Segunda entrada sobre el Quijote en la sección de Microensayos del blog Ancile, titulada El discurso a los cabreros o la utopia de la
Edad Dorada en D. Quijote, por el profesor Tomás Moreno. Interesantísismas
reflexiones en torno a la obra universal D. Quijote de la Mancha.
EL DISCURSO A LOS CABREROS O LA UTOPÍA
DE LA EDAD DORADA EN DON QUIJOTE (2ª).
DE LA EDAD DORADA EN DON QUIJOTE (2ª).
II. Descripción de la Distopía: crítica
del topos existente
Pues bien, frente a este mundo idílico y feliz del pasado
áureo evocado por Don Quijote en su Discurso, surge un presente convulso y tenebroso que
representa la exacta inversión del mismo, su más perfecta antítesis: la utopía del pasado aúreo ha devenido distopía o cacotopía del presente real y existente, de “lo que es”. Un tiempo
de penuria y escasez, una Edad de Hierro
que, incluso, ha degradado y pervertido axiológica y moralmente a sus moradores.
En efecto,
lo primero que aparece, si retomamos el
pasaje cervantino, es la tensión entre esas dos antitéticas épocas -“aquella
santa edad” y “agora”-, esto es, entre la edad
dorada añorada y evocada del pretérito
y la edad de hierro vivida en el
presente, entre el ideal del pasado y la realidad en que viven tanto el autor
como el protagonista del relato: la España de finales del siglo XVI y
principios del XVII, el período de la declinación del imperio español, que el
viejo Cervantes, nacido cuando todavía reinaba Carlos V, recordaba con una
cierta desilusionada añoranza y que ya, en las primeras décadas del siglo XVII,
casi había declinado.
Una España
en crisis y decadencia, provocadas por proyectos y empresas utópicas
emprendidas en el inmediato pasado, que debilitaron sus fuerzas, arruinaron su
economía y dieron al traste con su moral. En un libro de la época, del
licenciado Martín González de Cellorigo, el conocido “Memorial de la política
necesaria y útil restauracion de la república en España” (Valladolid, 1600), se
nos retrata la sociedad española de ese tiempo como sumida en un alucinado sueño utópico del que aun no
se había podido despertar: “No parece sino que se ha querido reducir estos
reynos a una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural”[1].
Pues bien, en
el discurso de Don Quijote se enfatiza ese contraste entre un ucrónico y
fantasioso pasado feliz y un presente hundido en la miseria. Pero esa tensión
es percibida y vivenciada en el mismo de una manera plástica y candorosamente
ingenua e interpretada en clave nostálgica y desencantada:
La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento
del juez, porque entonces no había que juzgar, ni que fuese juzgado. Las
doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y
señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen,
y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros
detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro
nuevo laberinto como el de Creta (DQ, I, XI).
Antes,
primaba la justicia; ahora, abunda el desorden jurídico[2],
moral y económico. En los tiempos pasados la honestidad imperaba; en la
actualidad, las doncellas han perdido su inocencia y libertad hasta el punto de
que no está segura ninguna “porque allí, por
los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud se les entra
la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste” (DQ, I,
XI).
A lo largo
de toda la obra, Don Quijote -imbuido de una concepción degenerativa de la
historia- va a lamentarse de tener que vivir en tan nefasta y detestable época:
“Y así [...] estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este
ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es ésta en que ahora
vivimos” (DQ, I, XXXVIII). Se ha producido una verdadera, una auténtica
inversión de los valores y de las virtudes: “Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo,
el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica
de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades de oro y en los
andantes caballeros” (DQ, II, I). La naturaleza
humana se ha degradado y depravado, como declarará más adelante don Quijote a
Sancho gobernador de Barataria: “Al culpado que cayere debajo de tu
jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la
depravada naturaleza nuestra” (DQ, II, XLII).
Y considera necesario, en
consecuencia, restaurar esa sociedad idílica de la aetas áurea. Sólo Don Quijote, en un tiempo que ya se muestra
escéptico, escarmentado y desilusionado de tantos proyectos utópicos
fracasados, pretende hacerla valer como diana que orienta el curso entero de la
flecha de su vida, como aquello por cuya restauración ha de empeñar todas las
energías de su invencible ánimo. Para ello Don Quijote ha debido descubrir las razones que daban la felicidad entonces
y que, ahora, producen infelicidad y toda una larga serie de desgracias y
sufrimientos:
Porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos
palabras de “tuyo” y “mío”. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
a nadie le era necesario para alcanzar su
ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las
robustas encinas (DQ, I, XI).
Bastaría con
sólo estas dos razones para explicar la tensión entre lo que fue y lo que es la
sociedad: la injusticia no ha
desaparecido, pues todavía existe la ley
del encaje y la división del “mío”
y “tuyo”, y esa es, en última
instancia, la clave de todos los males del presente. En esa tensión va
implícito -explica Torres Antoñanzas- un tema de claro contenido
socio-político, que trasciende el motivo
edénico que impregna la totalidad del discurso: el del comunismo de bienes, es decir: el
del rechazo de la propiedad
privada.
Desde
esta perspectiva, para Don Quijote en realidad los gigantes a los que combatir y someter no son esos molinos de viento que encuentra en los
campos de la Mancha (DQ, I, VIII), ni los ejércitos
a derrotar ese rebaño de ovejas y carneros confundidos por la distancia y la
polvareda, al caminar por el páramo castellano (DQ, I, XVIII), ni los miedos a neutralizar los suscitados por
esos terroríficos crujidos “de hierros y cadenas”, producidos por los batanes al
golpear incesantes sobre los paños (DQ, I, XX); sino
que los verdaderos y muy
temibles enemigos que enfrentar son esas nuevas formas de organización política
y económica de la modernidad y del capitalismo incipientes (es decir, la
institución Estatal) que la época de
Cervantes trae consigo, y que se basaban fundamentalmente en tres pilares
indisolublemente ligados entre sí: la economía
dineraria, la existencia de un ejército
organizado y poseedor de armas de
fuego y una administración por
expertos, es decir, una compleja burocracia.
Es frente a este espíritu calculador y racional de los
nuevos tiempos -sostiene J. A. Maravall[3]-
y todo lo que significa este nuevo modo de vida -representado por la
ciudad moderna preburguesa y de economía dineraria desarrollada, esto es, por
la modernidad- contra
el que se eleva el sentido íntegro, total, de la(s) aventura(s) de Don Quijote. La postura que
ante esas realidades inquietantes toma el caballero de la Mancha y a la que se
da expresión en la obra de Cervantes es
de inequívoca repulsa[4].
Sin
duda, el nuevo hecho económico es decisivo en el tiempo del Quijote. En efecto, según el planteamiento quijotesco, los nuevos usos dinerarios y la pasión por el
dinero, son algo sumamente nefasto, pues atacan en conjunto a la virtud. La
“aurea fames”, la pasión por el lucro -que sería la gran pasión del
Renacimiento- indicaba que ya se estaba incubando en ese tiempo el espíritu del
capitalismo. No olvidemos que el ataque a esas formas precapitalistas o protocapitalistas
de organización social y económica, movidas por el puro afán de lucro, estaban
ya presentes en la Utopía de Tomás
Moro y en la Ciudad del Sol de
Campanella, que también abominaban de los nuevos usos dinerarios -el primero
condenando a la plata y al oro a usos viles o aborrecibles; el segundo,
mostrándonos cómo los solarianos emplean el dinero únicamente cuando viajan por
tierras extrañas-, y también aparece en numerosos episodios del Quijote.
Desde
que el dinero interviene, ha cambiado efectivamente la moral del combatiente, del caballero.
El ejército y las guerras son el
instrumento para obtener dinero y saquear o robar lo que se pueda. Para Don
Quijote, por el contrario, la conquista del botín en la lucha no es el
aliciente que le lleve a combatir por los campos: por eso, en varias ocasiones,
lo deja generosamente en manos de su escudero. En el mundo de relaciones de Don
Quijote, el dinero tiene muy corto radio:
¿Qué
caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera,
portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué
castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? (DQ, I, XLV).
Don
Quijote se mueve en este aspecto, dentro de la vieja concepción estamental que
distinguía tres partes en la sociedad orgánicamente establecida: los que oran,
los que pelean y los que trabajan (oradores, defensores, labradores, según don
Juan Manuel). Y esa es la forma de vida que Don Quijote trata de resucitar y
restablecer: una forma de vida en la que generosamente unos ayudan a otros,
nadie hace suyo más que lo que necesita y todo aquello que posee está dispuesto
a compartirlo con el prójimo. La voluntaria limitación a lo “necesario” es un
presupuesto habitual de todos los planteamientos utópicos, desde el siglo XVI
al XIX.
Por
eso, los cabreros le sustentan sin pedirle nada, y los rústicos que viven
apartados entre los riscos de Sierra Morena socorren a los necesitados, y los
campesinos acogen al caballero y a su acompañante, en sus fiestas y en sus
casas, sean o no hidalgos, con la más dadivosa inclinación. Todos ellos son
gentes próximas al estado de la edad
dorada, y en la que, por vivirse felizmente en el seno de la naturaleza, no
se conocían las detestables formas de la economía monetaria. El pastoreo y la
agricultura eran, en la visión del mundo quijotesca, las fuentes de riqueza
únicamente lícitas, como también lo eran en las utopías imaginadas por Thomas
Moro y Campanella, que prescribían esas mismas ocupaciones productivas a los
habitantes de sus ciudades ideales[5].
Nos hallamos, pues, ante una doctrina -la sustentada[6].
por el ideal quijotesco de
la edad dorada- formada por la sublimación de una sociedad de economía agraria
tradicional, de base predominantemente rural, que es la que siempre da por
supuesta, en su organización de la vida, Don Quijote
Nuestro
caballero de La Mancha reacciona, en tercer lugar, contra un Estado moderno tal como quedó iniciada
su traza por los Reyes Católicos, que suponía una administración en la cual un
cuerpo organizado de hombres -con una técnica y unos conocimientos adecuados a
la práctica de los negocios públicos- pudiera aplicar un ordenamiento jurídico extendido
teóricamente a la generalidad y disponer de una fuerza coactiva para hacerlo
cumplir.
La
nueva forma de organización política, el Estado, pretende que no haya más poder
que el suyo, ni más ley ni más justicia que las suyas. Impone una homogeneidad
en la obediencia, aunque no sea de la misma manera a todos -una armonía geométrica, que diría J. Bodin-,
y procura eliminar paso a paso todos los privilegios y exenciones, esforzándose
por prohibir toda acción particular en el orden de sus funciones.
En el siglo XVI, en el
ámbito del absolutismo monárquico que se va imponiendo, y en general en el
pensamiento político de la época, desaparece todo vestigio de la doctrina
medieval del derecho de resistencia.
Y esto es lo que no acaba de concebir don Quijote.:
¿Quién fue el
mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con
tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el
día en que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? (DQ,
I, XLV).
Pues bien, ese a quien
llama mentecato don Quijote es el Estado moderno y sus representantes
(la Santa Hermandad, organización represiva esencial del Estado, etc.). Sancho
le advierte, en el episodio de los Galeotes, condenados por la justicia
pública: “Advierta vuestra merced –dijo Sancho- que la justicia, que es el
mismo Rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que lo castiga en
pena de sus delitos” (DQ, I, XXII)[7].
Terminado el discurso y puesta de manifiesto la
diferencia entre las dos edades, Don Quijote se postula como el adalid
de la justicia y de la transformación social, el mensajero de esos ideales caballerescos
ausentes en su tiempo. En el caballero que quiere restaurar la justicia, la
libertad, la igualdad y la paz en todas las relaciones humanas, una vez se
hayan eliminado, las causas y raíces de tamaña degeneración y corrupción. Es la ambición y el deseo malvado
del lucro el que ha conducido la historia a su Edad de Hierro, a la posesión desmesurada y al “mío” y “tuyo”. Don Quijote está convencido de que si ese ideal
(de la caballería) se practicase, la edad de oro tornaría y el mundo sería
feliz.
Se trata, pues, de un
programa de retorno, de restauración, no olvidemos que su discurso se integra en el marco de una
concepción de la historia de carácter degenerativo, cíclico, en el que la
perfección se encuentra siempre en los orígenes, en un pasado anhelado,
idealizado y mitificado. “Tengamos en
cuenta –escribe Maravall- que si Don Quijote ha definido su misión como
restauración de la edad dorada –un modo de vida de la sociedad-, también ha
dicho que su empeño es restaurar la caballería andante –un modo social de vida
del individuo-. Entre ambos tiene que haber un lazo. Entiendo que en la
concepción quijotesca, el segundo es camino para el primero”[8].
El mundo se ha
convertido ciertamente en esta Edad de
Hierro, en una cacotopía, en el
lugar del mal (kakos) y de la
infelicidad, pero no todo está perdido, es posible la recuperación del nivel
idílico perdido. En un momento determinado don Quijote toma unas bellotas
(símbolo natural) que -como en el caso de la madalena de Proust- le trujeron a la memoria la edad dorada
(DQ, I, XI), transportándole vivencialmente al pasado perdido, a la aetas aurea anhelada y añorada, modelo
ideal de su utópico proyecto, al que aspirar y que realizar. No todo está degradado, no todo está
perdido, aun existe la esperanza de
restablecer esa edad Dorada. Mediante ella, Don
Quijote pretende clarificar y salvar el mundo confiriéndole un nuevo sentido (Continuará).
Tomas Moreno
[1] En el referido libro, su autor, critica ya el irrealismo de
creer que los problemas españoles fuesen a resolverse mediante las riquezas
procedentes de la colonización americana: “Y ansí el no haber dinero, oro ni
plata en España, es por averlo, y el no ser rica es por serlo; haziendo dos
contradictorias verdades en nuestra España y de un mismo subjecto.” En la
España del momento hay demasiada deuda pública basada en los metales preciosos
de las Indias, demasiada inflación, a la vez que se incrementan los gastos en
las fuerzas armadas que ha de mantener fuera de su territorio. Para los
españoles de aquel tiempo “Don Quijote” seguramente fue un texto más crítico y realista de lo que hoy nos parece. Cervantes trató de denunciar o
de ridiculizar, vía irónico-paródica de los libros de caballería o pastoriles,
los sueños utópicos de sus contemporáneos encarnándolos en la figura de su
protagonista, un idealista y utopísta abstracto tan pertinaz y voluntarioso
como Don Quijote, y ejemplificando los perniciosos efectos de sus hazañas y desvaríos en el fracaso de
cuantas aventuras emprendía. Su lema debería haber sido el mismo que apenas dos
siglos después eligió el inmortal Goya para su Capricho 43: El sueño de la razón produce monstruos.
Por eso fue un best-seller en su tiempo, porque los lectores inteligentes y
desengañados de aquel tiempo pudieron interpretar fácilmente las alegorías
cervantinas: había muchos más hombres “encantados” por los sueños utópicos que
los que salían en las páginas de la inmortal novela.
[2] La ley del
encaje: la arbitrariedad de los jueces
[3] Cf. el capítulo segundo de J. A. Maravall Crítica de la situación presente de
“Utopía y contrautopía en El Quijote”,
op. cit. pp. 35-76.
[4] Ibíd, p. 37.
[5] Ibíd, p. 43.
Frente al nuevo espíritu capitalista, los humanistas, tal es el caso de Moro o
de Campanella, a quienes mueve ante todo un afán moralizador -aspecto que de
ordinario ha sido descuidado al hablársenos de ellos- intentan utópicamente,
pero también, regresiva y reactivamente, retornar a un régimen colectivista
medieval, correspondiente a un ya fenecido modo de producción feudal, en el
cual el dinero era visto con la más desfavorable prevención.
[6] Ibíd, p. 44.
[7] Ibíd, p. 53.
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