, y a su edad
ese pensamiento nunca llega. Fue arrastrado por la corriente hacia delante y
arriba, como si fuera a llegar al cielo por dentro del líquido. Tuvo ganas de
respirar y se tragó los renacuajos sin poder toser.
Casi imperceptiblemente fue aliviándose.
Resbalaba suavemente por las cosas, y el hueco
del pecho se le llenó de vuelos de pájaros. Ahora no supo qué hacer, tenía
deseos de reír sin precisar de qué.
Y hasta de ello se fue olvidando. Sintió sueño.
Iba a quedarse dormido.
Y pensar que el Moro ya estaría echando los
primeros anzuelos.
Muchas gracias, querido amigo. Uno de los cuentos que más me cautiva. Lo compartiré en mis grupos.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Jeniffer Moore
Gracias, amigo. Acá leo estos pequeños universos que son carne de mis memorias, y dado el prestigio y la elegancia de tu página, me parece que ganan un vuelo de casi ajenidad, y me entusiasmo y hasta llego a creerme que soy capaz de comunicar al menos la puntita del iceberg que uno lleva atascado en la pripia existencia. Un gran abrazo, siempre.
ResponderEliminarExcelente relato, felicitaciones a Pastor por escribirlo, y a ustedes por publicarlo y compartirlo. Saludos desde Venezuela.
ResponderEliminarUn cuento maravilloso, que nos atrapa con sus imágenes, sonidos, colores, como todos los relatos de Pastor. Felicitaciones!! y gracias apreciado Francisco por compartirlo.
ResponderEliminarGracias, mi querido amigo, por traer de nuevo este cuento que me hace revivir memorias y sueños. Un grande abrazo.
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