viernes, 5 de octubre de 2012

DE PANDORA A LA FEMME FATALE (Y IV), POR EL PROFESOR TOMÁS MORENO


Concluimos la serie de entradas en el blog Ancile, en la sección de Microensayos, titulada  De Pandora a la Femme Fatale, en su cuarta y definitiva entrega, elaborada, como el resto ya publicado, por el profesor Tomás Moreno. Colección de trabajos de ineludible referencia para entender la situación de la mujer en la actualidad y de las referencias culturales que han ofrecido de aquella, en no pocas ocasiones, una imagen interesadamente distorsionada.


De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile



DE PANDORA A LA FEMME FATALE (Y IV)


De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile



Tipologías de los Mitos sobre la mujer
Es un hecho cultural constatable -lo hemos visto en el anterior epígrafe- que secularmente el hombre ha inventado dos tipos de estereotipos o mitos arquetípicos sobre la mujer: mitos y estereotipos exaltadores, idealizadores, sacralizadores y glorificadores de la mujer y, en oposición a ellos, mitos y estereotipos denigratorios de la misma: mitos de autodepreciación, con imágenes aterradoras de lo femenino (las de la feminidad “terrible”), mitos de sumisión y subordinación femenina, tan estigmatizadores y lesivos para su dignidad los unos como los otros. En un caso explícitamente, en el otro enmascarada u ocultamente. Ambos responden a la misma función y objetivo  y cumplen con semejante eficacia como elementos de apoyo del sistema patriarcal y como medios de perpetuación de la sumisión de la mujer.
De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile
Gilles Lipovetsky
            En lo que se refiere a la manera en que se han construido estos mitos, modelos y estereotipos de mujer en los distintos ciclos históricos (incluyendo en ellos tanto la imagen y la identidad femenina, como los roles asignados en la división social y las relaciones entre los sexos) el libro de Gilles Lipovetsky, La tercera mujer, es de singular relevancia[1]. Alude Lipovetsky en él, a tres figuras de mujer, o modelos históricos, en los que -con todas las diferencias y variaciones respecto al reparto de funciones y la posición social entre los sexos- han regido dos principios básicos: el principio de la diferenciación y el principio del dominio social del hombre sobre la mujer. Estos modelos habrían sido tres: 1º) la primera mujer o la Mujer depreciada; 2º) la segunda mujer o la Mujer exaltada y 3º) la tercera mujer o la Mujer indeterminada.
            1) La primera mujer es una figura cultural que se remonta a un “tiempo inmemorial” y es conceptualizada en los mitos y discursos ad hoc como inferior naturalmente al sexo masculino. Lipovetsky recuerda que en este primer modelo al hombre se le atribuyen siempre valores positivos y a la mujer negativos, que la supremacía del sexo masculino sobre el femenino se ejerce en todas partes y que, en fin, los intercambios matrimoniales, las tareas socialmente valoradas, las actividades nobles (de la guerra,  de la política o de la religión) se hallan en manos de los hombres.
De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile
            En efecto: cuando las mujeres participan en este tipo de actividades, suele ser en calidad de agentes de segunda fila. Una sola función escaparía a esta desvalorización sistemática de lo femenino: la maternidad. Mas no por ello la mujer deja de ser una “otra” inferior y subordinada, y sólo la descendencia que engendra tiene valor. Por lo demás, los ritos  evocadores de la función procreadora de las mujeres no desmienten en modo alguno la idea de que la madre, por ejemplo en Grecia, no es otra cosa que la nodriza de un germen depositado en su seno y de que el verdadero agente que trae una vida al mundo es el hombre. “Exaltación de la superioridad viril, exclusión de las mujeres de las esferas prestigiosas, interiorización de la mujer, asimilación del segundo sexo al mal y al desorden […] la ley más general de las sociedades compone, a lo largo del hilo conductor de la historia, el dominio social, político y simbólico del varón”, concluye el sociólogo francés[2].
            Eso no significa que las mujeres carezcan de un cierto poder real y simbólico, puntualiza Lipovetsky. Pero, ciertamente, no poseen, desde luego, ni el poder político, ni el militar, ni mucho menos el sacerdotal, esto es: los poderes o funciones (roles) sociales capaces de procurar el más alto reconocimiento social y la fuente de gloria y renombre:
Despreciadas o desvalorizadas, apartadas de las funciones nobles, no por ello las mujeres ostentan en menor grado temibles poderes. Desde los mitos salvajes al relato del Génesis, domina la temática de la mujer como potencia misteriosa y maléfica. Elemento oscuro y diabólico, ser que se vale de encantos y ardides, la mujer se asocia con las potencias del mal y del caos, con los actos de magia y de hechicería, con las fuerzas que agreden el orden social, que precipitan la putrefacción de las reservas y los productos alimentarios, que amenazan la economía doméstica. No cabe duda de que el principio de autoridad y la superioridad masculinas jamás se pone en entredicho[3].     
            Cuando los hombres se expresan en relación a las mujeres, suele ser para satirizar y estigmatizar sus vicios “como ser engañoso y licencioso, inconstante e ignorante, envidioso y peligroso”. Tal es el modelo de la “primera mujer”. Y tal estado de cosas habrá de prolongarse durante la mayor parte de la historia de la humanidad, llegando, de hecho, en algunos repliegues de nuestra sociedad hasta los albores del XIX e, icluso, a nuestro parecer, hasta bien entrado el XX.          
            2) La segunda Mujer o la mujer exaltada aparece como nuevo modelo de mujer respecto del cual, lejos de entonar la eterna cantinela de las invectivas dirigidas a las mujeres, se ponen por las nubes su papel y sus poderes. A partir del siglo XII, el código cortés desarrolló el culto a la Dama amada y a sus perfecciones[4]; en los siglos XV y XVI la Bella alcanza el apogeo de su gloria; entre los siglos XVI y XVIII se multiplican los discursos de los “partidarios de las mujeres”, que alaban sus méritos y virtudes y hacen el panegírico de las mujeres ilustres; con la llegada de la Ilustración, se admiran los efectos beneficiosos de la mujer sobre las costumbres, la cortesía, el arte de vivir; en el XIX, se sacraliza a la esposa-madre-educadora, al ángel del hogar. La mujer es cubierta así por alabanzas y honores por parte de filósofos (Agrippa de Nettesheim), historiadores (Michelet) o poetas (de Novalis o Musset a Aragon y Breton) e idealizada y venerada como criatura celeste y divina, llegando incluso casi a su sacralización:
Por diferentes que sean, todos estos dispositivos tienen en común el hecho de colocar a la mujer en un trono y magnificar su naturaleza, su imagen y su papel: la mujer amada se convierte en la soberana del hombre. Se declara al ‘bello sexo’ como más próximo a la divinidad que el hombre, y se exalta a la madre en efusiones líricas[5].
De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile
Denis de Rougemont
            Por supuesto, reconoce Lipovetsky, esta idealización desmesurada de la mujer no invalidaría su lugar real en la jerarquía social de los sexos. Las decisiones importantes siguen siendo cuestión de hombres, la mujer no desempeña papel alguno en la vida política, debe obediencia al marido, se le niega la independencia económica e intelectual. “El poder de la mujer sigue confinado tan sólo al ámbito de lo imaginario, de los discursos y de la vida doméstica”; no se la reconoce como sujeto igual y autónomo. Así, se la excluye en el XVIII del  pacto social y de sus legítimas pretensiones de ciudadanía. Es cierto que ya no se la desprecia explícitamente, que se la adula y gratifica con el poder del eterno femenino de elevar al hombre “hacia lo alto”,  de formar a los hijos, de civilizar los comportamientos, de ejercer una influencia oculta sobre los grandes acontecimientos de este mundo y sobre los hombres importantes[6].
            En realidad, podríamos añadir a lo dicho por el agudo pensador francés que, a lo largo de esos siglos, la mujer seguía ejerciendo el mismo rol de subordinación al hombre, de sumisión al varón;  seguía sometida a una especie de castración angélica, a una de esas manipulaciones del cuerpo y de los sentidos de la mujer real y existente que bajo el señuelo de situarla en un pedestal, en realidad la privaban de su auténtica sexualidad, de su genuina realización y de una participación activa y adulta en la sociedad.
            La idealización simbólica de la mujer no es sino uno más de los ardides utilizados por el sistema patriarcal para engañar a las mujeres, para que se sientan satisfechas con el exiguo papel que se les ha impuesto. Haciéndolas sentirse culpables o antinaturales si se rebelan, muchas han sido condenadas a una existencia restringida o mutilada en nombre del ideal.
            La Dama ensoñada y adorada del amor provenzal, Isolda, Beatriz, Laura, Sofronia, Penélope, las pastorcillas de la Arcadia, Ofelia, Julieta, Margarita, Lucía, Laura y tantas otras imágenes femeninas de la posterior literatura occidental,  eran todas criaturas que tenían en común, junto con la perfección de sus modales, el pudor, la dicción modesta y sumisa, la mirada baja, la reserva y cierta dulzura con respecto a los hombres (que, afirmaban los glosadores, las hacía infalibles y constituían su particular fascinación). Tenían una total ausencia de impulsos sexuales. Se trataba de criaturas invisible y simbólicamente mutiladas o, aún peor, infibuladas en su psique por un espiritualismo idealizante en extremo:
Eva ocultaba su pubis, llorando. Y ellas, en cambio, se habían librado de él. Sólo resplandecían, intermitentemente, y todas eran vírgenes o estaban a punto de ser madres, pero sin pasar por la vergüenza del conocimiento carnal. Se parecían a las ninfas o a la Virgen. Eran la Virgen y el Lirio. Eran el inmortal modelo provenzal: la coagulación homosexual de la imagen de la mujer […][7].
De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile
            En efecto, constituían el inmortal modelo del amor en Occidente que los hombres -provenzales y, más tarde, románticos- asignaban a las mujeres y que se objetivaba y transmitía a través del arte, la literatura, la educación, la religión (depósitos milenarios de esos modelos o estereotipos idealizados y míticos, dado que la humanidad no puede vivir sin modelos últimos, sin ideales o referentes simbólicos de su propia imagen y de su propio comportamiento). Criaturas excitantes pero etéreas, libres de las pequeñas obscenidades de la carne, de las necesidades fisiológicas propias de las mujeres reales. Modelo de comportamiento impuesto por la sociedad varonil más insidioso cuanto más trascendente o angelical: idealizadas como la Madonna o la púdica Virgen. Y un estereotipo de esa clase, a pesar de todas las variantes de Chrétien de Troyes a Goethe, era indudablemente una reactualización de la Angelicada, de la Dama del amor cortés provenzal. Denis de Rougemont[8] ha demostrado que el propio sentimiento del amor en Occidente se ha modelado sobre dicho estereotipo. Gilles Lipovetsky resume así su acertada conceptualización de este modelo de mujer:
Potencia civilizadora de las costumbres, dueña de los sueños masculinos, ‘bello sexo’, educadora de los hijos, ‘hada del hogar’; a diferencia de lo que ocurría en el pasado, los poderes específicos de la mujer son venerados, puestos en un pedestal. A partir de la potencia maldita de la mujer se edificó el modelo de la ‘segunda mujer’, la mujer exaltada, idolatrada, en la que las feministas reconocerán una forma suprema de dominio masculino[9].
            A la primera mujer se la diabolizó y despreció; la segunda fue adulada, idealizada, colocada en un trono; la tercera mujer[10] es todavía indeterminada, en expresión de Lipovetsky, porque representa un proceso apenas iniciado hace unas decenas de años, no más, en la segunda mitad del siglo XX, y para el que todavía es prematura cualquier previsión de futuro.
            En ambos casos, la mujer -tanto en la primera como en la segunda de las caracterizaciones tipológícas de Lipovetsky- se hallaba subordinada al hombre, se la definía en relación con él, era él quien la pensaba; no era nada más que lo que el hombre quería que fuese. Cuando no fue relegada explícitamente a la “otredad”,  fué designada por alguien ajeno a sí misma, heterodesignada por el hombre.
            Esta es la tesis que trata de desarrollar y ejemplificar este ensayo. El objeto del mismo no es tratar estos mitos de exaltación o glorificación engañosa de la mujer, sino explicitar y analizar algunos de los primeros modelos denigratorios de mujer -que por cierto traspasan, a nuestro entender, el límite temporal fijado por Lipovetsky para ellos.  Y, como muestra significativa, hemos elegido para su análisis y desarrollo los siguientes mitos y figuras estereotipadas de la mujer: el Mito de Pandora, el Mal amable”; el “Mito de Lilith, la Rebelde”; el “Mito de Eva, la Mujer Tentadora (costilla de Adán)”; el “Mito medieval de la Doncella Venenosa”; y las figuras de la “Mujer Varón truncado” (de la antropología aristotélico-tomista medieval); la “Mujer Bruja diabolizada” (del periodo inquisitorial, de los siglos XVI y XVII); la “Mujer Histérica, útero devorador” (de la medicina y de la psiquiatría decimonónicas) y, finalmente, la “Mujer Femme Fatale” (del Romanticismo finisecular y del teatro y el cine de la primera mitad del  siglo XX).


                                                                                                                      Tomás Moreno





[1] La tercera mujer, Anagrama, Barcelona, 1999 (cfr. pp. 213- 221).
[2] Ibíd., p.214.
[3] Ibíd, pp. 214- 216. Para una historia cultural del miedo a la mujer por la peligrosidad del genital femenino véase el reciente ensayo de Mithu M. Sanyal, Vulva. La revelación del sexo invisible, Anagrama, Barcelona, 2012.
[4] Ibíd., p. 216. Según nuestro autor, el amor cortés, en la Edad Media, se construyó, con toda seguridad, a partir de “dificultades fecundas”; al prohibir la agresividad y precipitación masculinas, el modelo cortés dio vida a una nueva concepción del amor caracterizada por la sublimación del impulso sexual, así como por la delicadeza y el lirismo. En el Medievo, la retórica del amor cortés se desarrolló sobre el trasfondo de una sociedad estructurada por órdenes jerárquicos y por la disyunción radical de las posiciones sociales de los dos géneros. El refinamiento amoroso permitió a lo señores marcar distancias con respecto a los villanos. La necesidad de elevarse mediante las palabras y los gestos por encima de lo común, la sumisión a la Dama, la expresión hiperbólica de los sentimientos, los juramentos eternos, todo ello “funcionó como un signo de distinción social” al estilizar la división de los roles sociales (en esos tiempos desigualitarios). “Conferir estilo al amor”: así calificaba Huizinga la obra del amor cortés” (Ibíd., p. 76).
[5] Ibíd., p.217. Se refiere evidentemente a la mujer provenzal y a la renacentista, por una parte, y a la ilustrada de los salones y a la romántica, por la otra. Las dos últimas expresamente excluidas de la ciudadanía por los teóricos del pacto social (Rousseau, Kant) y por los misóginos románticos y epígonos (Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Weininger).
[6] Ibíd., p. 217. Cf. Carole Pateman, El contrato sexual, Anthropos, Barcelona, 1995.
[7] Cf. Armanda Guiducci, La Manzana y la serpiente. Autoanálisis de una mujer, editorial Noguer, Barcelona, 1976, pp. 105-106.
[8] Cf. El amor en Occidente, Kairós, Barcelona, 2002. Aunque el mismo haya sufrido algunas evidentes transformaciones, metamorfosis o inversiones, como así ha sostenido Armanda Guiducci: “En el momento actual Beatriz ha perdido mucha de su fuerza de irradiación, de su carga de evanescente sugestión. Pero el estereotipo que ha entrado, después de Freud, con la “liberación lawrenciana” o la rebelión antivictoriana: el modelo lady Chatterley, líder de todas las ninfómanas u obsesas uterinas, de todas las Grandes vaginales que entonan la frenética Canción del Sexo celebrando el Buen Pene en las novelas de Henry Miller  y Norman Mailer, y de todos los novelistas de la escuela erótica actual, no es otro […] que la inversión exacta de Beatriz, el mismo estereotipo invertido en el otro extremo. Es el mismo modelo provenzal pero puesto al revés. La mística, oprimida y castrada, da lugar a su contrario, que también es del todo irreal: la antimística, agresiva y toda vagina. Una invención masculina totalmente absurda y vengativa contra la mujer (…), idéntica al modelo provenzal” (Armanda Guidicci, op. cit., p. 107).
[9] La tercera mujer, op. cit., p. 217-218.
[10] Modelo de mujer moderna actual sobre el que versa la totalidad del libro de Gilles Lipovetsky. 





De Pandora a la femme fatale. Mitos, figuras y estereotipos de estigmatización femenina 4, Ancile

1 comentario:

  1. Ha sido una aventura de conocimiento, ya que el tema, si bien mencionado a menudo, nunca lo vi tratado con tanta profundidad y riqueza teórica. Un abrazo, amigo.

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