Para la sección de Microensayos, del blog Ancile, ofrecemos la segunda entrega del trabajo titulado Antígona y Yerma o la sacralidad de la vida orgánica, del profesor y filósofo Tomás Moreno.
LA SACRALIDAD DE LA VIDA ORGÁNICA,
EN ANTÍGONA Y YERMA, SEGUNDA ENTREGA
“ANTÍGONA”
Y “YERMA” O LA SACRALIDAD DE LA VIDA ORGÁNICA (Segunda Parte)
V.
Antígona encarna lo “Femenino” (la “Feminidad”) en el sentido griego. Su
“feminidad” en este aspecto, es incuestionable: asume sin reparos el
cumplimiento de los ritos y libaciones funerarias que en Grecia era –Hegel nos lo recordará- una de las tradicionales funciones
femeninas, un “rol” exclusivamente femenino, como lo eran también el entierro y
la conmemoración de los muertos. Sin embargo, en su conducta (precisamente por causa
de esa “Feminidad” sobreimpuesta) asume registros considerados “masculinos” por
la cultura patriarcal de su tiempo como son, por ejemplo, la no aceptación de
su marginación en el ámbito de lo político, la acción agonística, combativa,
cívica de rebelarse contra una ley que considera injusta, o más aún, contraria
a la sagrada “piedad familiar”. Y entonces, en tales casos, no teme actuar como
un hombre o a asumir “roles” supuestamente exclusivos del varón[1].
Ella
es, por naturaleza, “en su misma physis”, como apunta G. Steiner, un ser enteramente femenino: se siente, como su hermana
Ismene “corporalmente débil” (recordemos cómo pide ayuda a su hermana para
arrastrar el cadáver de Polinices, con el fin de enterrarlo). Su aflicción, su
piedad, su compasión, su generosidad y capacidad de sacrificio también son
rasgos que, convencionalmente, se atribuyen al ser femenino, en la cultura
griega y entre nosotros occidentales. Cuando Creonte, en la tercera parte de la
obra, insiste en que hay que odiar a los enemigos de la ciudad, ella responde:
“No he nacido para odiar sino para amar (“outoi
synechtein, alla symphilein ephyn”).
A
medida que se desarrolla la tragedia, la “feminidad” verdadera de Antígona se
profundiza, parece querer expresarse, manifestarse. Convertida en víctima,
Antígona crece en su esencial condición de mujer, de mujer normal, y no de
“Arquetipo de Mujer” en abstracto. Su grito, en la primera parte, ante el
cadáver insepulto de Polinices tras la tormenta, es desgarrador, animalesco, como el de un ave que ha
perdido a sus crías.
En
los últimos versos de la cuarta parte de la obra su dolor como mujer es
extremo: se lamenta no sólo de la extinción de su joven vida, sino también de
la extinción, dentro de sí misma, de la posibilidad de parir hijos. Es
consciente, en lo tocante a su identidad sexual y a sus implicaciones
teleológicas o finalistas, que su feminidad profunda, verdadera, se ha
frustrado, no ha podido ser –por este orden- “esposa” y “madre”. La tumba se le
muestra como su único lecho nupcial: a través de la tumba podrá tener el “encuentro”
con el amado, que es su hermano Polinices y no Hemón.
En
un determinado momento -nos recuerda Steiner- hay un extraño dejo de consuelo
para su maternidad frustrada: el coro cita una serie de crímenes perpetrados
por madres en sus hijos o hijastros, para expresar que la maternidad por sí
misma, podría no ser una garantía de amorosa o plena felicidad, para una mujer…
Su modo de morir –el suicidio- era también algo propio en la cultura griega de
las mujeres (Yocasta , Eurídice y otras muchas heroínas trágicas también se
suicidan).
VI. Yerma también encarna lo “Femenino”, tal y
como la más tradicional cultura de su tiempo había troquelado, en sus roles y
funciones fundamentales: “virginidad, nupcialidad, maternidad, fidelidad”.
Precisamente su trágico destino surge de un conflicto o choque inevitable entre
dos valores dominantes: el anhelo de realizarse como “mujer” –según los cánones
establecidos- y, al mismo tiempo, la sumisión a la moral recibida, arraigada en
la idea de la fidelidad al marido y de la honra[2].
Personaje conflictivo, pues, que enfrentado a unas normas sociales y a una
tradición secular con la que en parte se identifica, reconoce en ellas, a la
vez, los obstáculos que le impiden realizarse en libertad. El problema de
Yerma, como el de la mayoría de las protagonistas de sus dramas, es, en
definitiva, el problema de la libertad de la mujer.
En
este sentido, “Yerma” constituye -como ha visto el profesor J. Ortega, a quien seguimos en este
apartado- una denuncia de un contexto histórico-social muy concreto: el andaluz
de principios de siglo, feudal, campesino, patriarcal, donde la relación entre
la mujer y el hombre está totalmente supeditada a una precisa estructura
económica. El matrimonio de Yerma con Juan obedece a motivos socioeconómicos:
“Mi marido es otra cosa. Me lo dio mi padre y yo lo acepté”. El sentido de la
propiedad de Juan sobre Yerma se extiende a las dos hermanas de éste, es decir,
a la honra de la que él se considera depositario y defensor en virtud del
principio de que la clase dominante es también la fuerza espiritual dominante:
“mi vida está en el campo, pero mi honra está aquí. Y mi honra es también la
vuestra”. La dependencia económica se traduce en opresión, en falta de libertad
en Yerma, que por extensión afecta a la condición de la mujer andaluza, y
española en su conjunto, de su tiempo[3].
En
todas sus tragedias y dramas teatrales -de asunto y temática femeninos- siempre es la “moral
tradicional”, la “presión social”, las “diferencias sociales”, el “orgullo de
casta”, la “condición subordinada y marginada de la mujer” –es decir: la ideología imperante- los auténticos y
definitivos desencadenantes de la tragedia[4]. “Yerma
–como ha escrito Díaz Plaja- es un
biotipo perfecto de la mujer que supedita de manera absoluta lo erótico a lo
fisiológico, la sexualidad a la maternidad” […]. El grito de la especie, la
obsesión de la casta –que ya están en Bodas
de sangre- crecen aquí frenéticamente. Así está la tragedia impregnada de
sentido tradicional, de legítimo honor. Sólo una crítica miope ha podido ver
inmoralidades en “Yerma”, que si alguna audacia de léxico posee, es
absolutamente anecdótica. Lo fundamental aquí, lo auténtico, es el profundo y
patético sentido maternal que hace olvidar a la feminidad misma y la lleva a
asesinar al esposo porque no le muestra sino el amante cuando ella le soñaba
por encima de todo paternal y patriarcal. Esta es -concluye Díaz Plaja- la “casada fiel” de
Federico García Lorca”[5].
VII
La presencia obsesiva de lo “femenino” –del mundo de la mujer- en sus obras es
evidente. En Bodas de sangre (1933), Yerma (1934), Doña Rosita la soltera o el
lenguaje de las flores (1935), La
casa de Bernarda Alba (1936) –por no citar sino sus obras del período de
madurez y plenitud: dos tragedias y dos dramas respectivamente- la presencia de
la “mujer” y de “su mundo” es central[6].
La mayoría de sus dramas y tragedias no son sino variantes del mismo tema
hondamente sentido por Lorca: el de la “misteriosidad” del alma femenina, por
usar una expresión acuñada por Álvarez de Miranda en su citado ensayo.
Pero
en García Lorca esa “misteriosidad” nunca es un recurso mistificador o
mitificador del alma femenina, para “idealizarla” o “divinizarla”
románticamente, legitimando y perpetuando así su condición social de oprimida,
sino antes bien un motivo de denuncia ante la situación de marginación de la
mujer en una sociedad tradicional como la de la España de la época. Como los
niños, los gitanos, los negros, la mujer pertenece al grupo social de
marginados o marginales; de los débiles y
perseguidos, y García Lorca trata de
prestarle su voz para rebelarse.
Nuestro
poeta sabe, por otra parte, intuir y expresar las más peculiares sensaciones
del mundo femenino con una intimidad, una intensidad, una delicadeza y una
penetración incomparables. Baste como muestra la ternura de la que es capaz su
vena lírica cuando, para describirle a Yerma los sentimientos de la maternidad
expectante, la íntima vivencia del “esperar el hijo”, la amiga grávida, María,
le dice: “¿No has tenido nunca un pájaro vivo / apretado en la mano? Pues lo
mismo… / pero por dentro de la sangre” (“Yerma”, Acto Primero, Cuadro Primero).
Es
en este punto, en donde el poema trágico del poeta granadino y la tragedia del
autor griego, se hacen más solidarios y remiten a un mismo “tema” y a una
fuente cultural común: la sacralidad de
la vida orgánica tal y como se presenta en múltiples mitologías arcaicas
del área cultural mediterránea[7]. Álvarez de Miranda cita, a este
respecto, una afirmación de O. Kern,
uno de los mejores conocedores de los mitos griegos: “Sobre la tierra no hay
nada más sagrado que la religión de la madre”[8].
En efecto: toda una iconografía que va del Neolítico hasta las religiones de
misterios helenísticas rinde culto a la “Gran Madre” y se extasía ante el
símbolo y atributo fecundo de los senos femeninos. (Continuará).
Tomás
Moreno
[1] Vid. Juan Cruz
Cruz, “Antígona. La tragedia de la familia en Hegel”, op. cit. Sobre el tema de
la condición de la mujer en Grecia clásica véanse: G. Steiner, “Antígonas. Una poética y una filosofía de la
cultura”, Gedisa, Barcelona, 1981; Nicole Loraux,“Les enfants d’Athéna, París, 1981; I. Savalli, La donna nella societá della Grecia antica, Bolonia, 1983: E. Lévy
(ed.), Las voces femeninas en el
pensamiento griego, Madrid, 1990; Georges Duby y Michelle Perrot, Historia de las mujeres, 1º, Taurus, Madrid, 1991. Para todo lo referente
al conflicto entre sexos (masculino vesus femenino) en “Antígona”, véase G.
Steiner, op. cit., pp. 181-186.
[2] En relación con
la obsesión de Yerma por la
fecundación las interpretaciones van desde la de Ruppert C. Allen “Yerma’s
negative actitude toward sexuality inhibits conception” en Psyque and Symbol in the Teather of Federico García Lorca, Austin,
Londres, University of Texas Press, 1974, quien afirma que la propia obsesión
de Yerma por la fecundidad la inhibe y
frustra, hasta la de Gustavo Correa (op. cit., p. 127), para quien la
crisis motivada por su esterilidad se debería a una ”inadecuación con la madre naturaleza” (sic): “Yerma […] es una
madre virtual y su calidad trágica consiste en la no realización de esa
virtualidad. Yerma al no encontrar adecuación armoniosa con el seno fecundo de
la madre naturaleza adquiere proyecciones cósmicas en virtud de su marchita
fecundidad”. En realidad, y aunque el tema es tratado con cierta indefinición y ambigüedad en el texto, cada
vez son más los intérpretes que -dadas en el mismo algunas alusiones indirectas
o insinuaciones más que directas (las de la Vieja en Acto primero, Cuadro
segundo)- sostienen que la causa de la infertilidad de la pareja no es de Yerma
sino de su esposo Juan. Cuando se escribió la obra, ése era un tema absolutamente tabú, además de
poco divulgado, por mor del machismo imperante por entonces. ¿Sólo por entonces?
[3] José Ortega, Conciencia social en los tres dramas rurales
de García Lorca, Centro de Estudios Hispánicos de Granada, 1981, pp. 18-19.
[4] Sobre el teatro
de García Lorca en general pueden verse: G. Edwars, El teatro de Federico García Lorca, Gredos, Madrid, 1983; M. Laffranque, Federico García Lorca (Téâtre de tous les temps), París, p.
Seghers, 1969; A. Buero Vallejo, “García Lorca ante el esperpento”, en Tres maestros ante el público, Madrid,
Alianza, 1973; F. Lázaro Carreter, Apuntes sobre el teatro de García Lorca,
Taurus, Madrid, 1973; Jenaro Talens, El
discurso poético lorquiano: medievalismo y teatralidad, Curso de Estudios
Hispánicos, Granada, 1983.
[5] G. Díaz Plaja,
op. cit., p. 14.
[6] Sobre el tema de
la mujer en su teatro véase. B. Frazier, La
mujer en el teatro de García Lorca, Madrid, Plaza Mayor, 1976.
[7] Sobre la
presencia del mito en la obra del poeta véanse: R. A. Zimbardo, “The mythic
Pattern in Lorca’s, Blood Wedding”,
Modern Drama, 10, 1968; y G. Correa, La
poesía mítica de Federico García Lorca, Madrid, Gredos, 1970. Y, sobre
todo, Rosa María Aguilar, “El mito griego en la poesía de García Lorca”;
Antonia Carmona Vázquez, “Elementos míticos en el teatro de Eurípides y García
Lorca” y Aurelia Ruiz Sola, “El mito antiguo y su proyección dramática”,
en José María Camacho (ed.) La Tradición clásica en la obra de Federico
García Lorca, eug, Granada, 2006,
obra que contiene la casi totalidad de
ensayos y estudios más relevantes publicados sobredicha temática.
[8] O. Kern, Die Griechischem Mysterien de Klassiischen,
p. 24, cit. en Álvarez de Miranda, op. cit., p. 15. Es de obligada consulta al
respecto: Erich Neumann, La Gran Madre.
Fenomenología de las construcciones femeninas de lo inconciente, trad. de
Rafael Fernández de Maruri, Ttrotta, Madrid, 2004.
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